En el verano de 2005 España se parecía, en su aspecto exterior, al mismo país que era en el verano de 2002. Pero, en realidad, habían cambiado muchas cosas, cosas profundas que no se veían a simple vista. Por ejemplo, Florentino ya no era el superhombre capaz de todo que había sido hasta un par de veranos antes. Por lo menos, no lo parecía. La imagen del hombre decidido y audaz, emprendedor, al que ningún obstáculo podía frenar en su empeño de colocar al Real Madrid sobre el techo del mundo, empezaba a resquebrajarse. En ese momento no teníamos ni idea de lo cerca que estábamos de ver cómo se resquebrajaba del todo. Todavía éramos lo suficientemente jóvenes como para ilusionarnos como chiquillos con la reindustrialización del proyecto galáctico que el presidente Pérez acometió, en el que sería su último estío al frente del club por una larga temporada. Pero sí. Florentino estaba cansado y nosotros apenas nos dábamos cuenta.
Aquel verano yo ya era un adolescente y empezaba a vivir el madridismo no como una bella canción infantil sino como una militancia con tintes obsesivos. Había cambiado las jornadas eternas en la playa por las clases particulares de matemáticas e inglés. El acné me traía por la calle de la amargura. Ya no estaba en el colegio, sino en el instituto. Llevaba vaqueros con chanclas porque me parecía moderno y me rapaba prácticamente al cero, en una más de todas esas dudosas decisiones de naturaleza estética a partir de las cuales, con mucho esfuerzo y bastante dolor, uno va buscando su propia identidad a lo largo de los terribles años de la madurez.
Mi madridismo militante era una cosa a medias de la edad y a medias de un hecho fundamental: el Madrid, el gran Madrid galáctico que había construido Florentino desde el año 2000, perdía. Se desmoronaba, y dado que mi infancia resplandecía con el recuerdo idealizado del Madrid de Zidane, su decadencia era tan insoportable como el momento inmediatamente posterior a que te digan que los Reyes Magos no existen. Desde marzo de 2004, un poco como la nación española, el proyecto feliz y majestuoso con el que Pérez había transformado el fútbol mundial venía finiquitándose de a poquito al mismo tiempo que el Barcelona, con Laporta, Rijkaard y Ronaldinho, ganaba y se engrandecía a ojos del universo. La idea suntuosa del enamoramiento global que subyacía en el programa florentinista de fichar a los mejores, y levantar con ellos una pirámide faraónica de fútbol y de emoción, se había trasladado al otro lado; Pérez quemaba entrenadores cada vez más rápido y tomaba decisiones cercanas al estrambote como recuperar a viejas leyendas del fútbol moderno como Sacchi en un intento desesperado por revertir la situación. De ese modo, se llegó a Vanderlei Luxemburgo.
El mismo año que había empezado con el sueño del triplete y el fútbol-champán del Madrid de Queiroz terminó con un desconocido en el banquillo. Lo único que en España sabíamos de Luxemburgo era que le gustaba formar a sus equipos en torno a un misterioso “cuadrado mágico” y que concebía ideas audaces que parecían anunciar un fútbol del futuro: aquel verano de 2005, durante un amistoso, hizo jugar a Raúl con un pinganillo pegado a la oreja a través del cual él iba dándole instrucciones. Prescindía de los extremos y, se supone (por ser brasileño), iba a hacer que el Madrid jugara otra vez como los ángeles. Todo su poder de seducción procedía de su extraordinario debut, en aquellos seis minutos mágicos en la víspera de Reyes contra la Real Sociedad. Compadre de Roberto Carlos y de Ronaldo, hizo una digna media temporada con un equipo que entre Camacho y García Remón zozobraba siguiendo la estela de un Barcelona fulgurante. Luxa tenía ideas y mando en plaza. Después de dos temporadas decepcionantes, Florentino volvía a apostar a lo grande y acometía reformas que devolvieran al Madrid a la cumbre.
Llegaron muchos brasileños ese verano de 2005. Baptista, una sensación de la Liga, pagado a tocateja al Sevilla. Cicinho, un lateral derecho rápido, técnico y vistoso; Robinho, un fenómeno mundial, el nuevo Pelé con el que contrarrestar el efecto Ronaldinho. Llegaron también otras atracciones sudamericanas: dos uruguayos, uno bien contrastado en España, Pablo García, y otro vendido como un portento, Diogo, con el que iban a temblar los carriles de España. Se subieron canteranos: Jurado, que era el Zidane de Sanlúcar, la perla del Castilla, y Arbeloa, de perfil camachista y que ya había debutado con un gol en el Villamarín. Se fichó largo y tendido, se ficharon veteranos y noveles, mimbres como para cambiar medio equipo. Se había llegado al consenso de que el Madrid galáctico estaba viejo y quemado y que hacía falta refrescarlo, sangre nueva. Florentino escuchaba, demoscópicamente, al pueblo, y el pueblo le pedía eso como un año antes, ante el desplome queirocista, le había pedido cojones y centrales.
