Existe un consenso científico casi unánime en considerar probado el evolucionismo. Es decir, la teoría de que las especies vivas se van transformando con el paso del tiempo para adaptarse a las necesidades de su entorno. No había quorum alguno a mediados del siglo XIX, cuando Charles Darwin publicó un libro titulado ‘El origen de las especies por medio de la selección natural, o la preservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida’, que en su sexta edición acortó su título al más comercial ‘El origen de las especies’. La obra, que sentaba las bases de la selección natural o el patrón ramificado de evolución, provocó un sunami de rechazo entre otros científicos y creyentes de distintas religiones que se oponían a que el hombre pudiera descender de otras especies y que no fuera un creador único quien le hubiera puesto sobre la tierra a su imagen y semejanza. La reacción habitual ante los grandes hallazgos humanos suele ser una resistencia inmovilista, normalmente rancia y estrecha de miras.
El Real Madrid es el perfecto ejemplo de darwinismo. Donde algunos evidencian una falta de modelo, lo que en realidad hay es una versatilidad que lleva al club a aclimatarse al contexto de cada época
El Real Madrid es el perfecto ejemplo de darwinismo. Donde algunos evidencian una falta de modelo, lo que en realidad hay es una versatilidad que lleva al club a aclimatarse al contexto de cada época. En su momento se activó el círculo virtuoso de inversión en fichajes, fama, triunfos y aumento de ingresos. Una fórmula que funcionó hace dos décadas, pero que implicaba muchos riesgos y perdió vigencia con el paso del tiempo, aunque hay quien parece no haberse dado cuenta. Cuando aparecieron los jeques y los clubes que generaban sus propios ingresos vieron como su capacidad adquisitiva era más de clase media que de gran ejecutivo, hubo quien lo empeñó todo para seguir en la mesa de los mayores.
El Madrid, en cambio, prefirió equilibrar cuentas y firmar a jóvenes con potencial estelar por menos dinero. También se detectó antes la necesidad de explotar más un recinto espectacular como infraestructura y por su ubicación como es el Santiago Bernabéu. En lo puramente deportivo, la falta de dogmatismo hace que el Madrid pueda jugar a muchas cosas diferentes. Por eso se prioriza la llegada de futbolistas-comodín, que pueden desempeñar roles distintos. Tampoco ha existido una obsesión por encontrar reemplazos a las leyendas que han ido saliendo del club. Simplemente se asume que las fotocopias suelen perder calidad con respecto al original y se busca otro perfil que encaje en las nuevas exigencias de un fútbol con más ritmo e intensidad. El evolucionismo merengue se acentúa al compararlo con el creacionismo de sus grandes rivales locales.
Por un lado tenemos al Barça Amish. Al igual que este grupo etnorreligioso, el barcelonismo se niega a aceptar el progreso del fútbol, aferrándose a un pasado que consideran lo único digno de ser alabado, mientras desdeñan novedades y avances. Así, según su teoría, lo que funcionó hace años se debe replicar hasta el infinito, porque solo así regresarán éxitos pretéritos. Como un ludópata que pone sus fichas una y otra vez sobre el mismo número, confían en que la ruleta les vuelva a premiar. Hay que creer porque ocurrió en una ocasión, aunque haya pasado algún tiempo.
Su afamado e irrenunciable estilo ha sido vapuleado una y otra vez en Europa en los últimos años. ¿La reacción ante este rosario de fracasos? Adentrarse más y más en un credo cruyffista que no habría aprobado ni el propio Cruyff, fanatizarse y despreciar cualquier éxito que no se alcance dentro de los parámetros de su limitadísima visión futbolística. Si los grandes equipos han reforzado su potencia física y su versatilidad táctica, el Barça Amish sigue en su carromato (o Xavineta, si así lo prefieren) circulando en dirección contraria. Y sin dejar de acumular varapalos.
Si los grandes equipos han reforzado su potencia física y su versatilidad táctica, el Barça Amish sigue en su carromato (o Xavineta, si así lo prefieren) circulando en dirección contraria. Y sin dejar de acumular varapalos
En el caso del Atlético de Madrid, la idea subyace bajo el hombre. Simeone es allí dios y profeta al mismo tiempo. Y el cholismo, una cuestión de fe. Es irrebatible que con el argentino al mando el Atlético subió varios escalones competitivos, pero tampoco hay muchas dudas de que su proyecto deportivo se está agotando, si es que no está agotado ya. En este caso se persevera en un libreto bastante básico que trajo éxitos, lo que verdaderamente importa al aficionado (aunque digan lo contrario), aún a costa de dejar al club en un estado financiero ligeramente menos calamitoso que el del Barça.
Lo que haga o diga Simeone apenas tiene contestación interna. No importa que en las últimas 6 ediciones de la Champions el Atlético haya llegado como mucho a cuartos de final y se haya quedado fuera del torneo en la fase de grupos en dos ocasiones, tampoco que carísimas inversiones se deprecien sobre el campo o el banquillo. Con el Cholo se justifican los ataques de entrenador, los continuos cambios de piezas o esquemas, un paupérrimo balance ofensivo o sus frecuentes performances camorristas en el estadio. Así, hasta se atreven a acusar al Madrid de copiar el estilo de su técnico, como si éste hubiera inventado algo que no existiera en el fútbol hace muchas décadas. El Atleti ha ascendido en el escalafón del fútbol mundial, pero cuando mira hacia arriba ve aún más lejos a su gran enemigo y perenne obsesión.
Mientras los dos grandes rivales nacionales no dejan de perder competitividad, anclados en un pasado que muy probablemente nunca volverá, el Madrid sigue codeándose con los mejores clubes del continente. Con caprichos de jeques dispuestos a inyectar dinero a fondo perdido, entidades inglesas gestionadas desde Estados Unidos o colosos que se pasean por sus países como el Bayern de Munich. Por suerte, en el Bernabéu la única doctrina es la que busca la victoria y la competitividad permanentemente. Charles Darwin estaría orgulloso.
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