Hoy, que empieza agosto, el Madrid no tiene un 9 en su plantilla, un hecho insólito que no ocurría desde que aún existía el imperio austrohúngaro, Joselito y Belmonte eran novilleros y Danzig todavía era una ciudad alemana. Pero recordaba hace unos días Alberto Cosín aquí, en La Galerna, que hace justo diecisiete años, unas semanas después de que Zidane jugase su último partido como futbolista profesional, se presentó en el Bernabéu el que fuera el último delantero centro premoderno de la historia del Real Madrid. Parecía Don Draper aterrizando en el aeropuerto de Los Ángeles: traje color camel, corbata azul, camisa blanca, pelo oscuro ligeramente despeinado y la determinación, en la mirada, de agujerear todas las porterías del mundo. Era Ruud Van Nistelrooy y, aunque nosotros no lo supiéramos todavía, acababa de empezar la mejor Liga de nuestras vidas.
A su lado, dándole la camiseta en la que no había un 9, sino el 17, estaba Ramón Calderón, pero hay cosas que es mejor olvidar. En el Madrid, muy rara vez algo es normal. Es como tiene que ser, y no hay vuelta de hoja. Yo había cumplido dieciocho años un poco antes, me tocaba empezar en la universidad al final de aquel verano, pero en mi vida, para qué negarlo, tampoco las cosas han sido muy normales. Todos mis amigos se iban a ir cuando llegara ese otoño, cada uno a un sitio, cada uno a hacer algo distinto. Yo, como dice Ángel del Riego de Bernabéu, necesitaba algo que fuera “una manera de combatir el desconsuelo de la vida, de no morirse de pena por el camino”, agarrarme a algo como sea. Ese algo fue Van Nistelrooy, Van The Man, un samurái de Kurosawa en una aldea llena de bandoleros.
Aquel verano me condenaba a seguir colgado de un par de asignaturas del eterno bachillerato y sobre todo, a no ver nunca más a Zidane vestido de blanco. El paso de España por el Mundial había sido, como dijo una vez Valdano del Liverpool de Benítez, una mierda pinchada en un palo y puesta al sol a secar. Me había tragado todos los partidos, había hecho a mi padre comprar un TDT, pero el histrionismo de Andrés Montes arrojó por la ventana la sobria austeridad de José Ángel De la Casa: los chascarrillos incongruentes y el tono desenfadado de Míchel, el contraste perfecto del laconismo de De la Casa, fueron reemplazados por los gritos, el tono de las madrugadas de la NBA, la multiplicidad de los “micrófonos a pie de campo”, el de las motos agitando a las masas sobre un escenario cuando jugaba la Selección, en fin, la decadencia y la muerte de la infancia feliz. Por si fuera poco las mujeres no me hacían demasiado caso, Florentino hacía meses que se había marchado y verdaderamente empezaba a asumir que no iba a volver, la presidencia del Madrid se rifaba en una tómbola, el Barcelona era el campeón de Europa y yo me quería morir. Era un tiempo oscuro en el que se derrumbaban todas las certezas. Zapatero celebraba los títulos con Laporta, en el césped, y en los bares yo escuchaba una sentencia lúgubre: el Madrid jamás ganará nada con un gobierno socialista, y los socialistas, por aquellas fechas, parecía que iban a estar mucho tiempo en el gobierno. El Madrid, como la quintaesencia de una forma concreta no ya de ser español, sino de ser en el mundo, parecía proscrita, vista para sentencia: una antigualla, una cosa absurda del pasado que estaba condenada a la desaparición. Ya no estaba el gran hombre en la última planta de palacio, con la luz encendida mientras la nación madridista dormía. No había nadie previendo el futuro, el gran salto adelante hacia el mañana que era el florentinismo, se había parado de golpe, en seco. Mirábamos asustados hacia las luces que aparecían de pronto por la carretera, como los conejos. El futuro era un coche que nos estaba pasando por encima.
