El principal reto al que se enfrenta el columnista a la hora de describir una nueva gesta del Real Madrid es evitar la redundancia. El bendito problema de convertir lo excepcional en lo cotidiano reside en cómo conservar la condición de extraordinario de algo que se ha transformado en rutina. Se diría que todo se ha escrito ya, y uno está tentado de sucumbir a la tentación de la autocita, más por incapacidad que por jactancia. ¿Acaso no dijimos ya que la historia del Madrid es la más grande jamás contada? ¿Acaso no explicamos ya que el Madrid es el club con el carácter más literario de todos? ¿Acaso no argumentamos ya los motivos específicos que sustentan la anterior afirmación? A saber: una acumulación abrumadora de episodios épicos, una importancia decisiva de los personajes secundarios en los momentos cruciales y una irrevocable tendencia a que todos los finales, a menudo felices, queden a su vez abiertos, pues siempre hay un reto posterior. Qué quieren que les diga, en el canon del bachillerato se han colado filósofos con doctrinas menos estructuradas que esta. ¿Acaso no se cumplió la otra noche una vez más, de manera íntegra y absoluta?
El bendito problema de convertir lo excepcional en lo cotidiano reside en cómo conservar la condición de extraordinario de algo que se ha transformado en rutina
Sin embargo, el columnista siempre está obligado a rellenar su página. Por tanto, conviene armarse con una lupa y escudriñar los detalles, tratando así de encontrar los elementos novedosos dentro del parménico paradigma. Aunque en primera instancia pueda parecer una misión imposible, en realidad nunca lo es del todo. No en vano el Madrid suele obsequiarnos, por rocambolesco que parezca, con un perpetuo y circense “más difícil todavía”, incluso en aquellos aspectos reproducidos hasta la extenuación. Verbigracia: si las remontadas europeas, auténtico sello de identidad del club, se han logrado de todas las formas imaginables a lo largo de la infinidad de eliminatorias superadas en toda la historia de la entidad, en Mánchester se nos demostró que aún existe espacio para la inventiva. El Madrid remontó aquello que le faltaba... ¡una tanda de penaltis! Sublimando al extremo, al mismo tiempo, la propensión antes mencionada al protagonismo de los secundarios en el instante decisivo. En esta ocasión fueron hasta cuatro: Lucas Vázquez, Nacho Fernández, Antonio Rüdiger y, por encima de todos, la circunspecta figura de Andriy Lunin.
Por otro lado, para llegar a ese punto el equipo había tenido que soportar un bombardeo cuya magnitud constituía en sí misma otra novedad. Sin duda los aficionados más veteranos podrían mencionar un listado de episodios también caracterizados por el sufrimiento extremo — la mayoría de los cuales se localizaron en estadios alemanes, de Lombardía o de Yugoslavia, como si el reinado europeo del Madrid hubiera tenido que construirse contra el imperio austrohúngaro— , pero lo acontecido en el Etihad presenta una diferencia esencial. En todos los lances anteriores en los que el Madrid fue avasallado, siempre hubo un espacio para alguna acción de respuesta, aunque fuera impotente o incluso patética. Una propinilla, un gesto, un simbólico derecho al pataleo. La segunda parte en Mánchester no lo permitió. El City se erigió como una máquina sin sentimientos, táctica, técnica y físicamente inverosímil; quizá poco contundente en el último tramo para semejante exuberancia, mas inflexible en su afán opresivo. El principal mérito del Madrid estribó en no caer en el presumible desquicie que sufren los asfixiados, carentes de toda esperanza. Fuera del campo, agazapado frente al televisor, el madridismo vivió en su carne la desesperación que Conrad supo resumir en un párrafo de su corazón de las tinieblas:
«He luchado a brazo partido con la muerte. Es la contienda menos estimulante que podéis imaginar. Tiene lugar en un gris impalpable, sin nada bajo los pies, sin nada alrededor, sin espectadores, sin clamor, sin gloria, sin un gran deseo de victoria, sin un gran temor a la derrota, en una atmósfera enfermiza de tibio escepticismo, sin demasiada fe en los propios derechos, y aún menos en los del adversario. Si tal es la forma de la última sabiduría, la vida es un enigma mayor de lo que alguno de nosotros piensa.»
Y, pese a todo, no fue suficiente. El Madrid sobrevivió y venció. Como de costumbre, los antis se apropiarán de Unamuno sin haberlo leído, solo para utilizar de manera impúdica su muletilla más famosa —a estas alturas, sospecho que más de uno piensa que lo que dijo don Miguel en Salamanca, antes que “venceréis pero no convenceréis”, directamente fue que “el Madrid no juega a nada” —. Al fin y al cabo, hay ámbitos de la realidad y sectores de la opinión tan cerriles en los que ni el columnista más avezado sería capaz de encontrar una novedad que les otorgue un mínimo refinamiento. En cualquier caso, conviene guardarles algo de compasión. Imaginen por un momento la condena de tener que observar, desde esa posición, la repetición cotidiana de lo irrepetible.
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