Y ese verano llegó, en un último culebrón infinito, Sergio Ramos.
Sergio Ramos llegó al Madrid semanas después de que lo abandonara Luis Figo. Ese reemplazo era un cambio de época, acentuado por la dimisión, meses después, del propio Florentino. El primer galáctico, el galáctico original, el tipo cuyo fichaje había hecho ganar las elecciones al desconocido y gris candidato Pérez, se iba al Inter, expedido de malas maneras por un Luxa para el que no contaba. En cambio, con otro clausulazo semejante al que cinco años antes había ejecutado en las oficinas de la Liga para adquirir al portugués, Florentino fichaba por fin a su galáctico español. Lo había perseguido con Mendieta y con Joaquín, pero el cainismo nacional había impedido que el Madrid los sacara de sus tribus. Al final fue Ramos, que entonces era todo lo contrario de lo que habían sido sus grandes fichajes anteriores.
Pero, ¿quién era Sergio Ramos en el verano de 2005? Visto desde ahora, fue el último golpe de vista genial de la mirada profunda, generacional, de Florentino Pérez. Aquel no era el mejor Florentino. Estaba ya desgastado por la deriva de su gran proyecto. Meses después reconocería que malcrió a sus estrellas, hasta el punto de que lo devoraron a él, que era su padre, como hacen todas las revoluciones. Florentino, un artífice extraordinario del cambio de rumbo absoluto que tomó la industria del fútbol en el cambio de siglo, fue superado por su propia obra. Y ese mismo hombre desbordado por una situación que no había previsto y que no supo reconducir, vio que había un tipo en el Sevilla que estaba cargado de futuro. Un niño de diecinueve años que no era una estrella consagrada, cuyo perfil no tenía nada que ver con el de Figo, Zidane, Ronaldo, Beckham ni Owen. Un niño que costaba la mitad de lo que había pagado por Figo, que ya era Balón de Oro, y que era español. Florentino se anticipaba ya a la gran explosión del fútbol nacional fichando al que sería, a la larga, el símbolo de la selección campeona de todo un lustro después y lo hacía cuando ni Xavi ni Iniesta eran, ni mucho menos, titularísimos en el Barcelona.
Era el verano de La camisa negra de Juanes, el verano en que España comenzó a escuchar reguetón a porrillo. España quería más gasolina y bailaba en trance La tortura, como si se presintieran colectivamente todas las desgracias que estaban a unos años de acaecer sobre el país. Se empezó a relacionar a Ramos con el Madrid a mediados de la temporada anterior. Luis Aragonés lo hizo jugar con España sustituyendo a Puyol y es verdad que, por entonces, tenía un aire al ya consagrado defensa catalán: la melenita era algo puyolesca, aunque menos Tarzán. Ramos era muy moreno, de rasgos marcadamente andaluces. Llevaba una cinta en el pelo, igual que Guti, y en una época pre-Cristiano ya estaba mazado, su cuerpo era muy atlético. Jugaba en el lateral derecho y a esas alturas ya se discutía a Míchel Salgado en el Madrid. Además, tenía una garra absolutamente sudamericana, propia del equipo que lo alumbró, el Sevilla de Caparrós. El mítico Batman de Utrera lo adora, veinte años después sigue enamorado de él, y con razón, porque en un momento de esplendor de la cantera sevillista, Ramos era lo mejor que tenían: un par de años después, Navas y Puerta abrirían el gran ciclo triunfal del Sevilla en Europa, pero Ramos había dado el salto, el gran salto, no sólo al Madrid, sino a la historia del fútbol mundial.
ese mismo hombre desbordado por una situación que no había previsto y que no supo reconducir, vio que había un tipo en el Sevilla que estaba cargado de futuro. Un niño de diecinueve años que no era una estrella consagrada. Un niño que costaba la mitad de lo que había pagado por Figo, que ya era Balón de Oro, y que era español. Florentino se anticipaba ya a la gran explosión del fútbol nacional fichando al que sería, a la larga, el símbolo de la selección campeona de todo un lustro después
Al final de aquella temporada, Ramos le metió un golazo de falta al Madrid en el Pizjuán. Fue un zambombazo a lo Roberto Carlos. Por encima de su técnica, de su empaque y de su físico, lo que destacaba de él era su liderazgo natural. Tenía diecinueve años y jugaba como un jefe, montado a caballo como el mayoral de una ganadería de toros de lidia. Durante todo el verano, según el modus operandi legendario del presidente, Florentino había dejado claro, más o menos, que para que llegara Ramos tenía que irse Owen, cuyo paso por el Madrid fue como el de Anelka pero sin goles decisivos en la Copa de Europa. Cuando se fijó la venta del Balón de Oro inglés al Newcastle, pareció evidente que lo de Ramos era cuestión de tiempo. Pero el tiempo, en verano, en los antiguos veranos florentinistas, era más relativo que nunca. Del Nido, que siempre se ha confesado su amigo, se resistía a darle a Pérez a la joya de su corona, no sólo por dinero sino por la proverbial oposición tribal al Madrid que persiste en los pueblos de España. En el tira y afloja, Ramos demostró su arrolladora personalidad dejando un momento icónico: vestido todo de blanco, traje, camisa, corbata y zapatos, apareció por una concentración de la Selección insinuándose al Madrid con uno de esos gestos que, más tarde, serían tan suyos, gestos barrocos y teatrales que remiten a la Sevilla de los imagineros, de los grandes pintores de la Contrarreforma, de Murillo, de Herrera el Viejo y de Valdés Leal. En Ramos todo era ya pasión, tragedia y fuego, porque en Sergio Ramos estaba ya una de las vigas maestras sobre las que, andando los años, levantaría Florentino, a su regreso, el mejor Real Madrid de todos los tiempos.
