Cada vez que paso junto al Nuevo Bernabéu pienso cosas diferentes. Florentino, con su opus magna, ha logrado causarme sentimientos encontrados: unas veces la detesto por parecerme una mole metálica que consagra arquitectónicamente el ethos del oficinismo y otras veces, sin embargo, admiro su visión milenaria, su anticipación metafísica a realidades distantes a varios años luz de nosotros. No obstante el Tercer Chamartín siempre me fascina, me evoca ideas quizá extravagantes pero nunca vulgares ni tampoco mediocres. A la postre y en esencia, eso es el Madrid.
Es sabido (quien no lo sepa, a estas alturas, desconoce cuál es la naturaleza esencial del Real Madrid Club de Fútbol) que el Madrid siempre se ha impulsado hacia adelante apoyándose en un nuevo estadio. El Tercer Chamartín representa eso: un trampolín con el que zambullirse de cabeza en el futuro. Aunque ese es el meollo del asunto, ya bien sabido y comentado por todos, aquí se congregan muchas otras consideraciones. Hay que tener en cuenta que este nuevo salto adelante, esta nueva actualización del estadio reafirma algo básico y es la vinculación del club con el solar de La Castellana.
El Madrid siempre se ha impulsado hacia adelante apoyándose en un nuevo estadio. El Tercer Chamartín representa eso: un trampolín con el que zambullirse de cabeza en el futuro
El Madrid, cuya vocación es universal, lleva un siglo unido a una parcela muy particular de la geografía urbana madrileña, como la Iglesia y la colina vaticana de las afueras de Roma. La identidad del Real se proyecta hacia los confines del mundo desde una finca buscada y encontrada con esfuerzo en lo que antaño eran los márgenes de la gran ciudad y la sociedad, como dicen los italianos, se ha ido engrandeciendo a la vez que la ciudad abarcaba con su abrazo urbanístico el arrabal de La Castellana y crecía, como el Madrid, a través de él, ensanchándose, multiplicándose como en el milagro de los panes y los peces.
La asociación Real Madrid-Paseo de la Castellana tiene ya en la memoria colectiva mundial las connotaciones que van vinculadas a los grandes centros de poder: La Casa Blanca y el Capitolio, el parlamento británico y Westminster, San Pedro y el Vaticano o la Plaza Roja y el Kremlin. El Madrid ha renunciado a abandonar el nudo de la metrópoli, ha decidido no irse a tomar viento cerca del aeropuerto y con ello ha renunciado también a un campo más grande para conservar, sin embargo, una de sus señas más elementales. El Paseo de la Castellana seguirá así siendo la Vía Panatenaica de Madrid y el Bernabéu, el gran centro de poder español para la imaginación de la opinión pública.
El nuevo Bernabéu es un nave espacial que ha aterrizado en mitad de la Castellana. Por las fotos, su apariencia confunde. Puede dar lugar a pensar que se trata de otro de esos mazacotes absurdos y feísimos que El Corte Inglés plantó en el centro de todas las capitales de provincia en España, a menudo arrasando con piezas únicas del patrimonio histórico, crímenes por los que nadie nunca pagará. Pero cuando uno lo ve de cerca, la impresión es otra. Evoca una fortaleza, una especie de cápsula del tiempo, un castillo, el Kukulkán de una civilización antigua y olvidada que nos continúa hablando a través del tiempo de cosas cada vez más desdibujadas en el perfil de nuestra época, de cosas como la grandeza.
Otras veces el Nuevo Bernabéu toma el contorno de una criatura monstruosa y arcaica que se hubiera dormido en mitad de Madrid y que la ciudad, al crecer, la hubiese cubierto con su costra musgosa de asfalto, de calles, bloques, rotondas, túneles, bulevares, avenidas, torres y semáforos. El Nuevo Bernabéu es el esqueleto de un mamut que yace desde el Paleolítico dentro de un círculo mágico, como el de Stonehenge; un círculo que sirviera a pobladores primitivos como lugar de culto y oración, como receptáculo de fuerzas sobrenaturales y como puerta abierta de diálogo con el otro mundo.
El Tercer Chamartín siempre me fascina, me evoca ideas quizá extravagantes pero nunca vulgares ni tampoco mediocres. A la postre y en esencia, eso es el Madrid
Rodeado de edificios y construcciones menores, de edificios de dimensiones convencionales y burguesas, en un barrio por el que Madrid respira, un barrio administrativo, residencial y financiero, la mole resplandeciente se alza ante nosotros, simples peatones, rodeada de grúas colosales y de brazos articulados enormes y nos sugiere una estampa anacrónica: la fotografía de un país que creía en sí mismo y en el futuro, y que por tanto, construía. La España de hoy en cambio es muy distinta de la que planea sobre esas lamas gigantescas que recubren el estadio incidiendo en su condición de animal pleistocénico desproporcionado y abisal. Es un país que no cree en sí mismo, que se detesta y que por tanto se niega y niega cualquier tipo de futuro común y compartido. Madrid de La Capital de ese país empequeñecido y vulgar que se destruye en tanto que se pretende convencer a sí mismo de su misión evangélica como salvador del planeta. Florentino está levantando un anfiteatro majestuoso en el corazón de una ciudad que prohíbe arbitrariamente circular por su interior a los coches de los plebeyos. En sí mismo, el Nuevo Bernabéu conecta con la tradición contestataria, subversiva y contracultural que ha impulsado siempre al Madrid: constituye una refutación del estado de ánimo general de los españoles contemporáneos y hasta en eso el Tercer Chamartín honra la esencia madridista, renueva el milagro de que una organización semejante exista y perdure en una nación como ésta.
