Uno rara vez sabe cuándo será la última ocasión en la que vea a un ser querido. No se es consciente del último encuentro con el futuro difunto ni de cómo le recordará cuando falte. Con qué cara de tonto mirará al pasado reconstruyendo la escena, esa última escena, lamentándose siempre por haberle dicho aquella estupidez en un momento tan trascendente, pensando muy a posteriori frases ingeniosas, redondas, emotivas pero no demasiado cursis, dignas en cualquier caso de eso siempre tan difícil, tan incómodo, como son las despedidas. Y tampoco se pueden elegir los recuerdos que quedan cosidos a la piel y a la memoria y que, por esas cosas inexplicables de la condición humana, sobreviven inalterables al reloj.
El último recuerdo que tengo de mi abuelo, que no quiere decir la última vez que le vi, data de finales de diciembre de 2007. De un Clásico en el Camp Nou que juntó a tres generaciones de madridistas en un céntrico piso de Valladolid, sufriendo primero y celebrando después, unidos por su amor al Madrid, a su Madrid, y, aunque esto nunca se dijese, hacia ellos mismos.
El Clásico en cuestión, para siempre ya su Clásico, nuestro Clásico, es el del gol de Baptista. El de la Liga de Schuster. La de la camiseta con los ribetes del cuello y las tres rayas de Adidas en violeta, vaya. Yo, ajeno a su cáncer, no podía imaginar que aquellas serían las últimas tardes con mi abuelo, del que heredé nombre y militancia en el credo blanco, por lo que no dediqué ni medio esfuerzo en fijar en la memoria cada detalle de aquellos días.
El recuerdo de aquella Navidad es borroso. No me acuerdo de las conversaciones, ni de dónde pasamos aquel año Nochevieja ni Nochebuena. No me acuerdo de su ropa y temo no acordarme algún día de su voz. Sí me acuerdo de su olor y de su manera de rezongar. Lo que desde luego recuerdo detalle por detalle, como si hubiese sido esta mañana, es cada minuto del partido. El dominio inicial del Madrid, el golazo de Baptista antes del descanso, el arreón estéril del Barça en el segundo tiempo, la exhibición defensiva de Pepe, las paradas de Casillas. Recuerdo un Ronaldinho discutido antes del choque y señalado tras el mismo, y, esto me hace especial gracia, un Camp Nou hasta la bandera pidiendo penalti porque a Casillas se le ocurrió achicar en el lateral del área a Iniesta en limpísima acción, en una coherencia absoluta del público culé ante la costumbre de los años de plomo del Negreirato.
El último recuerdo que tengo de mi abuelo data de finales de diciembre de 2007. De un Clásico en el Camp Nou que juntó a tres generaciones de madridistas, sufriendo primero y celebrando después, unidos por su amor al Madrid, a su Madrid, y, aunque esto nunca se dijese, hacia ellos mismos
Yo, plenamente consciente de la relevancia del partido, celebré como un gol cuando mi abuelo, a los treinta segundos del pitido final, dijo eso tan suyo de “mañana compro el AS”. Cuando el partido era importante y la victoria heroica, el buen hombre nos lo anunciaba así, magnánimo, que al día siguiente habría premio en formato papel, en uno de esos rituales inexplicables y al mismo tiempo entrañables de cada familia que sólo cobran sentido y gracia de puertas para dentro.
Para él comprar el AS del día siguiente debía de ser lo máximo, la prolongación de su gozo sin la angustia de no saber el resultado. Se relamía ante la certeza de madrugar el domingo, ir al quiosco, pedir esta vez, además de lo habitual, la prensa deportiva y, al volver a casa, devorar cada foto, cada columna, cada párrafo del periódico antes de desayunar. Y siempre pendiente del momento en el que me levantase de la cama para ofrecerme, como si fuese el día de Reyes, el tempranero agasajo, como diciendo: mira, nieto mío, mira qué abuelo espléndido tienes, siempre pendiente de ti, que te he comprado el AS. Léetelo todo, eh, no te vayas a privar de nada, que está la vida como para no celebrar estas cosas.
Recuerdo un Camp Nou hasta la bandera pidiendo penalti porque a Casillas se le ocurrió achicar en el lateral del área a Iniesta en limpísima acción, en una coherencia absoluta del público culé ante la costumbre de los años de plomo del Negreirato
El Clásico de Baptista, el Clásico de mi abuelo, me pilló en un momento de confusión. Andaba, a mis trece años, desubicado, en ese momento de indefinición vital en el que ya es tarde para la infancia y demasiado pronto para la adolescencia. Como esa falta lateral lejana sin aparente peligro que bota entre el punto de penalti y la frontal del área pequeña, en ese territorio inexplorado en el que la defensa no acaba de morir y el portero no acaba de nacer, donde nadie sabe muy bien qué hacer porque nadie les ha explicado muy bien qué se espera de ellos en situaciones así.
