La décima la ganó mi madre. Ni Ramos, ni Bale, ni el Real Madrid, la ganó mi madre un 24 de mayo y comenzó a gestarla, a prepararla como si le fuese la vida en ello, un 11 de marzo, el día en el que falleció. Hasta aquel triste día mi padre ya había saboreado la victoria otras nueve veces, pero estoy seguro de que ninguna le supo tan amarga (y a la vez tan dulce) como esa en la que mi madre consiguió la victoria sin estar presente.
Yo sabía que iba a ganarla desde el mismo día en el que murió. Y lo sabía porque ella siempre hizo bien su trabajo. Era imposible que aquel 24 de mayo permitiese que el hombre con el que había compartido su vida derramase una sola lágrima más por algo tan trivial (¿acaso no es trivial la vida misma?) como el fútbol.
Mi padre encajó su perdida con deportividad. Ni renegó de Dios, ni maldijo, ni blasfemó más allá de lo necesario. Simplemente se limitó a llorar, posiblemente por contraste con mi madre, a la que no vi llorar nunca. Hasta en eso supieron repartirse la vida.
Después del entierro se quedó con nosotros. De aquellos luctuosos días solo recuerdo que su aflicción era tan grande que tapaba la mía. No había un resquicio para mi dolor cuando el suyo lo ocupaba todo. Era su dolor tan grande que hasta la puerta de Altolaguirre se le había quedado pequeña. Ya no le llegaba a la cintura, ya le cubría entero y tenía que salir de casa nadando, frotándose sus enrojecidos ojos para ver algo de luz donde no la había.
No habían pasado ni dos semanas cuando, a pesar de nuestros ruegos, cogió su pequeña maleta (creo que antes de venir ya lo tenía decidido) y se marchó. Le insistimos en que era muy pronto para volver, que se iba a sentir tan vacío como lo estaba su casa, que estaría mejor acompañado, pero fue inútil.
Unos días antes de la Final yo estaba convencido de que mi madre ya estaría preparando la victoria. Siempre me la he imaginado peleando el triunfo con otras madres, cada una con sus amores o sus colores, en una encarnada lucha, plantando flores, viendo añejas fotos, ordenando recuerdos o cocinando guisos que extendiesen su aroma hasta la tierra.
Y sé que fue una batalla dura e igualada que ganó al final, agotada, extenuada, pero con una cansada sonrisa que, como siempre hizo, se dedicó a repartir. Posiblemente la primera sonrisa que esbozó mi padre desde su desaparición.
El día anterior a la final estuve a punto de llamarle para que la viésemos juntos pero algo (imagino que mi madre) me lo impidió. Vivíamos a cuarenta kilómetros de distancia y al día siguiente, el 24, cuando ya estaba dentro del coche para ir a verle, le llamé. Era muy temprano y cogió el teléfono adormilado. Hablamos de todo y de nada hasta que le oí, como casi siempre que le llamaba, sollozar. Le dije si quería que fuese para que comiésemos juntos pero me dijo que no, que no hacía falta, que estaba bien. Y colgó. Tardó cinco minutos en volver a llamarme (imagino que el tiempo que tardó en calmarse) y me dijo que se encontraba bien, que no me preocupase, que se iba a caminar un rato y que a la noche vería la Final. Yo no dije nada y él no dijo nada. Tampoco hacía falta. Los dos sabíamos que él quería ver aquella final solo con el recuerdo de mi madre. Estuve a punto de decirle que no se preocupase, que mamá se encargaría de todo, que la Décima sería su regalo pero me callé. Al fin y al cabo era una sorpresa, algo entre ellos dos.
Esa noche no me hizo falta estar a su lado para saber lo que hizo. Se sentó en uno de los dos butacones de la sala, el suyo, el más cercano a la ventana, cogió la manta de angora de mi madre que siempre tenía a su lado y se tapó la piernas, solo la piernas, nada más, igual que siempre hacía madre, como si para él aquella manta fuese un abrazo suave y cálido que le cubriese mansamente la tristeza.
Ese año, después de la cena de Nochevieja, cuando terminamos las uvas, y me abrazó intentando decir algo que le quebró la voz, decidí pedir a los Reyes algo especial.
