8 de abril de 2020
Miércoles que es como un viernes, pero el menos viernes de los posibles. En resumen, prescindible. Tengo ganas de que cese el confinamiento y vuelva a permitirse la movilidad y las reuniones para poder pasar tiempo solo. Parece que se ha colectivizado la intimidad y es agotador, o es miedo, que en ocasiones no es más que pánico a temer.
Las mañanas se suceden similares unas a otras como aquellos fichajes surrealistas que efectuaba Jesús Gil para el Atleti. Las presentaciones de los mismos en el Calderón daban la impresión de triquiñuela financiera realizada con luz y taquígrafos para que diese la impresión de que nadie sería capaz de hacer lo que parecía que estaban perpetrando. Alguno de aquellos jugadores profesionales no se encontraba muy cómodo con el balón en los pies, como si fuese la primera vez que manejaran uno. En alguna ocasión, en lugar de hacer toquecitos con el esférico, creí que iban a sacar cuchillo y tenedor y proceder a almorzarse el cuero, que ya por aquella época es probable que tuviese una composición sintética. Quizá por eso no lo hicieran.
La sensación de pasar tanto tiempo en casa cada vez se parece más a la que se siente en el interior de una cámara anecoica, que es una habitación diseñada para absorber todas las ondas de sonido, lo contrario a una cámara reverberante. El cerebro, acostumbrado a convivir con todo tipo de reflexiones sonoras, zozobra al verse privado de ellas y siente una sensación similar a la de estar mareado en Saturno escuchando el Space Oddity de Bowie interpretado por el Príncipe Gitano. De hecho, solo se puede estar un momento dentro porque la percepción es muy desagradable.
A mediodía, decidimos que el programa de ayer de la Ruleta de la suerte es insuperable y, para mantener el sabor de boca, vemos la segunda parte de la final de Glasgow de 2017 contra la Juventus de Turín acompañadas de unas alas en salsa que cocina mi madre y que están a la misma altura que aquel partido. Sin duda.
Entre alita de las conocidas como muslitos, alita de las conocidas como piquitos o puntas y alitas conocidas como de las güenas, disfrutamos del juego de aquella final en la que el trío Casemiro, Kroos y Modrić llegó a su cénit, pero sin San Petersburgo. Algunos aseguran que incluso superó a las trillizas que acompañaban a Julio Iglesias en sus actuaciones en directo, mas no quiero ser categórico respecto a ello. El Madrid era imparable como una bola de demolición chochando contra un montículo de nata montada, aunque fuese del Canadá.
Se marcaron cuatro goles a la Juve en un partido cuando había encajado menos en toda la competición de Champions League. Fue tal el espectáculo que hasta Kedhira sintió morriña y se sumó a la fiesta desviando el balón lo necesario para asegurar que el tiro de Casemiro se convirtiese en el segundo gol. Lo hizo de espaldas y con aparente ausencia de intencionalidad como muestra de respeto a Buffon, uno de los mejores futbolistas que he visto nunca, un caballero de capacidades sublimes que apenas pudo mitigar los daños infligidos por el Madrid aquella noche en la que hizo cumbre.
Gran final la de Glasgow, si señor. Pero yo, en mis recuerdos siempre tengo la de Lisboa, y eso que me pasé el partido sufriendo, pensando "esto no puede ser, esto tiene que acabar de otra manera, el anticristo, digo el antifutbol no puede ganar este partido...". Y en esas, llegó el minuto 93 (redondeado). Un solo minuto pero qué minuto, un minuto orgasmico. Tras ese minuto ya sabíamos todos que la Décima era nuestra. ¡Hala Madrid! Y aguantad un día más
Cierto. La de Lisboa fue épica y la de Glasgow, estética. ¡Ánimo!