En junio de este año se cumplió una década desde que José Mourinho abandonase el Real Madrid. Lo recuerdo bien porque estuve allí. Fue un partido intrascendente contra el Osasuna en el que medio campo gritó contra la prensa y el otro medio aguardaba para leer al día siguiente a Relaño. La sensación de derrota era total, más que de derrota, de fin de algo, no ya de una era sino de un gran amor. Me quedé hasta que la seguridad del estadio me dijo que ya era hora de largarse: había pasado media hora del pitido final, todos se habían ido, Mourinho agradeció con palmas a los ultras del fondo sur y se marchó por el túnel de vestuarios para no volver a cruzarlo nunca más.
Así acaba todo, no como un derrumbe sino como un suspiro. Yo me fui del Bernabéu cabizbajo y me mezclé entre la marea que bajaba La Castellana hacia Gregorio Marañón considerando que los turcos habían entrado verdaderamente en Constantinopla y que todo estaba perdido. Hace unos días Mourinho ha vuelto a comentar a los periodistas que se sentirá madridista toda la vida y yo al leerlo he sonreído. Su fichaje, trece veranos atrás, fue el último resplandor del firmamento galáctico de mi vida como madridista.
Le vendí mi alma a Mourinho. en el verano de 2010, era un semidiós, la prueba viviente de que otro Madrid era posible. Más que por eliminar un paso antes de la final en el Bernabéu al Barcelona, yo ansiaba que viniera porque era sencillamente el mejor
Le vendí mi alma a Mourinho. El día en que lo anunciaron estaba tan nervioso como la tarde de una final de la Copa de Europa. Ahora vive en Roma como un rey desterrado, un rey sin reino exiliado como Alfonso XIII tras el advenimiento de la República. Pero, entonces, en el verano de 2010, era un semidiós, la prueba viviente de que otro Madrid era posible. Mourinho caminaba ondeando al viento su capa de superhéroe de la modernidad y el Madrid era un imperio arrasado por los hunos. Él, sin embrago, había ganado el triplete con el Inter y más que por eliminar un paso antes de la final en el Bernabéu al Barcelona, yo ansiaba que viniera porque era sencillamente el mejor.
Después lo siguió siendo a lo largo de tres años terribles, excitantes, tan irrepetibles como agitadores. Al cabo de ese trienio Mourinho se fundió, como Napoleón, extenuado por un combate asimétrico contra todo un país, España, que lo odiaba por saber, en el fondo, que era capaz de resucitar al muerto enjoyado que era el Real. Yo fui de los que creyó que después de Mourinho se acababa el Madrid y resultó que a su marcha el Madrid comenzó su Edad de Oro. Y él, el hombre que abonó el campo, el que lo fertilizó con su propio talento, se dejó en España la carne de su genio para pasear después, por Inglaterra, tan sólo la osamenta.
Al cabo de ese trienio Mourinho se fundió, como Napoleón, extenuado por un combate asimétrico contra todo un país, España, que lo odiaba por saber, en el fondo, que era capaz de resucitar al muerto enjoyado que era el Real
Yo estaba en Sevilla, en mi primer piso de estudiantes, apenas terminando los exámenes finales del tercer año de carrera. Aun existía el Teletexto, estoy hablando de un tiempo remoto en el que la BlackBerry era el teléfono móvil más vendido y yo atravesaba la ciudad de camino a la facultad escuchando música en mi iPod. Steve Jobs todavía estaba vivo y Guardiola parecía que independizaría Cataluña con la siguiente goleada al Madrid en el Bernabéu. El runrún de que Mou vendría llevaba sonando desde hacía meses, casi que era evidente desde la noche en que Diego Milito hizo campeón al Inter en Chamartín, Mou era el anti-Pep que el hombre madridista necesitaba para no caer en la depresión y en el alcoholismo, un cirujano de hierro que enderezaría el rumbo incierto de una nación aterrorizada con la idea de convertirse en el Benfica del siglo XXI.
Y Mou llegó. Me lo dijo el Teletexto una mañana temprano. Recuerdo aquella salita con sus dos sofás rojos, el gotelé de las paredes, la bandera del Cádiz de uno de mis compañeros colgada en la pared, la reja y el pequeño balcón que daba a un patio interior. Yo miré todo aquello como si fuera Cuzco a mis pies y yo, como Pizarro, estuviera montado encima de un caballo: tierra a conquistar.