Dos días después me presenté en su casa a las ocho de la mañana, le saqué de la cama y le dije que hiciera la maleta, que los Reyes venían por adelantado y que nos íbamos de viaje. Mis padres, a pesar de que habían viajado mucho, no conocían Madrid. Era uno de esos eternos viajes que por una causa o por otra, por el destino, por el temor a perderse entre sus grandes edificios, por el desconocimiento y sobre todo porque su hijo siempre les decía que a Madrid les llevaría él para hacerles de guía y nunca cumplía su palabra, siempre se posponía, así que pensé que entonces, cuando yo podía dedicarle todo mi tiempo, sería una buena idea salir un poco de casa los tres juntos (mi madre, a pesar de su ausencia, siempre nos acompañaba) y hacer turismo por la Capital. Cuando se lo conté refunfuñó un poco, me dijo que tenía que haberle avisado con más tiempo y que no le apetecía mucho aunque noté en sus ojos que la idea no le desagradaba. En poco más de una hora ya estábamos en camino y cuando nos quisimos dar cuenta ya nos habíamos registrado en el hotel y estábamos comiendo. Después de hacerlo llamé a un taxi. Cuando llegó le dije a mi padre que esperase un poco, hablé con el taxista, le expliqué mis intenciones y le di la dirección. Luego saqué el pañuelo que llevaba preparado en el bolsillo, le dije que entrase en el coche, y aunque la vergüenza le impidió aceptar en un primer momento, no tardé en convencerle de que le tenía que vendar los ojos ya que íbamos a ver a los Reyes y a estas alturas de la vida la magia había que ganársela.
Durante el trayecto no dijo nada y yo tampoco. El taxista, conocedor de lo que quería hacer respetó aquel momento, y en menos de quince minutos nos dejó frente al regalo. Pagué la carrera, le di las gracias por su colaboración y saqué a mi padre del coche todavía con la venda en los ojos. Dimos unos pasos, me situé detrás de él, le di un abrazo rodeando con mis brazos aquellos doloridos 78 años y desaté el nudo del pañuelo que cayó al suelo quedamente, mecido por la álgida brisa que soplaba a esa hora en La Castellana. El Bernabéu miró a mi padre y mi padre miró al Bernabéu. Ninguno de los dos dijo nada y yo me uní a su silencio. Luego, dulcemente, paso a paso, como si se conociesen de toda la vida, mi padre comenzó a caminar hacia su encuentro. Yo me quedé quieto, completamente inmóvil, anhelante. Estaba a unos diez metros y mi padre miró hacia arriba, hacia el escudo, mantuvo la mirada un tiempo que se me hizo eterno y luego se giró y vino hacia mi. Me abrazó, me dio las gracias y comenzó a hablar atropelladamente de mil y una historias. Yo le dejé hacer, hablaba y hablaba. Iba y venía por su vida entre Copas de Europa y Ligas. Pasaba de goles a triunfos, de la pasión al fracaso, del dolor al amor, de su niñez a su juventud. Hablaba de mi madre, de sus padres, de mí y de mil cosas más que se mezclaban unas con otras como si sus recuerdos y los goles entretejiesen su vida.
Lo rodeamos, lentamente, con ternura, como si el Bernabéu fuese aquella suave manta que envolvía las piernas de mi madre. Caminábamos muy despacio, fijándonos en todos los detalles, tocándolo con la mano, percibiendo como el hormigón se convertía en angora, hasta que apenas sin darnos cuenta, ensimismados como estábamos, llegamos a la taquilla y compramos las entradas para ir al Museo. Con ellas en la mano, mi padre subió las escaleras de la torre como quien conquista una montaña. Paso a paso, con el caminar de los alpinistas cuando están llegando a la cima, de forma lenta pero constante, descansando en cada piso para tomar aire y para que sus desgastadas y doloridas rodillas se recuperasen del esfuerzo. Tardamos una eternidad que pasó en un instante y cuando llegó arriba, cuando llegó a ese punto de Madrid del que dicen que llegas al cielo, sonrió de la única forma que puede hacerlo alguien que por primera vez se asoma al Bernabéu: sonrió con orgullo.
Dos horas más tarde habíamos terminado la visita. Muchas imágenes de su vida eran parte de aquel Museo y se detenía delante de ellas como quien rememora un olor.
Le saqué muchas fotos y el día de Reyes, cuando ya estábamos en nuestra casa viéndolas juntos delante del ordenador, me di cuenta de que sus piernas arqueadas por montar a caballo en la mili le hacían confundirse con las Copas que inundaban aquellas salas. Tenía cerca de doscientas imágenes y cuando acabamos de verlas me dijo que había una que quería para casa, que se la enmarcase. Le pregunté cuál quería y me dijo que era una en la que él estaba delante de las diez Copas de Europa. La buscamos y en ella aparecía mi padre delante de la vitrina en la que relucían los trofeos. Contempló la foto y noté que empezaba a emocionarse. Fue casi imperceptible, un leve aleteo, un rastro de angora, la soledad o el cegador brillo de las Copas.
