La gente dogmática, que por definición ignora la historia, suele sorprenderse al descubrir que sus dogmas tienen fecha, incluso reciente. Pío Nono proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción en 1854, que es como decir antes de ayer. Más joven aún es el dogma de la Infalibilidad Papal, proclamado por el mismo pontífice en 1870. Así se aseguraba de no haber cometido un error en la ocasión anterior.
El dogma del fútbol más reciente que conozco es el que dice que “hay que tener el balón”. Estrechamente conectado con él está la galopante proliferación de estadísticas, porcentajes y otras nimiedades numéricas que de un tiempo a esta parte afean las retransmisiones de los partidos y atestan los análisis en letra impresa (he leído columnas enteras que no contenían otra cosa). De repente todo se cuenta: el número de pases, de minutos de posesión, de kilómetros recorridos, de faltas cometidas y recibidas, de remates entre los tres palos y a las nubes... ¿Con qué propósito? Buena pregunta. El análisis estadístico es una herramienta imprescindible para detectar constantes, regularidades, fluctuaciones, desviaciones o cambios de tendencia en cualquier sistema dinámico, desde el clima a la genética de poblaciones pasando por la distribución del voto. Cabe la posibilidad de que algo así se esté haciendo con la competición futbolística, y que ya haya en camino tesis doctorales al respecto, pero yo no me he enterado. De momento tengo la impresión de que, en vez de almacenarse y procesarse en algún superordenador provisto al efecto por las autoridades federativas nacionales e internacionales (esas grandes benefactoras de la ciencia y de la humanidad), la mayoría de los datos van directamente a la papelera una vez terminado el encuentro. Fíjense en esto, por favor: están haciendo el estudio estadístico de cada partido aislado. ¿Captan el despropósito? A no ser que consideremos que el comportamiento cinético de los jugadores dentro del campo se parece en algo al de las moléculas de un gas dentro de un recipiente —un comportamiento impredecible individualmente pero legaliforme en su conjunto—, me temo que estos esforzados contables están perdiendo el tiempo.
No van a encontrar una ley de Boyle-Mariotte para el fútbol, se pongan como se pongan, y la razón es obvia: al final el partido puede ganarlo perfectamente el equipo que menos haya rematado, corrido, pasado o tenido la pelota. Es la evolución de esos datos a lo largo de años o décadas, y en distintos países y competiciones, lo que podría decirnos algo interesante sobre las mutaciones del juego en su histórico decurso, y desde aquí le deseo mucha suerte al intrépido doctorando en Ciencias del Deporte (no es guasa) que se anime a recoger este guante. Pero circunscritos a un único partido esos datos no sólo no revelan nada, sino que hacen que el aficionado desaprenda a “ver fútbol” e impiden que el neófito llegue a aprender jamás este sencillo arte. Ahora todo el mundo se fija en si fulano ha corrido más o menos que mengano, no importa si con algún sentido o por el puro placer de echar el bofe; si perengano ha dado n o n+1 pases, da igual si para hacer progresar la jugada o para quitarse el balón de encima; si zutano ha rematado muchas o pocas veces, independientemente de si tenía o no a algún compañero mejor situado para el disparo; si el equipo A ha tenido el balón menos minutos en sus pies que el equipo B de Barcelona, sea cual sea la zona del campo por la que lo haya hecho dar tumbos o si aprovechó esos minutos de “posesión” —que algún cenutrio confunde con “dominio”— para jugar al fútbol o al ping-pong.
Ahí quería yo llegar: al dogma de la Indefinida Posesión.
Me tocó ver muchos partidos por televisión con mi padre siendo él ya mayor; ya saben, ese padre que inculcó sin aspavientos en los hermanos Faerna el madridismo y otras sencillas normas de vida para hacer de nosotros seres juiciosos y personas de bien. Indefectiblemente, cada vez que un medio del Real Madrid retrasaba el balón, resoplaba y decía: “¡Ya estamos, qué manía con el pasecito atrás!” Confieso que, con esa rebeldía tonta hacia nuestros padres que a menudo nos ataca a los hijos, solía discutirle el comentario con memeces del estilo: “¿qué quieres, papá, que rife el balón? Habrá que tenerlo y hacer que la defensa contraria salga, digo yo”. Pura filfa. El padre de los Faerna, ya están al tanto, vio jugar a Don Alfredo, qué digo, aprendió lo que es “ver fútbol” con Él, así que si me hubiera quedado calladito habría estado más guapo.
