Cuando los guardias civiles sublevados asaltaron el Congreso, el equipo entrenaba en el Pabellón de la Ciudad Deportiva de la Castellana. Ellos, al mando del coronel Tejero, nosotros, al mando de nuestro entrenador Lolo Sainz. Preparábamos un encuentro contra el TSK de Moscú, así se llamaba entonces, y un viaje inminente a la Unión Soviética, cuyo seleccionador nacional era otro coronel, infinitamente más pacífico, y protector de sus jugadores, Alexander Gomelski.
Alguien, que lamento no recordar, bajó las escaleras del túnel del vestuario hacia la pista (al contario que en los campos de fútbol, donde los vestuarios suelen estar en el subsuelo, la pista del antigua Pabellón estaba muy por debajo del nivel del Paseo de La Castellana por donde se accedía). Habló con Lolo que frunció el ceño y mantuvo el silencio durante un buen rato, esperando que el entrenamiento concluyera. Nos extrañaba su silencio, siendo él tan comunicador en la cancha, si bien en aquel momento no le dimos importancia.
Finalmente, se acercó a nosotros y lo comentó. El Ejército ha dado un golpe de estado y han tomado el Congreso. Estupefactos primero, y preocupados después, alguno comentó algún chascarrillo —totalmente de coña— en torno a Franco, más que nada para aligerar el ambiente. No tardamos en desviar nuestra inquietud. Al día siguiente salíamos de viaje, y no hacia un destino cualquiera, sino hacia la pétrea patria de los comunistas soviéticos.
El Ejército ha dado un golpe de estado y han tomado el Congreso. Estupefactos primero, y preocupados después, alguno comentó algún chascarrillo —totalmente de coña— en torno a Franco, más que nada para aligerar el ambiente.
Con la incógnita presente y avidez por nuevas noticias, cada cual se fue a su nido, en espera del desarrollo de los acontecimientos y de las noticias del club. Las calles comenzaban a vaciarse: el pueblo español contuvo el aliento, y como cuando aspiramos para acoger el oxígeno en los pulmones, todos buscamos el cobijo del hogar, el refugio del sosiego que siempre nos ofrece lo propio y la familia.
Las noticias corrían confusas mezcladas con algunas certezas, pues una línea de radio quedó abierta, así como cámaras de la televisión pública que decidió no emitir. Por fin, el Rey Juan Carlos I pronunció el discurso que le hizo famoso y respiramos tranquilos. La democracia seguía su curso impulsada por la impresionante manifestación que se organizó el viernes de aquella semana para lanzar a todo el mundo la consigna de queríamos democracia y estábamos hasta las pelotas de baloncesto de dictaduras.
Pudimos volar a Moscú con las escalas propias de la época. Entonces, no había vuelos directos hacia el este, por lo que cualquier excursión —comercial, deportiva o artística, las otras no existían— debía pasar antes por Alemania o Suiza, donde se concentraban los principales enlaces aéreos. Pudimos comprobar para nuestra desolación y vergüenza que la comidilla de toda Europa era la profanación del templo de la Carrera de San Jerónimo. Aquellos tipos con el tricornio, el uniforme, unos bigotones peludos de solemnidad y con pistolas producían más risa que temor vistos desde lejos. Vistos de cerca, el resultado era el contrario.
Pudimos comprobar para nuestra desolación y vergüenza que la comidilla de toda Europa era la profanación del templo de la Carrera de San Jerónimo. Aquellos tipos con el tricornio, el uniforme, unos bigotones peludos de solemnidad y con pistolas producían más risa que temor vistos desde lejos
Aficionados como éramos al culé Woody Allen —Athos Dumas dixit— nos pareció estar envueltos en una continuación de Bananas con los españoles como protagonistas. Hasta Moscú llegaron las imágenes. Contemplar el sindiós del Parlamento en el centro de una dictadura siniestra e inmovilista acentúo el ridículo de los golpistas, así como lo inadecuado y retrógrado de la situación.
Aún con estas divagaciones mentales entre el baloncesto y la situación en nuestro país, entre el balón naranja y la esfera que encadena a los leones a la guardia permanente del Congreso, estuvimos a punto de ganar el partido. Aquel año fue desgarrador por la cantidad de lesiones del equipo que condujeron a nuestra impotencia. Por fortuna, la democracia española, que algunos egoístas y desvergonzados pretenden hoy socavar, resistió con orgullo para proporcionarnos los años más pacíficos y prósperos de nuestra Historia.
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Me ha gustado mucho este texto, siempre es bonito conocer cómo vivieron otras personas estos acontecimientos históricos
85-80 fue el resultado final. Como dice Jou, las lesiones mermaron al equipo aquella temporada. Fundamental la de Wayne Brabender, todo un seguro de vida y un jugador auténticamente legendario. Jim Abromaitis (con problemas en la rodilla) no hizo olvidar a Walter.
Aquel 23-F fue un esperpento. Da igual tu ideología, si eres más o menos normal cuesta mucho percibirlo de manera diferente.