Yo, como dice Ángel del Riego de Bernabéu, necesitaba algo que fuera “una manera de combatir el desconsuelo de la vida, de no morirse de pena por el camino”, agarrarme a algo como sea. Ese algo fue Van Nistelrooy, Van The Man, un samurái de Kurosawa en una aldea llena de bandoleros
Entonces, Van Nistelrooy se puso a meter goles. Yo creo que metió goles hasta en el trayecto en avión que lo trajo desde Manchester a Madrid. Además, tenía una forma de celebrarlos que te hacía creer que, con cada gol, estabas entre los que daban un golpe de Estado libertario. Chutaba a puerta como disparando ráfagas con un kalashnikov, remataba de cabeza dinamitando puentes del enemigo. Era una cosa extraordinaria, por él y no por Kaká, Robben y Cesc, yo, que no me perdí un día de la estrambótica campaña electoral entre Calderón, Baldasano, Villar Mir, Lorenzo Sanz y Juan Palacios, quería que ganara Calderón.
Como cuando se moría un emperador romano, cinco comandantes de los pretorianos se jugaban a los dados una corona que a ninguno pertenecía, arrojando montañas de oro a la tropa y al pueblo, por ver quién se ganaba su favor. Calderón, quien los hechos posteriores demostraron que era el que menos vergüenza tenía de todos, era el que más y mejores monedas tiraba al populacho: Mijatovic, Capello, Cannavaro, Kaká, Fábregas, Robben, Van Nistelrooy, Diarra, hasta Vlade Divac para el baloncesto, lo que hiciera falta, si llega a decir que tenía en el bote a Michael Jordan, también me lo hubiera creído. Estaba en un momento de mi vida en el que necesitaba creer. Necesitábamos creer.
Llegaba con 30 años del United, un poco como si fuera un desecho de tienta. Era aquel tiempo extraño, previo a la revolución total que sucedió al lanzamiento desde el espacio de las bombas atómicas Cristiano y Messi, en el que los jugadores de 30 años tenían fama de viejos. Van Nistelrooy llegó al Madrid como de segunda mano. Pronto se encargó de desmentirlo
Creímos en Van Nistelrooy, que desde el principio saltó a jugar consciente de esa necesidad de milagros que se apoderaba de su nueva afición. Yo creo que se alimentaba de ella para llenar el cargador de su fusil. Llegaba con 30 años del United, un poco como si fuera un desecho de tienta. Era aquel tiempo extraño, previo a la revolución total que sucedió al lanzamiento desde el espacio de las bombas atómicas Cristiano y Messi, en el que los jugadores de 30 años tenían fama de viejos. Van Nistelrooy llegó al Madrid como de segunda mano. Pronto se encargó de desmentirlo. Lo cuenta Cosín en su semblanza, seguía siendo una máquina de meter goles, contó 24 con el Manchester en su último año, 21 sólo en la Premier. Ahora esa cifra es casi una miseria, pero Raúl, por ejemplo, había sido pichichi de la Liga con 21 goles, unos años antes. Van Nistelrooy llegaba a un desguace galáctico: Ronaldo era una sombra, Capello prometió hacerle correr y él se reía, por lo bajini, como si supiera que aquellas no eran más que las agonías de la muerte. Que correr, iba a correr Rita. Raúl sí que corría. Se había comprado en Decathlon una cámara hiperbárica en la que dormía, según su prensa de cámara, solo por las noches. Raúl corría tanto como Forrest Gump, pero, tras la apendicitis y la lesión de rodilla, era como el Cid muerto montado a caballo a las puertas de Valencia.
