Quienes sigan la serie de los madridistas egregios quizá advertirán una ausencia llamativa. Me refiero a Napoleón Bonaparte, de quien podría pensarse que tiene reservado un lugar junto a Carlos I, Julio César y Alejandro Magno. Al fin y al cabo, las semejanzas son clarísimas: al igual que los tres anteriores, Napoleón fue un emperador victorioso, que se impuso a todos los poderes de su época de una manera que no puede negarse; su condición de número uno es indiscutible.
Y sin embargo, una inspección minuciosa del personaje conduce a la conclusión opuesta: Napoleón no era madridista. Muy al contrario, Bonaparte es un ejemplo palmario de antimadridismo. Espero ser capaz de demostrar esa tesis a lo largo de los párrafos que siguen. Pero si eso es así, ¿cómo es posible que se llegue a confundir su imagen como la de un madridista?, ¿acaso se puede confundir lo blanco con lo negro, la luz con la tiniebla?
Napoleón no era madridista. Muy al contrario, Bonaparte es un ejemplo palmario de antimadridismo.
Pensándolo un poco, tampoco es tan raro: Luzbel pasaba por ángel bueno hasta que enseñó la patita, Juana de Arco era una campesina y acabó mandando el ejército francés, y el apellido Bernabéu tan bien puede seguir a Santiago como a Gerard Piqué. Trataremos, pues, de separar el grano de la paja y explicar por qué el corso no da la talla de madridista como la daban los otros emperadores.
En primer lugar, suspende en generosidad. Mientras que Alejandro o César expandieron las fronteras de sus reinos incorporando en buena medida pueblos más atrasados, que así ingresaron en el mundo civilizado, las conquistas del francés se realizaron a expensas de otros países con una civilización igual a la francesa (la misma, de hecho), y sólo acrecentaban el ego del déspota y la “grandeur” de su país, sin beneficio alguno para los vencidos.
En segundo lugar, lo delata la permanencia: la obra de Bonaparte no perduró; él fue apenas un cometa, una supernova cuyo brillo deslumbra y no deja nada detrás. En cambio, el imperio romano y el español se mantuvieron durante siglos, y su huella en la Historia es imperecedera.
la obra de Bonaparte no perduró; él fue apenas un cometa, una supernova cuyo brillo deslumbra y no deja nada detrás.
El abogado del diablo, que defiende la causa napoleónica, alegará quizá que del imperio de Alejandro se puede decir otro tanto, pues se fraccionó al morir su creador, pero ¡dónde va a parar! La comparación es ofensiva para el macedonio; aunque su imperio se disgregó a su muerte, no se borró su legado, como muestran las múltiples ciudades que fundó (una Alejandría en Egipto aún perpetúa su memoria) y el hecho de que aducir una filiación alejandrina ha sido siempre una seña de legitimidad (real o pretendida) para el mando; en cambio, quienes reivindican a Napoleón suelen habitar en instituciones sanitarias y recibir tratamiento psiquiátrico.
La ventaja de Alejandro sobre Napoleón se revela también en el censo. Pasados los siglos, siguen llevando el nombre del primero eximios personajes en muy diversos países: Rusia tiene un Nevski, Alemania un Humboldt y Gran Bretaña un Fleming; Italia se honra con un Volta y Francia con un Dumas (con dos, para ser precisos). También de España salieron un Farnesio y un Sanz (que quizá desmerezca en el elenco). En cambio, Napoleón sólo da nombre a un perro de los aristogatos y a un licor.
Un elemento adicional que descarta al pequeño corso como madridista lo constituye el comportamiento de sus hombres en territorio ajeno. El pasado mes de agosto visité Santa María la Real de Nieva, pequeña villa segoviana que presume, con razón sobrada, del claustro que complementa su iglesia; la entrada al templo conserva las huellas del paso de las tropas napoleónicas: falta el apostolado situado en los laterales y las cabezas de diversas figuras en el tímpano. Este recuerdo que dejó la francesada semeja al aspecto de pocilga con que quedó el vestuario del Getafe tras la visita de cierto equipo (que no identificaré, pero no es el Real Madrid).
Si tuviera ánimo para ello, seguramente podría encontrar numerosos indicios que desmentirían el supuesto madridismo bonapartista, pero añadiré solamente uno a los señalados: la corona de emperador no la colocó sobre la cabeza de Napoleón el pontífice romano, como reconocimiento universal a su condición, sino que se la puso el propio Bonaparte. Lejos del Real Madrid esa actitud; no es el club quien se proclama a sí mismo como el mejor del siglo XX, sino que son los organismos internacionales y el propio mundo del fútbol. En cambio, sí hay un club que predica su propia bondad y se define como inventor y paradigma del buen juego; ése club en el que están ustedes pensando. La conclusión se impone por sí sola: Napoleón era culé.
Madridistas egregios:
Capítulo 1: Carlos I de España
Lo que me he reído. Una tía mía que vivía en París tenía un gato llamado Napoleón. Hay que añadir el dato al de nombres de perros y licores. Por lo demás, y dentro de las fantasías del artículo, me encanta que Napoleon sea culé, nunca me ha caído bien ese personaje histórico por manías propias.
Magnífico análisis para demostrar algo que bien me sospechaba.
Si miramos el cuadro de movimientos de la batalla de Waterloo queda claro que el madridista en ese juego era Wellington.
Menos mal que el final ha arreglado el artículo, porque si llega a dar el título de madridista a este personaje, me habría decepcionado. Fue un egocéntrico que llevó a la ruina a su país y a todos los países vecinos (España entre ellos) sólo por quedar satisfecho. Coincido en que era culé.
Sin duda , Napoleón da el perfil culé.
Amén a todo, Federico. Salvo en una cosa, el de la permanencia: el mal que extendió el corso por toda Europa, y particularmente el que inoculó en España, sigue ahí, comol germen de nuestra continua guerra civil.
Bueno, y que Farnesio también era italiano. Es verdad que en España tenemos un serio déficit de Alejandros egregios. ¡A ponerse las pilas, Alejandros españoles!