La dimensión de Ramos, entonces, era mucho menor que la de Ronaldo en 2002, pero el deseo seguía siendo el mismo. Y cuando España amaneció en septiembre de 2005, Ramos, por fin, era jugador del Real Madrid. Su salida de Sevilla fue como una extracción militar de alto riesgo: el club donde había nacido como futbolista alimentó, porque le convenía a su presidente, un odio absurdo y criminal contra él que ha perdurado a través del tiempo, dando lugar a escenas escabrosas como medio Pizjuán deseándole la muerte a uno de los suyos, años después de que allí mismo cayera fulminado por la desgracia el amigo del alma de Ramos, Antonio Puerta. Ramos se fue al Madrid llevando consigo todo el tiempo esa llama que muchas veces le hacía cometer excesos, pero que, como a Cristiano Ronaldo, terminaba siempre impulsándole hacia arriba, como el aire caliente hace con los globos aerostáticos. Recuerdo perfectamente su debut con el Madrid: en el segundo partido de aquella Liga que había empezado en Cádiz con el brillo dionisíaco de Robinho, Ramos saltó al descanso y su primer balón fue un despeje acrobático a tres metros del suelo, ganando una bola con el empeine en una suerte de levitación que anunciaba su tremenda superioridad sobre todos los demás. Muy pronto pasó de la derecha al centro de la defensa, a donde lo acomodó definitivamente Capello, años antes que Mourinho. En aquella Liga memorable Ramos fue el corazón latiendo todo el tiempo al borde del abismo de un equipo increíble, por disparatado. Fue su primer título de blanco, pero lo mejor estaba aún muy lejos. Hasta convertirse en leyenda, atravesó todos los infiernos que forjan al héroe, pero lo hizo siempre como Atila, en un caballo de fuego. Ramos era lo que siempre había creído que eran los defensas italianos, con la mentalidad de los viejos futbolistas yugoslavos y la sabiduría natural de los cancheros argentinos. Sin embargo, su talento estaba flotando en el futuro, en una noche lisboeta de la que, mucho tiempo después, salvó al adolescente que yo era en 2005 de comerme veinte horas de autobús con lágrimas rojiblancas en las mejillas. Como cantaba Enrique Morente, con él se cayeron las estatuas.
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Excelente artículo, por madridismo sincero y sintaxis exquisita. Que leamos muchos artículos en La Galerna del Sr. Valderrama. Muchas gracias. Ramos, Ramos, catalizador de tantos momentos mágicos de nuestra historia reciente. ¿Por qué te fuiste?
Me parece uno de los mejores centrales de la historia del club. Tremendo su poderío físico, su sentido táctico y su anticipación. No tenía el pie de Hierro ni la elegancia de Sanchís en la salida de balón pero su jerarquía era superior a la de ambos. Si alguien quiere saber a qué me refiero que se ponga el partido de la décima. Durante muchos minutos fue él, el que sostuvo a todo el equipo, mucho antes de su gol, dio toda una exhibición defensiva y de carácter.
Muy cierto. Ramos, como otros grandes jugadores del fútbol (muchos en el Real Madrid), era un jugador con un ego enorme, y trabajó mucho para estar a la altura de ese ego, de esa imagen. "Eres lo que te exiges" le explicó a mis alumnos de la ESO y Bachillerato. Ramos, Ronaldo y otros se exigían mucho porque se tenían en mucho. Ese espíritu de Ramos encajó perfectamente con el Madrid, club que, desde Bernabéu, se autoexige mucho, lo máximo, y pelea por y para ello. Ese ego explica también la tendencia innata a figurar y a cierto postureo; pero con toneladas ingentes de trabajo y autoexigencia, insisto, porque, sin esos factores, la fórmula llevaba al ridículo. En todo caso, seguimos adelante sin Ramos, como un río sigue su curso...