Uno podría pensar que, cuando se despierta una mañana de domingo como campeón de Europa o del mundo, la satisfacción va a dejar alguna huella visible, más allá de la inevitable sonrisilla de regocijo con la que afrontar los quehaceres. Partidario como soy del fútbol como territorio de lo íntimo, celebro la demostración de altura moral que proporciona la templanza; no obstante, habrán de reconocer que posee un punto de excentricidad. Tampoco se trata de pasarle el parche por la cara al churrero o al quiosquero, desde luego, pero insisto en que a veces me asombra la sencillez con la que la mayoría del madridismo asume la victoria como su estado natural, casi obligatorio. De inmediato me viene a la mente aquella frase de Glenn Gould: “La finalidad del arte no es la descarga momentánea de un poco de adrenalina, sino la construcción, durante toda la vida, de un estado de sosiego y admiración”. Sin saberlo, el genio canadiense describió perfectamente lo que es el Madrid.
Por otro lado, la incesante convivencia con el triunfo provoca consecuencias insospechadas en un sector de la afición. Algo que a menudo se traduce en ridículas discusiones bizantinas que cualquier profesional consideraría como sugestivas de frenopático. Ayer, sin haber acabado el partido, había hinchas que conversaban acerca de si cambiaban ganar el mundialito -nótese que el diminutivo para referirse al título aparece o desaparece en función de quién es el vencedor- por la eliminatoria contra el Liverpool o por la Copa del Rey. Es cierto que el juego del “qué prefieres” constituye un simple divertimento habitual en multitud de cenas y botellones adolescentes; sin embargo, en este caso permite efectuar dos lecturas muy interesantes acerca de la psique del madridista que lo practica. En primer lugar, implica la admisión tácita de cierta proporción de victorias como patrimonio indubitable, con el cual se permiten mercadear de igual forma que un latifundista intercambia unas tierras por otras. En segunda instancia, revela una especie de creencia inconsciente en algún tipo de karma; al fin y al cabo, uno solo se plantea la sandez de qué trofeo escoger a partir de la creencia más o menos subconsciente de que ganarlos todos resulta excesivo, incluso para el Madrid.
Más allá de todas estas reflexiones, habrá quien argumente el conocido estribillo: nunca hay que alegrarse demasiado, ni hacia dentro ni hacia fuera, porque el fútbol per se no es tan importante. Cualquier otro día me encantaría responder a estos pretendidos estoicos acerca de si, desde su morigerado pedestal, la búsqueda de la felicidad en las pequeñas cosas supone un objetivo vital adecuado para dar sentido a una existencia; de ser así, les pediría que me detallasen sus aficiones particulares, por comparar un poco y, quién sabe, acaso por partirnos la caja con su altivez previa. Pero, sin que sirva de precedente, hoy confesaré estar parcialmente de acuerdo con ellos.
En efecto, en ocasiones hay cosas más importantes que el fútbol, y hasta que el Madrid. Un ejemplo muy concreto fueron los tweets que Mina Bonino escribió durante la disputa de la final, en los que explicaba el calvario que tanto ella como su marido han sufrido durante las últimas semanas, y que probablemente influyó en el discreto rendimiento ofrecido por Fede tras el Mundial de Catar. Hace ya muchos años que Jorge Valdano popularizó en España aquello del fútbol como un estado de ánimo; y si en la plantilla actual del Madrid hay un jugador que encarna dicho enunciado, ese es Valverde. El propio centrocampista reconoció en otra ocasión, en los meses más duros de la pandemia, que sus circunstancias personales afectaron decisivamente a su juego. Su sinceridad no solo le honra, sino que regala al hincha un par de lecciones muy estimables.
Por una parte, que los futbolistas son personas con altibajos para cuyo enjuiciamiento, si se desea ser ecuánime, resulta necesaria una perspectiva más amplia en el tiempo. Y por otra, que hay que valorar los triunfos de manera individual, uno a uno, sin considerarlos una dádiva inevitable o una mercancía con la que se puede juguetear para conseguir otras, a priori más atractivas. Como la pareja ha podido comprobar en sus propias carnes, la vida no ofrece garantías a nadie. El mismo cronista que preveía aprovechar la gracia sempruniana para titular con un "Federico Valverde se despide de ustedes" se verá obligado, tras la actuación del Pajarito en Marruecos, a modificarlo por un “Federico Valverde se presenta de nuevo ante ustedes”. En un Madrid dividido no ya entre veteranos y noveles sino entre los que la piden al pie y los que la piden al espacio, el concurso de este Valverde tiene visos de relevancia capital. Diré más: el sueño uruguayo acerca de la capitanía blanca no es ninguna entelequia. Ojalá lo veamos. Mientras tanto, háganme caso y alégrense, sea con euforia o con sosiego. Somos campeones del mundo y, si Dios quiere, pronto habrá un madridista más para celebrarlo.
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