Este sábado, en Sevilla, el Madrid juega otra final. Es la final de Copa, la Copa del Rey, la Copa de España: la competición más antigua del fútbol español, ese fútbol tan maltratado, tan herido por la sospecha abrumadora de amaño y fraude. La Copa ha sido a menudo despreciada por el madridista, muchas veces por mor del hedor que emana de todo lo que toca la Real Federación Española de Fútbol. El hecho de que el Barcelona haya, presuntamente, pagado durante veinte años al vicepresidente de los árbitros españoles ha hecho desistir a muchos madridistas de luchar y por consecuencia amar las competiciones nacionales. Es comprensible, pero yo me niego a ello. La Copa es hermosa y el Madrid puede ganar el sábado su Copa número veinte. Lo que tiene el Madrid entre manos es mucho más que una final.
El Madrid, contra Osasuna, no juega por un título, juega por una idea. La idea de la pureza. Es una idea para con la que tiene una responsabilidad histórica. La Copa es el Madrid, no porque la haya ganado más que nadie, sino porque fue el Madrid quien la fundó. Con la Copa, el Madrid tiene una relación extraña: es el único título, quitando la Recopa de Europa, del que ha perdido más finales de las que ha ganado. Es curioso, pero es así. El Madrid ha jugado más finales que nadie, pero no es ni siquiera el segundo equipo con más entorchados. Sin embargo, la Copa de España —ahora del Rey, antes del Generalísimo, antes todavía de la República, y al principio de todo de Alfonso XIII— nació en el solar donde se levantan hoy los Nuevos Ministerios, en un cuadrangular que organizó el recién fundado Madrid Football-Club en honor a la mayoría de edad del hijo de Alfonso XII.
La Copa ha jugado un papel fundamental en la historia del Madrid, sobre todo en el Antiguo Testamento, es decir, antes de los años 40 y del advenimiento de Santiago Bernabéu. La refundación que don Santiago llevó a cabo también se apoyó, emocionalmente, en una gran conquista copera, la de 1946: apenas un par de años después de que se reconstruyera por todo lo alto el Estadio de Chamartín, el Madrid, que había perdido el lugar que ganó durante los años republicanos, comenzó a recuperar el pulso con una victoria sobre el Valencia en Montjuic. El recibimiento al equipo colapsó la Estación del Norte y propulsó a un equipo que acababa de salvarse hacía poco del descenso, pues el club lo fio todo, desde el 39, a la reconstrucción material, sacrificando la plantilla, hecha toda de los jirones que quedaron tras la guerra, un combinado de exjugadores, veteranos y gente casi de prácticas. El Madrid sobrevivió porque eso es lo que hace siempre, y las Copas jalonaron el camino que condujo, un lustro después, a la primera Liga tras la guerra, ya con Di Stéfano, preludio de la aventura europea.
La Copa ha sido a menudo despreciada por el madridista, muchas veces por mor del hedor que emana de todo lo que toca la Real Federación Española de Fútbol
La Copa también ha jugado un papel fundamental en mi madridismo. Es curioso porque sólo un madridista millennial puede decir que en menos de treinta y cinco años de vida ha visto y gozado más finales de la Copa de Europa de su equipo que finales de la Copa del Rey. Pero así es la vida y así es el Real Madrid, una belleza que surge del caos, de lo imprevisible. Yo no me acuerdo de la victoria en el 93 sobre el Zaragoza ni mucho menos de la del 89 sobre el Valladolid. Para mí la Copa empieza en el año 1998, cuando al que iba a ser campeón de Europa en Amsterdam ese año lo derribó del caballo el Club Deportivo Alavés en una eliminatoria que puso de moda una palabra hoy ya obsoleta en este tiempo de Kings Leagues y demás tonterías: matagigantes. Yo aprendí lo que significaba gobernar Europa antes que conocer el sabor de la Copa doméstica, y eso lo dice todo de una época y de un país, que como dice Ángel del Riego, tiene una psique “infectada y polvorienta”.
Pero no puedo explicar mi infancia sin el Centenariazo. Ese día amanecí con la camiseta del Madrid puesta, como mi hermano, que por aquella época, como todos los hermanos pequeños de la historia del mundo, hacía lo mismo que yo, todo el tiempo. Todo el tiempo, todo aquel día, transitamos por nuestro mundo, que era muy reducido en lo que caminaban nuestros pies, pero muy ancho en nuestra imaginación, vestidos de blanco: de blanco dormimos y vivimos, de blanco fuimos al colegio, de blanco nos presentamos en el médico por la tarde y de blanco nos fuimos a la cama, estupefactos ante el derrumbamiento de la certeza, pues el Madrid perdió una final hecha ad hoc para festejar su alumbramiento un siglo antes, y nosotros éramos demasiado chicos para entender el concepto de la hybris.
