La noche que la selección española de fútbol, entonces ya llamada política y caprichosamente "la roja", ganó el Mundial, me vi obligado por el entorno a ir a casa y ponerme una camiseta de ese color para celebrar luego el gran triunfo en el Paseo de la Castellana. Fue una de esas veces en que uno actúa (algunos lo hacen por norma) sin saber bien por qué, llevado sin resistencia por la masa, dejándose llevar por la corriente depositado en el río gracias a una sucesión de circunstancias, como una estrella del rock abandonada y transportada en volandas por el público.
Recuerdo que llevaba mi polo azul favorito, y que opté por sobrellevar no una camiseta roja sino el levísimo disgusto (pero al fin disgusto) que me supuso aquella mutación, aquella asimilación, con tal de avenirme a la dicha generalizada y no provocar siquiera el mínimo mohín de desaprobación en mi feliz parroquia del momento.
Durante el transcurso del partido, como durante toda la competición, no pude dejar de sentir un leve pitido auricular cada vez que alguien alababa el juego divino de los futbolistas españoles (aunque yo asentía, dubitativo), que se movían como púgiles en el cuadrilátero sin lanzar ni un sólo golpe. Aquello era baile, pura coreografía, y lo cierto es que yo nunca me había puesto a ver fútbol para asistir a lo mismo que se desarrolla sobre un escenario. Yo estaba confundido. No era capaz de entender, de sentir como mío, tan abrumador alborozo general.
En la virtud del deporte nunca estuvieron reñidos (¡van intrínsecos!) la estética y el disparo o el mandoble o el latigazo. El escultural desempeño tenístico de Roger Federer venía (viene) acompañado de un brazo justiciero que causaba (aún los causa) estragos. Yo los estragos en Suráfrica los veía en el centro del campo (¡en el centro del campo!) porque los rivales de España se mostraban no vencidos sino desconcertados.
Porque no es que España venciera sino que desconcertaba, y en el ínterin se llevaba bajo el brazo los partidos gracias a algún balón que entraba en la porteria, después de cientos de subterfugios, en buena medida como la pelotita de mi hija se cuela mansa y caprichosamente por cualquier recoveco de la casa. Supongo que mi desconcierto (a mí también me desconcertaron) provenía de que yo quería vencer y no precisamente desconcertar.
No quiero decir con esto que aquella España, que todavía (aunque parezca mentira) sigue siendo esta España, no mereciera esos triunfos impresionantes. España, política y caprichosamente tildada de "la Roja", obtuvo aquellas victorias con todo mérito porque superó en el marcador a todos sus adversarios, y esto a pesar de que el marcador no parecía ni mucho menos la mayor de sus prioridades, lo cual hace más legendario si cabe, irrepetible a buen seguro, su triunfo.
Yo estaba incluso preocupado porque nada de ese juego de samba me emocionaba del mismo modo que a casi todo mi alrededor. Yo había visto el directo y el gancho, junto a un baile sobrio, cierto baile mormón, en el equipo de Luis Aragonés (el ganar, ganar, ganar que a mí si me daba un pellizco), que en la versión delbosquiana, ya en Suráfrica, se fue amanerando hasta límites sospechables como el de hoy.
La época de Del Bosque ha sido (¡y a estas horas aún es!) una historia de decadencia que se ha dejado hacer. Un inmenso secuoya que ha estado derrumbándose durante años mientras se trataba de ahogar el grito de ¡tímber! que resonaba a través de los campos. Yo el lunes del desconcierto pasé al alipori. Antiguas estrellas al borde de ser consideradas viejas glorias intentando rememorar el baile del desconcierto tocados con peluca dieciochesca. Una vez más.
Nunca esa naturaleza tiquitaquesca fue arte porque ningún artista, al menos yo no lo recuerdo, la interpretó. Sólo la cantaron los voceros, pero aún así no hacía falta llegar a esto, cuando de repente aparecen los mil camisas rojas (azules el lunes) de Garibaldi y convierten ese escenario pasado de moda, casi ridículo, en una masacre, en unos escombros (sobre los que saltaba como un niño valiente Lucas Quinto) que hasta devuelve otros tiempos superados de sangre y de tragedia, como si Del Bosque estuviera destinado a cumplir una misión oscura y malvada, secreta y regresiva (si uno se concentra puede escuchar el Johnny B. Goode en el baile del encantamiento bajo el mar) de cerrar el círculo de la vuelta al pasado maldito de los cuartos (que el Madrid cortó de cuajo) empezando por los octavos.
No sé si es tanto una cuestión de estilo (al fin y al cabo, fue un estilo ganador, que es lo que vale), como el hecho de que, desde todos los sitios, se minimizara sistemáticamente la aportación madridista, para que no se sintiera también artífice o al menos parte importante de los triunfos.
Por lo menos, a mi fue eso lo que me echó de la selección. Y la cosa no empezó con el Mundial de Sudáfrica, sino que ya la Eurocopa de Aragonés la vi con cierto mohín de asquete. Una victoria en el Mundial de Corea-Jaón, sin embargo, creo que la habría vivido como una de las mayores alegrías deportivas de mi vida.
Del Mundial de Sudáfrica no recuerdo la cantidad de veces que estuve gritándole a Iniesta, a través de la tele, que disparase a puerta. Pero no había manera. Hasta que, en una de ellas, parece ser que, por mi insistencia, me escuchó y tiró, y fue cuando logró meter el gol de la victoria.
Me bastará los bochornos de mundial y Eurocopa, si de estas no vuelvo a escuchar lo de La Roja y vuelvo a oír decir que España juega tal o cual partido, .......
La época de Del Bosque ha sido (¡y a estas horas aún es!) una historia de decadencia que se ha dejado hacer. ....CHAPEAU!!!, un artículo de realidades.