Mourinho plantó cara, miró de frente a la Historia. Entró a caballo por el Bernabéu y se sirvió el mejor champán, el que tenían guardado en las catacumbas los éforos del club para cuando resucitara el don Santiago que ellos se forjaron un día en sus apulgaradas imaginaciones. Mourinho abrió las botellas a sablazos y no respetó ningún ídolo, sólo el código ancestral que está en el fondo de todo, el puñal ensangrentado en la luz blanca. Se saltó todos los semáforos en rojo y agarró del pecho al viejo rey que era el Madrid para recordarle a gritos que la sangre que le corría por las venas seguía siendo la mejor sangre, la más noble y brillante. Que dentro de su cuerpo esclerótico aún latía un imperio. En esa empresa gastó las toneladas de su talento como héroe y estratega: arañó, mordió, combatió la tiranía ideológica del barcelonismo cuando el barcelonismo era el Ferrari descapotable en el que viajaba el Procés. Se sacrificó él mismo en el altar del futuro, pero el Madrid reaccionó. Como un gigante monstruoso aletargado por un sopor de siglos, empezó a despertar, lentamente, y todas las terminales de su inmenso cuerpo (aficionados españoles, aficionados de ultramar, peñas, dirigentes, jugadores, así hasta la cúspide de la pirámide, Florentino) se movieron en la misma dirección.
Se saltó todos los semáforos en rojo y agarró del pecho al viejo rey que era el Madrid para recordarle a gritos que la sangre que le corría por las venas seguía siendo la mejor sangre, la más noble y brillante. Que dentro de su cuerpo esclerótico aún latía un imperio.
Recuerdo su presentación, bronceado, el pelo gris y el traje color marengo. Sonreía, estaba en el centro del mundo, la misma sala de prensa en la que ocho años antes el mismo Florentino había presentado a Ronaldo Nazario. Sabía cuál era su misión, interponerse entre el Madrid y el Apocalipsis. Su gesto era confiado, el de una estrella de rock, el de un destructor de mundos. A partir de su segundo año dejó de usar el traje y eso fue un indicio claro de que empezaba a sentir sobre sí el peso infinito de todas las cosas. Su último año en el Madrid fueron los Cien Días de Bonaparte regresando de Elba para caer otra vez en Waterloo, una y otra vez, hasta aquella noche de Waterloostadion de Dortmund, que fue la última de verdad. Después de eso ya no hubo nada más, sólo una casi remontada y una final de Copa perdida en casa frente al Atlético. Cuando pude ver a Benzema el pasado mayo, en La Cartuja, a pocos metros de mí, levantar la Copa del Rey con el brazalete de capitán del Madrid tras vencer al Osasuna, me acordé de aquello y del último partido de Mourinho en el Madrid. Contra el Osasuna, en Sevilla. La vida, a veces, te hace creer que te devuelve cosas.
Llegó al Madrid el mismo verano que España ganó el Mundial. Aquello marcó del destino de su lucha: iba a ser una guerra de exterminio contra todo el país. Los enemigos de España convirtieron a aquel impresionante equipo de Del Bosque en el campeón de todos los pueblos humillados y ofendidos por los Austrias y los Borbones de toda la historia de Iberia. Era el éxtasis de la agitación y de la propaganda, un ejército de tontos con micrófono acababa de levantar en Sudáfrica la Copa del Mundo y él, lanzado en paracaídas encima de todo eso, se ponía voluntariamente en medio, negándoles la mayor.
El Madrid de Mourinho era el equipo del Gran Inquisidor. Eso se notó. Física y moralmente Mourinho se agotó y acabó dejando España adusto, con el cerebro seco y el gesto torcido. Había retado él sólo a la España del a qué quieres que te gane, el país de la mediocridad satisfecha de sí misma. Mourinho sacudió las alfombras de una nación apolillada justo cuando el malvado Lucifer blanco se arrodillaba ante Guardiola y Messi para pedirles una tregua. Eso fue imperdonable. Mourinho pagó.
