El gol número quince del Madrid el viernes frente al Eibar fue un gol trampa (tal y como refería Fredo Gwynne en su pormenorizada crónica) pues, poco después, a falta de cinco minutos para el final del encuentro, el equipo vasco logró marcar por primera vez, complicando, y de qué escalofriante manera, el trabajado y mínimo triunfo final de los locales. Ya saben que el Madrid consiguió marcar otra vez por medio de Elaia, la sobrina de Mr. Gwynne, y los blancos pudieron llevarse el partido con el ajustado marcador de dieciséis a uno.
Pero aquel gol número quince pudo ser el comienzo de un desenlace muy diferente. No me pregunten por qué. No tengo ni idea, pero un quince a uno en el minuto ochenta y seis es evidente que puede traer complicaciones de índole desconocida, naturalmente, que iremos averiguando, no sé cómo, a lo largo de este artículo. Y más cuando todo se remonta a un churro marcado por Courtois. Luego enseguida se empieza con que si la crisis no sabe de dónde viene, ni por qué se ha producido, cuando todo parecía ir tan bien. Los churros pueden llegar a ser muy traicioneros.
Yo recuerdo una vez en las fiestas de mi pueblo, debían de ser las siete o las ocho de la mañana, cuando después de haberme bebido durante la noche unos nueve o diez güisquis con coca-cola, sentí hambre y me compré unos churros. ¿Qué pasó?, pues que me sentaron como un tiro. Nueve o diez cubatas tan campantes y va un churro y me desbarata la jornada. Muy peligrosos. A los churros hay que marcarlos bien. No dejarlos muy libres ni dejarlos entrar en el área porque, una vez allí, son casi letales. En uno y otro sentido, me refiero, si yo supiera de qué sentido u otro les estoy hablando, por otro lado.
El caso es que el churro de Courtois, que había invitado a Dmitrovic, el portero rival, no a churros sino a un pícnic en su portería del fondo sur (el pícnic que había dejado allí el mismísimo Fredo Gwynne al principio del partido: "mantel de cuadros, servilletas a juego, cesta de mimbre, sándwich de pollo y jengibre, galletas, tetera y baraja de bridge"), no importándoles en absoluto a ambos guardametas que toda la cesta y su contenido hubieran sido regados por los aspersores del terreno de juego; el caso es que el churro de Courtois, les decía, terminó introduciéndose en la portería del Eibar, más o menos como esa noche aquel churro en mi estómago.
Que quieren que les diga. Pues que tuve un deja vu. Yo a ese churro ya lo había visto hacer diabluras en mi compostura, como para no hacerlas en el Bernabéu. Es como si hubiese visto al churro de Courtois salir de las pinzas del churrero, meterse en la bolsa de papel y luego introducirse habilidosamente en mi boca. Entonces fue cuando llegó el gol de Escalante. Con quince a uno en el minuto ochenta y seis me temí lo peor y, durante unos minutos mareantes, hasta el tranquilizador gol de Elaia en el noventa y cuatro, sentí que se podía arrojar (como yo arrojé aquella funesta mañana) el resultado favorable por la borda.
Después del peligroso y desasosegante gol único del Eibar, como minuciosamente describe el cronista especial Gwynne (enviado para la ocasión desde Tolosa a Madrid en el avión privado de Jesús Bengoechea), pudimos ver al portero belga mezclando galletas danesas con el pollo y el jengibre de los sándwiches, y yo sentí que todo se desmoronaba a pesar de que el portero rival, Dmitrovic, seguía plácidamente sentado por detrás de la portería, que Courtois ahora defendía con inusitado celo, acabando con los restos de la merienda que Thibaut se había dejado allí al recoger tan apresuradamente.
Por fortuna, todo acabó de modo muy distinto a aquella noche mía de verano fresquito de sierra madrileña. El Madrid se fue a casa contento y se metió en la cama líder, con el churro entre los goles a favor, que al final no fueron nueve o diez güisquis con coca-cola, sino, como ya saben, dieciséis.
Me ha gustado mucho el artículo. Mucha clase escribiendo