El cuarto día del quinto mes del año rozaba su fin. Haberlo aguardado con el fervoroso anhelo de una novia que en el altar accede a formar una eterna comunión con su amado me había abocado a la extenuación. Desde mi asiento aún era posible apreciar los últimos estertores de la claridad vespertina. Desvié por un momento mi vista del verde y la fijé, con gesto grave, en el cartel de Feygon que corona el número 144 de la Castellana. Recuerdo mi cabeza repetir para sí una y otra vez: "No muramos en la orilla", como si de una jaculatoria para espantar un mal se tratase. Lo cierto es que el temor se empezaba a apoderar de un cuerpo que, durante varias jornadas, había sido una secreción hormonal constante presidida por la adrenalina. Tal respuesta bioquímica me había inhibido el apetito, incluso el sueño y, con todo, me sentía un ente pletórico. Lo que generaba esa paradoja a nivel físico no era otra cosa que la ilusión de disponer de una nueva ocasión para aupar a un fiel y admirable compañero de vida hacia otra cita con la gloria. Y es que mi buen amigo, el Real Madrid, no podía dejar sin culminar su trepidante labor de conquista de aquella edición de la Copa de Europa. De ser así, la acción de la historia, que, fulminante, no atiende a méritos para determinar qué trasciende y qué no, acabaría, más pronto que tarde, erosionando la hazaña, hasta hacerla caer en los dominios del olvido colectivo. Sería como si La Niña, La Pinta y la Santamaría hubieran naufragado una vez divisada tierra firme.
La cuenta atrás de los últimos diez minutos del tiempo reglamentario con el marcador inmóvil en el 0-1 presagiaba un final propio de Chazelle en La La Land que, pese a haber sido de mi agrado en su día, cuando acudí al cine a ver el largometraje, no quería de ningún modo que quedara transpuesto en esta historia. El realismo, que quede para las películas, mientras que el idealismo, con sus finales felices, para la realidad. Así pues, el intento de digerir la idea de que un villano como el Manchester City cada segundo tuviese más probabilidades de impedir la reunión del Madrid con “la niña de sus ojos” me generaba un profundo rechazo. Sin embargo, por muy inconcebible que me hubiese resultado hasta poco antes, parecía que la ingente belleza epopéyica de la que había participado como espectadora en cada embestida iba a ser en vano, así que, en un acto de debilidad supina, me resigné a convencerme de tal aberración.
Mientras contemplaba el campo desde el tercer anfiteatro como encaramada a un abismo, en mi pecho, al igual que hacía una década en aquella semifinal contra el Bayern de Múnich, se batían la incredulidad, la amargura, así como la gratitud hacia esos once burladores del destino fatal de la derrota que tanto me habían hecho disfrutar. Pero, de pronto, creí decrecer unos centímetros y tener unas facciones más redondeadas. La equipación que llevaba puesta parecía, asimismo, algo distinta y más pequeña. El Bernabéu ya no era el Bernabéu, sino el Estádio da Luz retransmitido por la televisión del salón de su casa, y ahí, sentado a mi derecha, estaba él, ese que tuvo que esperar hasta la senectud para poder vivir su madridismo plenamente por no haber tenido hasta entonces allegado con quien compartir la pasión por un escudo. Su presencia me imponía y enternecía a partes iguales. Había pasado mucho tiempo. Entonces, desolada como aquella niña que, a escasos instantes del pitido final, veía cómo se escapaba su sueño de celebrar por primera vez el laurel de mayor prestigio junto a ese hombre que tan feliz le había hecho desde que tenía uso de razón, repetí una pregunta del pasado en busca de certezas: "—Abuelo, ¿tú todavía crees?"; y él, con su serenidad característica, replicó su sempiterna respuesta: "—Hija mía, el Madrid es lo más grande". Acto seguido, un vuelco del destino en forma gol desató la euforia.
Pensaba seguir fundida en el abrazo más intenso que jamás había dado —el que provocó aquel cabezazo de Ramos bajo el cielo lisboeta— cuando volví en mí. Tanto la estructura ósea de mi abuelo, como su terso rostro y cabello liso y cano se habían desvanecido repentinamente del cuerpo que todavía asía con fuerza. Instintivamente, clavé una mirada cargada de tintes de extrañeza y decepción en los ojos de aquel septuagenario desconocido y, a la vez, cómplice de tal júbilo, que resultó ser el ocupante de la localidad inmediatamente de debajo. La aparté al instante, en cuanto noté que se empañaba. No diré que desconociera el motivo de mi discreto llanto, ni que fuera sólo una forma de desahogar en aquel momento el compendio de emociones que había acumulado. En su lugar, seré sincera y admitiré que la lágrima que serpenteó por mi mejilla después del 1-1 de Rodrygo Goes en el minuto 90 de aquel partido se debía a un amor del ámbito terrenal desaparecido, pero que, a través del legado del Real Madrid, me acompañará eternamente.
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A mi cada vez me cuesta más ver los partidos importantes (el 4-0 de éste año contra el city no lo vi y puse cuando ya calculaba que había terminado el resultado en internet) en ese sentido es como volver a ser niño y sufrir con las derrotas del Madrid y aún más en Champions, si lo analizas con sentido es algo sin explicación que parece que es algo de tu propia vida cuando en verdad no lo es. Las victorias y derrotas no van a cambiar tu vida para bien ni para mal y eso es lo bonito de ser de un equipo, algo que además por mucho que quieras no puedes cambiar (aunque algún chaquetero he conocido)
Qué bello y excelente artículo.