Se sacrificó él mismo en el altar del futuro, pero el Madrid reaccionó. Como un gigante monstruoso aletargado por un sopor de siglos, empezó a despertar, lentamente, y todas las terminales de su inmenso cuerpo se movieron en la misma dirección
Mi madridismo a aquellas alturas era pura militancia. Mourinho fue una bandera para cientos de incomprendidos, parias o náufragos como yo que nos terminamos juntando alrededor de la hoguera de Twitter de manera natural. Nos reconocíamos por lo que amábamos y por lo que odiábamos. Amábamos al Madrid y odiábamos a sus enemigos, que eran todos los que pretendían utilizar sus posiciones de poder para influir en la trayectoria del Madrid a despecho de los intereses y de su salud financiera y moral, como organización humana y sociedad deportiva. Gritábamos Drain The Swamp y escuchábamos Thunderstruck de AC/DC antes de los partidos. Creíamos en la nobleza de las intenciones y, como cantaba Loquillo, en la búsqueda de la verdad empeñamos nuestros sueños.
Con Mourinho se vivieron años grandes y terribles que despertaron lo más parecido a una conciencia social que existe en ninguna afición de ningún club de fútbol. Era una oposición general a la mentira y a los mentirosos, por eso Mourinho perdió y tuvo que irse. Su fichaje fue la promesa de una redención y él aplicó electroshock a un muerto. El muerto resucitó. Fue una potencia transformadora y por lo tanto su carrera no ha llegado a las dos décadas. Ahora, en Roma, acepta “small risks” y es una versión reducida de sí mismo. Ha aceptado sardónicamente, con cinismo, el gran circo del fútbol, y aún se atreve a proclamar verdades.
Con Mourinho se vivieron años grandes y terribles que despertaron lo más parecido a una conciencia social que existe en ninguna afición de ningún club de fútbol. Era una oposición general a la mentira y a los mentirosos, por eso Mourinho perdió y tuvo que irse
Con su brillante mente de esgrimista dialéctico, nos puso a todos a decir palabras en inglés que revelaban la verdad de otro mundo, oculta tras el burocratismo que atenazaba el movimiento del Madrid como club igual que si fuera un gran ministerio. Con Mou decíamos “top”, “upgrade” y “special”. De esa dialéctica suya tan moderna se impregnó Twitter, que empezó a hablar en otro lenguaje muy diferente del que utilizaban en la prensa convencional los lacayos sin librea que pululaban y pululan todavía por ella. Lo cambió todo. Era capaz de tumbar a un tío en la sala de prensa con una frase, como si fuera un pistolero del Oeste. Sus líneas de guion se las escribía Dashiell Hammett.
Es un genio que ha sobrevivido a su propio final y en Roma sigue habitando un palazzo al sol en el que, en una habitación que se lleva todo el día en penumbra, estoy convencido de que recrea en una mesa, con figuritas de plomo, aquella última batalla de cuando fuimos los mejores, la no-remontada del Borussia, mirándose a un espejo rococó y preguntándose qué habría pasado, donde estaríamos ahora (él, yo, el mundo, todos nosotros) si aquel día hubiera sacado a Benzema diez minutos antes.
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Va de estilos literarios. Antonio Valderrama es puro barroco. En contraste, Ramón Álvarez de Mon es rococó.
Soy mourinhista. Y siempre lo seré. Las razones son tan obvias como madridistas y valientes.
Nadie como él supo plantar cara a the Tinglao. Y lo pagó con su salida. Su sacrificio no fue en vano.
Y sobre el "dedo que señala nuestro camino" puedo decir que metafóricamente me pareció un acierto completo.
Respecto a aquella trifulca en el tramp nou , puedo decir que pito vilanova y otros "profesionales" culers faltaron gravemente el respeto a compañeros de profesión, en particular, y al madridismo en general. El acoso fue brutal y la reacción , aunque no pueda ser justificada , humana. Tot dit al cul !
Puntualizando, que es gerundio... Jose no hincó el dedo en el ojo ajeno, no. Estricta y técnicamente fue un pellizco en los párpados aplicando una presión moderada.No hubo el Mas
mínimo riesgo de tener otro oriol junqueras.