El que no llora, no mama (del VAR)

El precio del silencio

En una liga, la española, en la que desde que está el VAR se pita penalti por cada corriente de aire provocada por la sacudida de una mano, le birlaron el domingo uno al Madrid en el Wanda Metropolitano que, a la postre, podría significar el título de Liga. Si bien es cierto que con el nuevo reglamento el juego corre un peligro evidente de desnaturalizarse, esa no es la cuestión: hasta el uno de julio de este año, en que se ha anunciado una vuelta a la interpretación clásica de las manos dentro del área, rige lo que el comité arbitral español, a instancias de lo acordado en Belfast en abril de 2020 por la International Football Association Board, aprobó en verano: «Si un jugador toca de manera fortuita el balón con la mano, solo será considerado infracción en caso de que la jugada acabe en gol o en ocasión manifiesta de gol». De un vistazo a las imágenes de la jugada polémica del otro día se deduce, sin mucho esfuerzo, que Casemiro tiene razón cuando dice que sin la mano (accidental) de Felipe, él habría podido rematar en boca de gol aquella pelota que, al filo del descanso, habría cambiado radicalmente el panorama del partido.

La cosa es que el árbitro que, tras ser convocado por el equipo del VAR a revisar la jugada, decidió que ahí no pasó nada, era el mismo que en diciembre de 2019 ni siquiera creyó oportuno considerar los clamorosos agarrones sobre Varane en el área del Barcelona; el mismo que en ese partido anuló un gol a Bale sobre el que perfectamente pudo haber prevalecido la eterna máxima judicial del in dubio pro reo, y el mismo que, un año antes, sin VAR esta vez, desatendió las indicaciones de su cuarto árbitro, que le indicaba con vehemencia que Suárez había derribado de dos patadas a Varane que le sirvieron para quitarle la pelota, pasársela a Messi y conseguir el primer gol del partido a favor de su equipo.

Si en diciembre de 2019 toda la queja institucional del club al respecto se resumió en un «¡caray!» de Butragueño en el palco del Camp Nou, el domingo en el Wanda el director de relaciones institucionales del Madrid fue más allá y se acordó seguramente de Danton, quien encorajinaba a los revolucionarios de París al grito de «encore de l´audace!»: «no hemos tenido suerte con Hernández Hernández de nuevo». Y eso fue todo.

el árbitro que decidió que ahí no pasó nada, era el mismo que en diciembre de 2019 ni siquiera creyó oportuno considerar los clamorosos agarrones sobre Varane en el área del Barcelona; el mismo que desatendió las indicaciones de su cuarto árbitro, que le indicaba que Suárez había derribado de dos patadas a Varane para quitarle la pelota, pasársela a Messi y conseguir el primer gol

El Madrid renuncia a defenderse y el Atlético, en su cuenta de Tuiter, hace un uso moderno, de agitación y propaganda, de las plataformas que hoy establecen las verdades y las mentiras en la era de la hiperinformación y de la comunicación instantánea: el Madrid «se queja» de «un acierto», «acostumbrado» a una tradición de robos a su favor. Esto remata lo de «Varentino», el chascarrillo que desde Barcelona se propala con castizo éxito. Que el VAR está comprado por el Madrid de Florentino es una vuelta de tuerca de la leyenda negra antimadridista que ha convertido a Pérez en un villano perfecto, de película, leyenda que actualiza a su vez el inmortal, aunque ya algo cascado por el inevitable paso del tiempo, «el Madrid gana gracias a Franco». Al final son todo ideas que dan vueltas sobre lo mismo, la deslegitimación de los éxitos del Madrid, el encanallamiento de sus triunfos y el deslucido de su gloria. Cosa que tiende a ser normal en instituciones que luchan por acaparar todo el foco, por ganar más que nadie y por ser las más prestigiosas del mundo, galardones que sólo pueden conseguir suplantando (por lo civil, o por lo criminal) al rey. En esto, como en todo, la madre naturaleza es sabia, y desde pequeños nos enseñó, en los documentales de La 2, que siempre el león joven reta al viejo.

Lo que no es normal es que en este caso el león viejo se deje. No digo en el campo, donde el Madrid, a fuerza de ser desafiado constantemente, ha renovado su posición de hegemonía con la segunda página más brillante de toda su historia. Digo fuera, en donde se escribe «el relato». El Madrid, desde Mourinho, se olvidó de defenderse y se encerró sobre sí mismo, como Pío IX le dio la espalda al mundo cerrando todas las puertas y ventanas de la Iglesia cuando Italia se anexionó Roma y lo que quedaba de los Estados Vaticanos.

