El último cartucho

Llegué al fútbol tarde, muy tarde. Mis carencias como aficionado madridista son tan grandes que por no tener no tengo ni recuerdos de la Séptima. Mi padre, que a sus 83 años atesora —imagino que para compensar el déficit de madridismo que yo he ocasionado a la familia— todos sus recuerdos más aquellos de los que yo carezco, me dijo el otro día —mientras comíamos una buena sopa de pescado— que todavía quedaba mucha Liga. Lo dijo entre cucharada y cucharada, dejándolo caer como una piedra en un estanque, levantando la vista del plato y viendo cómo se extendían en mi semblante las ondas del agua y la esperanza.

Vive solo, a cuarenta kilómetros de mi casa, con su discreta foto de la Sexta en el salón y la gastada manta de angora de mi madre envolviéndole las piernas. Últimamente, en un vano afán por completar todos esos recuerdos madridistas de los que no pude disfrutar, estoy intentando recuperar el tiempo perdido. Nunca tuve una camiseta, un partido o un jugador, solamente una frase que yo, cada vez que pierde el Madrid y el tiempo está a punto de agotarse, repito en voz baja, instintivamente, como un legado: “El último cartucho”.

Mi padre siempre decía (y a Dios gracias, continúa diciendo) “El último cartucho” y lo decía así, desnudo, lacónico. El partido agonizaba, el Madrid perdía y mi padre, en uno de los últimos ataques antes de que el árbitro pitase el final, murmuraba: “El último cartucho”.

Y juro que funcionaba, vaya si funcionaba, tanto que yo, cada vez que jugaba el Madrid e iba perdiendo, dejaba el tebeo, el Fort Apache o el Madelmán, y me colocaba a su lado, esperando primero el disparo y luego el gol del Madrid. Las remontadas de los 80, la Liga de Capello o el Gol de Ramos de la Décima no son más que versiones, más o menos largas, del último cartucho de mi padre.

Hoy, el famoso espíritu de las remontadas —posiblemente uno de los rasgos que más ha caracterizado históricamente al Real Madrid y que más ha unido a su afición— ha desaparecido. Hay una parte del madridismo mucho más preocupada por la cesión de Odegaard (algo que, dicho sea de paso, no entra ni entre mis cien primeras preocupaciones como aficionado madridista) que por intentar remontar la Liga.

Soy de una generación en la que a los entrenadores se les juzgaba por los títulos ganados. Ahora eso, por lo que leo y escucho con tanto estupor como desesperanza, también ha cambiado. A Zidane ya se le ha juzgado (y condenado) antes de terminar la temporada, y no por los títulos, ya que todavía quedan los dos más importantes en juego, sino porque no es el entrenador adecuado para el Real Madrid, siendo esta sentencia, que últimamente ha cuajado entre gran parte del madridismo, una secuencia lógica de estos convulsos tiempos digitales: los entrenadores que había detrás de cada artículo, tertulia, reportaje o tuit, han evolucionado y ahora ya son directores deportivos.

Es la primera vez, al menos que yo recuerde, que un entrenador del Real Madrid tiene que preocuparse más de lo jugadores que utiliza, descarta o cede, que de ganar títulos. Y a mí este sindiós, acostumbrado al madridismo resultadista de mi padre, me parece sumamente preocupante; ya ven, si seguimos este camino estamos a pocos pasos de que no nos puedan entender o de hacer sesudas tertulias sobre el estilo.

Mi último cartucho, a pesar de que todo está en contra y de ese pesimismo pegajoso que actúa como un lastre mental y físico, se extiende no solo a esa Champions que está a 7 partidos de hacerse realidad, sino también a la Liga. Sé que es prácticamente imposible, pero también sé, y para ello solo hace falta darse una vuelta por el Museo, que si el aficionado madridista hubiese dado a esa palabra, imposible, la misma acepción que el resto de los equipos, ahora seríamos uno de ellos y no el más exitoso de la historia. Es una cuestión de fe, de creer, independientemente de que no haya ningún motivo para hacerlo. Esa y no otra es la esencia del madridismo. Igual ahora, cuando apenas quedan balas y la desesperanza lo tiñe todo, es el momento de abrazarla.

Hasta el final, vamos Real no es más que el último cartucho de un padre y un hijo en busca de nuevos títulos, de recuerdos que guardar, ahora sí, juntos, como un tesoro familiar.

Fotografías: Getty Images.