-¿Sabes? – me dijo conmovido. -Nunca se lo he dicho a nadie pero estoy seguro de que la Décima la ganó tu madre.
Tio, me has emocionado. Un abrazo enorme.
No esta mal, nada mal, empezar el año con un relato magnifico, lleno de ternura, evocador de recuerdos familiares entrañables, colofon perfecto para unas fechas que siempre nos traen a la mente el recuerdo de seres queridos que no están (sobre todo si son recientes), que se les echa de menos.
A ver si entre la tuya y la mía nos echan una mano y empujan al equipo para remontar el vuelo.
Gracias Fred.
¡Y la mía! Que se unan nuestras madres y que desde allá arriba nos guíen y nos insuflen aires de victoria. 😉
No he podido evitar emocionarme, Fred; ya desde la mitad del artículo te leía con los ojos llorosos, haciendo un esfuerzo por leer bien, por no perderme nada. ¡Qué grande eres, Fred! Gracias miles por esta maravilla de artículo, y que ese amor por el Real Madrid, esa pasión por nuestro club, esa magia de tu padre y los sentimientos de tu padre nos impregnen a todos (club y afición) todo este 2016 y siempre. ¡Hala Madrid y nada más!
Quise decir "magia de tu madre". Ya sabía yo que las lágrimas no me iban a dejar ver bien algo, en este caso lo que escribía yo...
Estoy convencido que la influencia de su madre en la conquista de la décima fue igual e incluso mayor que la influencia que tuvo Carlo Manofloja y no es coña.
Gracias por este delicioso y a la vez emocionante articulo, lo considero un homenaje a las madres madridista, y sobre todo le quedo muy agradecido por recordarme el madridismo de mis padres, alos cuales perdi hace muchos años.
PRECIOSO artículo. No más palabras, emborronarían.
Desde el dolor en carne viva por la pérdida de mi madre hace pocos días te doy las gracias por tan maravilloso escrito. GRACIAS, MUCHAS GRACIAS.
Un abrazo muy fuerte, F.
Gracias a ti.
Todo mi ánimo y un enorme abrazo.
Gracias a todos por vuestras amables palabras.
Me emociona saber que a muchos de vosotros mi madre os ha servido para recordar (y aliviar) un poco vuestro dolor.
Un fuerte abrazo.
Pues sí, Fred. Por haber ganado la Décima, VIVA LA MADRE QUE TE PARIÓ.
Llego cuatro años tarde a este artículo. Quizá por las fechas sea por lo que se me pasó.
Muchas gracias, Fred. A ti y a toda tu familia. Un fortísimo abrazo.
Que bello relato. Lo leí con mucha emoción. Graciaa
Que bonito Fred, una historia preciosa llena de sentimiento y de amor por nuestro equipo.
Llevo una semanita con la lágrima en el ojo que vaya tela, entre el partido del miércoles y esto, no paro.
Un abrazo.
Me has emocionado ☺️ la lectura del artículo parece una película k la estás viendo en todo momento un abrazo crack
Me ha emocionado. Me pasó algo parecido con la Duodécima, fue el último partido que vi con mi madre, murió mes y medio después. Estábamos los 3, mi padre, mi madre y yo. Ella siempre disfrutaba al vernos a mi padre y a mi cuando jugaba el Madrid, nunca olvidaré su sonrisa al terminar ese partido y su cara de felicidad al vernos a los 2 con esa sensación de ganar una Champions, nuestra Champions.
Gracias por el artículo, es precioso.
Mi madre nos ayudó con la remontada.
Ella sabía de mi delirio por el Madrid, al ver los noticieros españoles se mantenía al día con la actualidad del Madrid y estaba siempre pendiente para intercambiar alguna palabra sobre el acontecer del Madrid.
Inesperadamente Mi madre partió al encuentro con Dios el pasado 14 de mayo y este 9 marzo sería su 68 cumpleaños y coincidía con el juego de vuelta en el Bernabéu.
Llegó el día mientras yo pensaba en la paella que hubiese hecho para celebrar su cumpleaños y esperar por el partido, pero por cosas destino mi mamá no estaba y yo al igual que mi familia salíamos del covit, por que vi el juego solo con la compañía de mi cuñado fanático debilitado del Barcelona.
Mientras veía el juego solo pensaba en todas esas noches mágicas y que está con la ayuda de mamá en el cielo sería otra.
No sigo contando porque todos saben el final de la historia. Hala Madrid, en honor a todas nuestras madres.