Las casas de los viejos siempre huelen raro. No mal necesariamente, raro. El olor de ese piso en Valladolid, como lo de “mañana compro el AS”, es una de esas cosas que se me han quedado en el cerebro. Como el sofá en el que se sentaba con idéntica pose cada día. Los gestos, su lenguaje corporal. Tres, cuatro muletillas. Él, un señor de Valladolid, prácticamente vecino de Delibes, se hizo madridista como tantísimos de su generación, a fuerza de admirar durante tantos años a ese equipo de la capital y de blanco, del que la radio siempre cerraba su alineación con la fórmula Di Stéfano, Puskas y Gento. Él vio en el viejo Zorrilla a Di Stéfano marcar el célebre taconazo, probablemente su gol más icónico.
Y no me vengan con que si eso lo ha dicho media Castilla y que si a ese partido hubiesen acudido todos los aficionados que le dijeron a Di Stéfano algún día “yo estuve en Valladolid el día del taconazo”, el viejo Zorrilla sería Maracaná. Que aún guardamos en vete a saber qué cajón los abonos de aquellas temporadas. Que yo los he visto con estos ojitos tristes.
Me sonrojo cuando escucho a alguien hacer de menos al fútbol, cuando se ignora su condición de elemento vertebrador de tantas familias. Cuando no se entiende que el fútbol es, entre muchísimas cosas más, la mejor medida del tiempo, el más eficaz método para fijar en la memoria momentos felices, pasiones compartidas, seres queridos
Y aquí estoy, dieciséis años después, acordándome de lo bien que le pegó Baptista con el exterior, del olor de las casas a orillas del Pisuerga o de cómo podía caberle en los bolsillos tanta ilusión por comprar un periódico a un señor consciente de que estaba en las últimas, antes de ese enero en el que no quise, no supe o simplemente no pude despedirme de él en condiciones; y en la rabia que me dio que se perdiese la Eurocopa del siguiente verano, con lo que hubiese disfrutado viendo a España, por fin, campeona.
Por eso me sonrojo cuando escucho a alguien hacer de menos al fútbol, cuando se le reduce al pan y circo necesario para entretener al rebaño, a 22 señores corriendo tras un balón, cuando se ignora su condición de elemento vertebrador de tantas y tantas familias. Cuando no se entiende que el fútbol es, entre muchísimas cosas más, la mejor medida del tiempo, el más eficaz método para fijar en la memoria momentos felices, pasiones compartidas, seres queridos. Y siento una ligerísima lástima compasiva por aquellos que jamás conocerán la ilusión común de abuelo y nieto ante el AS de mañana.
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Precioso y emotivo artículo.
Gracias y enhorabuena.
Yo siempre recordaré como me hize madridista en mi niñez en la derrota, concretamente en las ligas perdidas en Tenerife, el cabreo que tenía mi padre y yo que en esa primera liga cuando remontó el Tenerife fué la primera vez que sentí algo por el fútbol (en éste caso ya no me acuerdo si más enfado o tristeza), en la segunda liga fuimos a ver el partido a un bar y al descanso con el 2-0 nos fuimos, por eso cuando me dicen que lo fácil es ser del Madrid y que hay que ser del equipo de tu ciudad etc a mí me entra la risa, el listón del Madrid está muy alto y lo que al resto de clubes les puede valer al Madrid no, veo las últimas finales de champions y siento alivio más que alegría con las victorias del Madrid.
Precioso artículo. En mi caso, el último mal llamado Clásico de mi padre (83 años, madridista que traspasó a sus hijos, legendario contador de historias de Alfredo, Gento y los grandes), sucedió hace ya dos años, el 1-2 que les metimos en el Nou Tramp con goles de Alaba y Lucas Vázquez. Junto a su cama del hospital, mirada ya casi perdida por los estragos del tumor, con la pantalla del teléfono, me puse a su lado. Su último clásico le causó una de sus últimas sonrisas.
Abrazos madridistas.
Mi padre falleció este jueves, compartiamos muchas cosas pero sobre todo esta pasión obsesiva que era para nosotros el Real Madrid. Este artículo me ha hecho soltar una lagrimilla porque me recuerda que el Madrid es el nexo de unión de mucha gente.
No puedo sentirme más orgulloso de mi padre y de este gran club. Han sido, son y serán una parte vital de mi vida.
Me despido como siempre hacía el: Cuidaos mucho y ¡Hala Madrid!