El Madrid, contra Osasuna, no juega por un título, juega por una idea. La idea de la pureza. Es una idea para con la que tiene una responsabilidad histórica. La Copa es el Madrid, no porque la haya ganado más que nadie, sino porque fue el Madrid quien la fundó
La Copa adquirió aquel día para mí un deje maldito. El tiempo no ha ayudado en absoluto a limpiarlo. Dos años después yo ya era algo más grande pero la Copa seguía debiéndome algo como a todos los adolescentes, para quienes la cuenta es demasiado grande y la realidad, un fabuloso buffet. Con algunos platos llenos de mierda, como bien pude comprobar aquella noche de abril también en la Montaña Mágica de Barcelona desde la que en el 46, según yo había leído en las antiguas historias gráficas del Madrid, el Real se había impulsado hacia el infinito, dejando en tierra las alas de cera que la postguerra había fabricado para él. Aquella noche el Zaragoza de César, Villa y Movilla empezó a construir el ataúd en donde el Mónaco y el Valencia empezaron a enterrar a un Madrid herido de muerte (como España) desde el 11M, y para mí el asunto fue algo mucho más personal: no me debía nada el mundo, se lo tenía yo que cobrar a España.
La deuda empezó a saldarse el Miércoles Santo del año de Nuestro Señor de 2011, con uno de los mejores partidos de la historia del fútbol español, si no el mejor. Desde luego que el Madrid de las cinco Copas de Europa en siete años echó a andar esa noche de Mestalla, no me cabe ninguna duda: esa noche nos hicimos todos mayores, todos le gritamos al rostro encendido de España que éramos el Madrid y que no teníamos que pedir perdón por nada, aunque todavía hubieran de pasar más cosas antes de que la Historia, con mayúsculas, pusiera a cada uno en su sitio. Vino luego Simeone, que anticipó las agonías de Lisboa en una final deprimente en el Bernabéu que consagró su concepción del Atlético y de la vida a costa de que yo me bebiera solo y melancólico media botella de bourbon en el salón del piso en el que por entonces vivía yo en Madrid. Al año siguiente, como vestíbulo de la Décima, Bale borraba todo aquello con una cabalgada hacia el infinito, otra vez en Mestalla, el estadio de las refundaciones madridistas contemporáneas.
No hay un lugar mejor imaginable que Sevilla para refundar moralmente el futbol español. Preñado de suciedad, enfermo de vileza, el juego, sagrado y puro tal y como lo sueñan los niños, yerra terminal en España por culpa del Barcelona, de la Federación y de la Liga
No hay un lugar mejor imaginable que Sevilla para refundar moralmente el futbol español. Preñado de suciedad, enfermo de vileza, el juego, sagrado y puro tal y como lo sueñan los niños, yerra terminal en España por culpa del Barcelona, de la Federación y de la Liga, culpables manifiestos —las pruebas son tan evidentes— de la degradación, que sólo una catarsis como la que yo pedía antes del partido de vuelta de la semifinal de hace un mes en Barcelona podría redimirlo ante el mundo, siquiera sentimentalmente. Vuelve a cabalgar el Madrid como el hombre de La Mancha de Cervantes y de Cabrel, el cantante favorito de Zidane, gritándole al mundo el antiguo conjuro: escúchame, mundo insoportable, es demasiado, has caído demasiado bajo, eres demasiado gris y demasiado feo, un caballero te desafío, siempre al servicio del honor, porque tengo el honor de ser yo, Don Quichotte sans peur.
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"El club lo fio todo, desde el 39, a la reconstrucción material, sacrificando la plantilla"... difícil no ver aquí un paralelismo con lo que ocurre ahora. No es lo mismo, claro. La plantilla ahora es estupenda, aunque haya más de un convidado de piedra. Pero lo cierto es que muchos empezamos a intuir que la falta de un delantero y dos laterales, y la fama de "agarrao" que empieza a tener Florentino, tiene mucho que ver con el tiempo que estuvieron cerrados los campos al público, y con los costes y sobrecostes del Nuevo Bernabéu. La reconstrucción material, el nuevo estadio, se prioriza sobre lo deportivo, y así entiendo que tiene que ser. Otros han tomado distintos derroteros en idénticas circunstancias. Las consecuencias, para unos y otros, las comprobaremos en los próximos años. Como pudieron degustarse, ya a partir de mediados de los cincuenta, las consecuencias de esa política de construcción material del club en los quince años anteriores. Con Bernabéu e incluso con sus dos inmediatos antecesores, Santos y Meléndez.
Se sabe ya el gitano que nos va a arbitrar en la Cartuja
Bravo!
No estoy, yo , mucho para esta copa. Asqueado de tantísima y reiterada ropelía a cargo de RFEF y LFP. No me gustan nada todas las señales percibidas...Están haciendo todo lo habido y por haber para que la Copa se vaya a Navarra.
Imaginad el momentazo popular de Felipe , sonriente, entregando el trofeo al representante de la modestia y humildad ...en detrimento del todopoderoso y prepotente Madrid. Lo mismo hasta vemos a Leti ofrecer un guiño al pueblo navarro , ataviada con un pañuelo rojillo...que no se diga que no fue a un colegio de pago y compartió aulas con pere sàntxeç.
No estoy mucho por la labor de contemplar algo por el estilo.
*tropelía.