En Old Trafford, a Van Nistelrooy le había pasado un poco lo que aquí a los madridistas. Abramovich había irrumpido en Inglaterra cabalgando un elefante de oro. Su Chelsea se había traído a lo mejor que había en Europa en aquel momento, empezando por Mourinho, y las viejas glorias -el United de Ferguson, el Arsenal de Wenger, el Liverpool de Houllier, luego de Benítez- reaccionaban como podían al tsunami azul que se lo llevaba todo por delante. En un United de entreguerras, después de Beckham y antes de que Cristiano cogiese de verdad galones, Van Nistelrooy surfeó la ola con su estilo primigenio, realmente clásico, de juego: alto, poderoso y altivo, se movía como cuentan los corresponsables antiguos del ABC que se movía Inglaterra en los conflictos mundiales. Empezaba muy lento, siendo yunque. Recibía hostias como panes de los centrales, que aunque le ganaran el sitio en un primer momento, eran incapaces de derribarlo del todo. Cubría la pelota como un pelotón de legionarios romanos en formación tortuga, y a partir de ahí, era martillo, martillo. Su cuerpo, en apariencia demasiado grande y poco apto para la velocidad, adquiría una ligereza de ninja. En un parpadeo se había hecho con la jugada y estaba disparando a portería, sin que los marcadores supieran qué había pasado. Jugaba con una brújula en el cogote que siempre marcaba al norte, por eso no le hacía falta mirar hacia donde estuviera el portero. Era capaz de armar las dos piernas, poca cosa a simple vista, como el que amartilla un revólver. Fuera del área parecía un torero al otro lado del Telón de Acero. Dentro, era una pantera.
Van The Man era mi “nick” en Messenger, con eso lo digo todo. Aún hoy hay algún amigo de aquellos años que me lo recuerda. Fue un héroe popular en sentido estricto. España se despeñaba por el precipicio de la gran crisis, que en realidad fue un ajuste monstruoso que nos dejó a todos más pobres y menos libres
Seguí su fichaje con angustia. Van Nistelrooy era un chute de energía, un jirón de la vieja Europa del fútbol, del mundo del fútbol de toda la vida. Era un tipo sencillo que destrozaba porterías y enardecía a la grada con el puño en alto. Celebraba los goles como si le prendiera fuego a los estadios, llevaba ese eco atronador del fútbol inglés dentro de sus botas y se lo trajo aquí para despertar algo antiguo, una rabia, que llevaba apagada en el Bernabéu desde hacía demasiado tiempo. Como era un tiempo en el que escuchaba el fútbol en la radio todavía, alguien, creo que Alejandro Romero, lo bautizó como el Rey Pescador. Van The Man era mi “nick” en Messenger, con eso lo digo todo. Aún hoy hay algún amigo de aquellos años que me lo recuerda. Fue un héroe popular en sentido estricto. España se despeñaba por el precipicio de la gran crisis, que en realidad fue un ajuste monstruoso que nos dejó a todos más pobres y menos libres. Ni siquiera, por ventura, nos quedaba al Madrid. Calderón ganó las elecciones pero luego supimos que, en realidad, había habido trampas, y como si presintiera que la policía judicial acabaría, un par de años después, registrando el Bernabéu en busca de sacas de votos pestilentes, Divac se fue a la semana de haber venido, imagino que con la cuenta corriente algo más ancha. Mijatovic cumplió en parte su palabra: llegaron veteranos experimentados, Emerson, Diarra y el flamante campeón del mundo y Balón de Oro, Cannavaro, que en la Juve nos parecía Mastroianni en La Noche y, aquí, Alfredo Landa en Amor a a la española. Pero sí que vino Van Nistelrooy, y su presencia en aquel paisaje en ruinas hizo carne la frase con la que Capello, una década después, se había presentado en Madrid unas semanas antes: recuperar el orgullo de la camiseta blanca. Recuerdo que durante ese año mis fines de semana consistieron en beber vodka con limón hasta doblarme de rodillas, los sábados por la noche, y atravesar las resacas a bordo de un cohete espacial llamado Van Nistelrooy. Como sería la cosa que dijeron que nunca había marcado desde fuera del área y le marcó uno a Osasuna desde la plaza en la que tiran el Chupinazo el día de San Fermín.