Si el Madrid es la expresión grandiosa de la última mirada larga del aliento imperial español, su estadio es la concreción física de otro mundo, mejor, más digno, pasado, obsoleto, en resumen, anacrónico.
Todas estas ideas lo embotan a uno cuando ve de cerca la obra de La Castellana. De primeras, el Nuevo Bernabéu te obliga a mirar para arriba, a levantar la cabeza. Eso ya es bastante, no es en absoluto una cosa menor. Si el Madrid, como brisa moral, lo levanta a uno del sucio presente, su nuevo estadio lo invita, como si fuera un reflejo material del impulso espiritual madridista, a alzar la cabeza, a caminar erguido y asombrado ante el espectáculo de elementos aéreos que operan por el cielo de Madrid y sur trabajan en la construcción de un nuevo templo a la mayor gloria de Dios. Es igual que cuando se entra en el Gesù de Roma o en la basílica De los Santos mártires que diseñó Miguel Ángel en las termas de Diocleciano, es lo mismo que cuando se admira la linterna barroca de la catedral de Toledo. La elevación del alma, en un mundo tan absurdamente materialista, conecta el empeño edilicio de Florentino con la tradición que empieza en las pirámides de los faraones egipcios, que sigue en la Acrópolis de Atenas y en las catedrales góticas europeas y que termina en los rascacielos de acero y de cristal de Manhattan. La tradición de lo sublime, del engrandecimiento de los sueños y de las ambiciones del hombre corriente, la tradición de la trascendencia.
De primeras, el Nuevo Bernabéu te obliga a mirar para arriba, a levantar la cabeza. Eso ya es bastante, no es en absoluto una cosa menor
No obstante, el Nuevo Bernabéu contempla la expansión económica futura del club por vías diferentes de la sencilla, directa y popular, es decir, distinta del clásico “que quepa más gente”. Éste fue el factor decisivo siempre, desde que Pedro Parages, Carlos López-Quesada, José De la Peña y Bernardo Meléndez avalaron el crédito de quinientas mil pesetas con el que el Madrid adquirió los terrenos al norte del Hipódromo de la Castellana donde se hizo hace cien años el primer estadio de fútbol de España. Entonces, de golpe, el club pasó de poder alojar en sus partidos en el Velódromo de la Ciudad Lineal a seis mil espectadores a meter en Chamartín a dieciséis mil personas, primero, y a veintidós mil, después, en un lapso de cinco años. Aquello fue lo mismo que hizo Santiago Bernabéu dos décadas después, a otra escala. Pero ahora el fútbol está dejando de ser el entretenimiento de la pequeña burguesía que entonces era y está transformándose en un artículo de lujo. Seguramente la razón de fondo sea que la pequeña burguesía y la clase media están desapareciendo en Occidente.
El Tercer Chamartín apenas suma localidades al aforo actual del estadio, casi que las reduce. Como palanca del futuro económico inmediato del Madrid, el estadio funcionará como un complejo de ocio basado en los extras del fútbol: los bares, los restaurantes, las tiendas, el lujo y las experiencias inmersivas, o sea, todo lo que antes era secundario y anecdótico en lo de ir al fútbol, será ahora, cada vez más, lo que importe, quizá porque el interés del juego se ha estancado y al público, que está cambiando a toda velocidad, hay que entretenerlo y engancharlo con otras cosas. Florentino, que es un hombre sagaz, lo sabe y por eso el Tercer Chamartín, que es el suyo igual que el primero fue de Parages y el segundo, de Bernabéu, es un centro lúdico, un núcleo que agrega al fútbol un montón de otras cosas: una tarde en familia, ir a comprar, a comer, a tomar copas y luego, al final, a ver el partido, que ya ni es lo esencial.
El Tercer Chamartín es un intento de ofrecer una certeza en una era donde han desaparecido todas las certezas
Ir al Nuevo Bernabéu será como ir al centro de Madrid en Navidad o como irse por ahí en un puente, más que una liturgia o una costumbre, algo extraordinario que implica gastar más y una mayor rotación, un público en constante renovación, que se diversifica y se turistifica. Pesa menos el abonado de toda la vida y gana protagonismo el visitante único como en las webs, el que va al Bernabéu como luego va al Prado, al Thyssen, a la Warner o a ver el Rey León. Es el mundo que tenemos y Florentino no intenta cambiarlo (¿quién podría?), sino adaptarse. El Tercer Chamartín estará casi listo a finales de este 2023 que acaba de empezar y es la respuesta a un mundo en perpetua confusión y en perpetuo cambio. Un intento de ofrecer una certeza (de ahí su presencia exterior granítica, una roca contra la que se baten más olas del tiempo) en una era donde han desaparecido todas las certezas.
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