Pero toda buena lección cala y, con apenas uno o dos coscorrones, los hermanos hemos terminado por ser dignos hijos de nuestro padre. El Madrid, decía aquí mismo el Número Uno hace un par de semanas, es un estilo. Y ese estilo —ahora sí, cenutrio— es dominador. El Madrid acuñado por Di Stéfano siempre quiere la pelota, pero por la sencilla razón de que siempre quiere ganar el partido por un gol más, no porque le dé gusto sobarla. Y para ganar partidos al estilo que a los madridistas nos vale (porque no nos vale cualquier victoria) hay que acometer paladinamente al equipo contrario, no marearlo ni adormecerlo indignamente, ni hacer que se muerda los puños de frustración por no tocar bola. Con todos mis respetos para el gran Cassius Clay, el estilo del Madrid no es el “juego de pies” del bailarín que revolotea inalcanzable ante los guantes del adversario; es parar golpes de frente y devolverlos elevados al cubo, y hacerlo siempre con respeto, pundonor, esmero y, lo más importante, buen gusto. Un estilo, por cierto, que Laso le ha devuelto a nuestra sección de baloncesto con los resultados de todos conocidos en términos de respuesta del madridismo en taquilla y, acto seguido, de gloria y trofeos en la vitrina, como no podía ser de otro modo. Resumiendo: cuando un madridista quiere ver ballet, se va a La Zarzuela del bracete con su señora.
En cuanto a Número Tres, el condenado atinaba la semana pasada recordándonos que lo apasionante del fútbol es no poder saber lo que va a ocurrir en un partido hasta que ocurre, y que pueda ocurrir justamente lo que ningún cálculo hacía esperar, ni explica una vez ocurrido. Número Tres, que por pudor no se remitió a Deleuze, describió cómo irrumpe el acontecimiento en el devenir mucho mejor de lo que podría hacerlo un profesional como yo, de modo que me/les ahorro unas líneas de adorno sobre el tema. Me limito a preguntar a los dogmáticos qué sería de su doctrina, incluso en ese club que han convertido en improbable Santa Sede, si no fuera por las “apariciones” de la ardilla fuera de menú. Si después de seguir la pelota con la vista durante un largo minuto, como en esos pasatiempos en los que vas uniendo los puntos numerados, el premio no fuera más que un bonito dibujo del Pato Donald sobre el césped, ¿es que no se tambalearía su fe? A veces uno piensa que seguirían aplaudiendo igual. Los dogmas no admiten refutación, nos vino a decir el papa con nombre de pastelillo. Credo quia absurdum, nos había avisado ya el Tertuliano por antonomasia. “Confíen en mí, les irá bien”, sentenció no hace mucho otro mariano, sedicente madridista pero sospechosamente dado a dormir el balón y a esperar que la jugada se resuelva sola de puro hastío.
No todo el mundo puede ser madridista, qué duda cabe, y aquí somos muy tolerantes con las idiosincrasias de los demás por extravagantes que nos resulten. Pero por favor, señores pontífices, a nosotros dejen de medirnos porque el estilo del Madrid es dar la talla de otra manera. No nos ahoguen en sus números, mejor métanlos en el superordenador de Blatter y Villar (esos grandes benefactores de la ciencia y de la humanidad) y tengan a bien decirnos si el dogma de la Indefinida decaerá pronto —no olviden incluir en sus ecuaciones los datos de afluencia a los estadios— o bien estamos realmente ante un cambio climático-futbolístico que matará para siempre nuestro querido estilo. Es por saber si tengo que bajar al trastero a ir desempolvando el póster de Carmelo Cabrera, Wayne Brabender y compañía. Gracias.
Número Dos
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excelente articulo, tendrian que darselo a todos los entrenadores que lleguen al Madrid y leerlo en voz alta los jugadores en el descanso.
Yo recuerdo un Madrid que nada mas pisar el campo tenia ganado un 50% del partido,un Bernabeu inexpugnable. El equipo que jugaba contra el Madrid ya sabía que le tocaba correr y no cometer herrores o saldría con el rabo entre las piernas, donde a ido a parar eso? nuestra seña de identidad. el futbol rancio al que nos tienen acostumbrado de toque, dormir el partido, esperar el error defensivo, puaj, dura mas un partido que los de oliver aton. El futbol que recuerdo éra mas parecido al rugbi, de choque, directo,os imaginais si el rugbi adoptase este metodo? todos mirandose la cara y nadie ataca? jajajajaja. Se nos a perdido el respeto en los campos por eso mismo, por jugar asi.
Espero que con Benitez, un hombre de la casa que sabe de que va, volvamos a recuperar ese futbol directo y vertical. un saludo y hala Madrid siempre.