Resulta increíble que su debut oficial con el Madrid fuese un 0-0 en el Bernabéu frente al Atlético. Pero así es la vida, una broma imposible de predecir. Van Nistelrooy conectó desde el principio con algo muy íntimo y profundo que recorre la tribuna del estadio: jugaba con el cuchillo entre los dientes, como si cada pelota suelta en un pico del área fuera la diferencia entre sobrevivir o estar muerto. Metió 25 goles y se lesionó en el partido decisivo, en la primera final de verdad que jugó el Madrid en cinco años, el último partido de la Liga 2006-2007, con el Mallorca. Aquello, por supuesto, también formaba parte del plan diabólico con el que una inteligencia superior se entretiene mientras nosotros agonizamos y cuyo nombre terrenal es el de Real Madrid. Pero Van Nistelrooy, aquel año, ya había metido todos los goles que había tenido que meter, entre ellos uno de los más bellos y poéticos de la historia del club, la sinfonía al primer toque contra el Valencia, en el que fuera, probablemente, el primer partido de la serie de alocadas peripecias que terminaron con la remontada de todos los tiempos.
Van Nistelrooy amó cada minuto de los que jugó como futbolista del Madrid. Le metió goles a todos: al Barcelona, al Atlético, a la Juve, a la Lazio y a la Roma, al Betis y al Sevilla, al Bilbao, al Valencia, fue nuestro cañón de Navarone, y aunque sus últimas temporadas de blanco ya éramos la flota española en Santiago de Cuba, en el 98, estoy convencido de que habría podido hundir a un acorazado yankee mientras se iba de cabeza al fondo del mar. Al año siguiente de La Trigésima, la única Liga que tiene nombre y hornacina en la catedral madridista, llegué por fin a Sevilla, a la universidad. Lo primero que hice fue ir al Corte Inglés y comprarme su camiseta.
una noche desaparecerá el mundo y Van Nistelrooy rematará de cabeza, al segundo palo, el último cascote de chatarra espacial que quede por ahí flotando
La conservo como oro en paño, aunque se le hayan caído todas las letras. Con ella puesta vi la final de Milán: ante la circunstancia de poder comerme 20 horas en autobús desde la Lombardía con una derrota en los huesos, me la puse como si fuera el manto de una Virgen. No me falló, ¿cómo me va a fallar Van Nistelrooy? Con la última, la de París, lo mismo, aunque no me moví de mi casa. Con ella puesta, celebré la 14 bailando sevillanas. Siempre es lo mismo, una armadura, un fetiche. Su 17 lo heredó Arbeloa y en cierto modo siguió siendo un número de la gente, un número especial. Cuando en 2010 Mourinho pidió, en Navidad, un delantero centro de repuesto, su nombre volvió a sonar y estoy seguro de que habría venido al Madrid andando, desde Hamburgo. Todos nuestros recuerdos habrían hecho el camino, con él. Su último gol fue al Xerez, ya el año de los galácticos, tras tirarse un año entero con la rodilla colgando. Aquella lesión fue el final de muchas cosas, fue romperse él y quebrarse la voluntad de resistencia del último Madrid ganaligas de entreguerras. Creo que habría podido meter goles desde el hospital, pero una noche desaparecerá el mundo y Van Nistelrooy rematará de cabeza, al segundo palo, el último cascote de chatarra espacial que quede por ahí flotando.
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A veces la memoria nos juega malas pasadas y engrandece a nuestros ídolos. Vi jugar a Van Nistelrooy en su mejor momento con el Manchester United, en Inglaterra una vez y en Madrid, en aquella eliminatoria de 2003, donde me pareció un jugador impresionante, sobre todo físicamente. Un 9 de manual, tremendo en el juego aéreo pero no exento de calidad. Se movía con agilidad a pesar de su altura y tenía un sexto sentido para la colocación, y por lo tanto para el gol. Creo que ha sido de los delanteros centros que más me ha impresionado ver jugar en el Bernabéu y he tenido la suerte de ver a muchos. Llegó al Madrid muy tarde, con 30 años. Jugó una gran primera temporada pero luego se pasó las dos siguientes entre lesión y lesión, con muchísimos problemas físicos. Para mí, que lo había visto en plenitud, fue una pena tenerlo con esa edad. Aún así guardo un gran recuerdo de su primera temporada donde estuvo magnífico. Alguien como él nos vendría genial este año. Por aquel entonces Ruud alternaba con Ronaldo Nazario e Higuain. Hubo un tiempo en el que en el Madrid jugaban dos delanteros centros de ese nivel, aunque ahora nos parezca mentira.