El futuro es un lugar inseguro pero aquel desengaño que duerme en el pasado sigue tan abierto como el golpe seco de una navaja mellada. Hace días cayó en mis manos un libro llamado "Midcentury memories-The Anonymous Project" y recordé aquella vieja foto. Era el hijo de tus amigos y vosotros la pareja más joven de aquel ejército de Pancho Villa. En esa foto aún no eras la joven viuda, te veo sentada al margen, leyendo. Tu sitio en aquel cuadro marcaba mi propio fuera de juego porque la cámara me delata mirándote, tras unos colegas que ríen y celebran frente a una pantalla salpicada de puntos blancos.
Conocí poco a tu marido aunque lo suficiente como para envidiarlo. Era la clase de tipo que siempre he querido ser: culto, viajado, amable, un tipo encantador que solo perdía la mesura por el Madrid. Y además, te tenía a ti. Murió joven, no alcanzo a recordar de qué, ni siquiera su nombre, porque la memoria, que es caprichosa, a veces guarda datos inútiles y borra otros necesarios, de esos que dan paz o certeza.
Desoyendo las notas al margen de mis compañeras de clase, descubrí por ti el amor iniciático y estéril y que la grandeza va más allá de una delantera mítica o del perímetro de unas caderas. Había sonado el despertador y ya era tarde para los amores de instituto pero pronto para el vértigo de un amor maduro y trascendente.
Tu casa sin él no era un hipogeo. Peregrinaba allí una vez por semana tras descontar ansioso las horas porque los días eran solo un tiempo muerto entre encuentros. El asombro eras tú recibiéndome en aquellos vaqueros, con una cerveza en la mano, los pies descalzos, y una camiseta vaporosa y vencida sobre tus hombros angulosos. Por ti aprendí a andar erguido pero también a reptar y a entrar en pánico. Y aprendí a perder. Eras la rodilla de Clara, Pauline en la playa y todo Eric Rohmer.
Te quedaste muy adentro, de otro modo no se explica que después de casi cuarenta años recuerde cada detalle de tu comedor: un sofá desgastado de tres piezas, un estante rebosando LPs y libros, una vieja Olivetti junto a un cenicero de metal lleno sobre una mesa baja y una televisión pequeña, en una esquina, siempre apagada. Y tú, de espaldas, asomada a esa ventana esperando nada. Porque en la balsa con dos náufragos y un minibar que era ese cuarto a la deriva mandaban la música y el miedo a estar solos. Dos huérfanos buscando algo de calor, solo eso éramos.
Lo mejor de la música es que está ahí, gravitando cuando más la necesitas. La excusa y el ingrediente principal de nuestras citas sin final feliz. Muy a mi pesar, porque cuando la aguja de aquel tocadiscos arañaba el principio de cada pista solo quería tener el valor suficiente para agarrar tu cintura contra mí. Luego, como cada sábado noche volvía a casa vencido, sin el sabor de tu boca, intentando adivinar desde la calle tu silueta como una sombra china detrás de las cortinas mientras me prometía no volver en un acceso de dignidad. Y sin embargo, solo podía asentir aunque nadie me viera cuando los lunes me recordabas al teléfono "no hagas planes, te veo el próximo sábado".
Las ventanas de tu casa reflejaban el sol de invierno como rosetones góticos pero el verdadero fulgor era verte fumar como solo tú sabías, sometiendo el humo. El amor duele como una patada a traición pero las penas con el pan de Los Smiths que me dabas eran menos. Aquella canción, aquella maldita luz que nunca se apagará (la canción de amor más bella jamás cantada) me trepanaba porque sentía que Johnny Marr y Morrissey la habían escrito para mí.
Me equivoqué: tarde supe que después del luto no querías ser el amor platónico de nadie, menos el mío. Lo confirmé aquel día, el de nuestra colisión: solo recuerdo nuestras bocas separarse y tu mano en mi pecho como la barrera de un paso a nivel. Un "No puede ser" es un punzón en la espalda y un signo de interrogación porque no es un "no" ni un "ahora no" sino un "no lo intentes más". Desde ese día, el cielo está nublado en Chernobyl.
Mi vida sin ti pesaba como unas botas embarradas. Mi madre me preguntó por qué ya no iba por tu casa. Supongo que no sé jugar de farol, por eso me miró y apretó mi mano contra su cara cuando no respondí; entonces supe que lo había entendido.
Lo teñiste todo durante años como el palo de campeche. De ti guardo un viejo Zippo y una lista de discos tras los que esconderme. También el sueño de que alguien me recuerde como te recuerdo a ti, influencia y referente, de dejar marca en quienes quiero como una imprimación. Ahora sé que cuando eso pasa, en ese preciso instante deseado pero inesperado, una chispa recupera el día. En ese segundo inmenso todo se ilumina porque hemos generado una memoria imborrable y somos infinitos. Sé de lo que hablo, el placer y el privilegio fueron míos.
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Precioso. Es curioso cómo las referencias culturales comunes acercan a un autor que deja de ser completamente desconocido. Gracias.
Muchas gracias, Mrs. Maisel.