Seguramente la razón de fondo no sea «el señorío» sino una concepción ciertamente orgullosa, pero anticuada, de sí mismo. El Madrid, como club, puede pensar que su mero nombre sobra para explicarse, como esos caballeros idealistas que dejaban que sus obras hablasen por ellos. En la España que salía del Medievo el hidalgo prefería morir de hambre a trabajar con las manos, por el envilecimiento que ello suponía: mancharse las manos siempre fue cosa de menestrales y oficios bajos, y los reyes no se llenan de barro. Pero el mundo de hoy es de todo menos ideal y mucho menos gentil para con los idealistas. Con la mayor tribuna y altavoz del mundo para contarse y contar, para defenderse atacando y para explotar un mito único, el Real Madrid decide poner la otra mejilla y ser cristiano en el centro de un coliseo que aúlla pidiendo su cabeza. Porque de otro modo no se explica cómo la institución que más y mejores cosas puede decir en el mundo se deje enfangar en el río cotidiano de mierda en el que chapotean sus rivales, que aprovechan el tumulto para escamotearle títulos, credibilidad y honra.

El Madrid, desde Mourinho, se olvidó de defenderse y se encerró sobre sí mismo

La década prodigiosa del Barcelona de Messi se acabó liquidando con un saldo arbitral disparatado a favor del equipo de moda en esos años. Entre 2009 y 2020 el Barcelona ganó 8 Ligas, con unas estadísticas bananeras de penaltis a favor y en contra o expulsiones propias y ajenas. Al final de ese período el Madrid alcanzó el cénit deportivo en Europa pero también en España, arrancándole dos de las últimas 5 Ligas, campeonatos decididos por un margen tan exiguo de puntos que acciones como la del penalti no pitado en el Wanda o los shows retransmitidos en directo para cientos de millones de personas en el orbe de Hernández Hernández marcaron la diferencia. La madre del cordero de toda esta corriente estadística reside precisamente en los tres años que Mourinho entrenó al Madrid, los únicos en los que esa inercia arbitral probarcelonista se revirtió a favor del Real gracias, qué duda cabe, a que desde su banquillo el entrenador más famoso del momento utilizaba su carisma personal y el estilo desacomplejado de su personaje público para morderles los tobillos a los árbitros como un rottweiler.

En esos años, naturalmente, los muñidores del «relato» antimadridista se encontraron con un adversario a la altura. El recurso que encontraron fue tan facilón que en un país de cobardes y envidiosos, resultó todo un éxito: situar a Mourinho fuera de la tradición madridista (tradición «cocinada» en tres décadas de periodismo prisaico) para demoler su reputación, desgastar su posición ante la directiva del club, y anular el efecto combativo que su beligerancia empezaba a provocar entre gran parte de la hinchada madridista. Se ha escrito mucho sobre el señorío, esa idea castradora. Sólo añadiré que si bien el Madrid de Florentino integró mucho de aquella cosa revolucionaria que trajo Mourinho, la de defenderse a sí mismo sin pedir perdón, también mutó el señorío en otra cosa diferente, aún sin nombre, pero que se traduce en un hermetismo absurdo y en una impasibilidad grotesca ante la rutinaria agresión de poderes mediáticos, exárbitros a sueldo de ridículos programas de la radio deportiva, rivales crecidos en redes sociales y un caudal de ponzoña que cae desde el grifo de Barcelona con prusiana regularidad.

Quejarse funciona y eso ya lo sabía la sabiduría popular cuando formuló aquello del que no llora, no mama

Quejarse funciona y eso ya lo sabía la sabiduría popular cuando formuló aquello del que no llora, no mama. Koeman es el último de una larga lista de ejemplos. Quejarse y defender lo de uno sin reparar en lo que pueda pensar el contrario es lo que suele azuzar el ánimo de los propios, que es lo que le interesaría al Madrid, pues no llegó a 119 años de maravilloso trayecto debiéndole algo a alguien, mucho menos explicaciones y remilgos. El Madrid, cuando se trata de pelear cada punto birlado en el campo en el tatami de las salas de prensa, en la jungla de Twitter o en la cloaca periodística en la que lo espera a diario el jefe de la LFP, decide abstenerse o como mucho quedarse mirando, escupido por una multitud de zascandiles en la cuesta del Gólgota. Con los miembros amputados en el imaginario popular, me recuerda a la forma de comunicar que tienen en el PP o en la Casa Real, siempre a remolque de un espíritu del tiempo que, en el fondo, lo que hace es negarle la legitimidad y la existencia. Si no se puede tener siempre un Mourinho, tendría que ser el club el que asumiera como propia (y urgente) la necesidad de alzar la voz. Y decir basta.

Fotografías: Imago.