Dame un minuto: El telegrama

Hubo un tiempo, tampoco hace tanto, en que el ferrocarril transportaba las noticias que de nosotros recibía la gente que nos quería y las que nos llegaban de ella. Al escribirlas, las vestíamos de emociones. Y surcaban el mundo los trenes correo intercambiando sacas repletas de afectos en todas las estaciones. Si el mar nos separaba, un vapor venía en concurso de la comunicación. O el avión, cuando se hacía más apremiante, y escritos en papel de seda, para que pesaran menos, volaban nuestros sentimientos envueltos en sobres orlados de tricolor con la leyenda “Air Mail” impresa, que se tenía por instrumento extraordinario. Estábamos hechos a disfrutar la amable demora del correo, la emotiva sensación de extraer del sobre las cuartillas de una carta borrachas de pasión, afecto, ternura, dolor o alegría, de piedad… y disponerse a leerlas

Los telegramas eran otra cosa. Recibir un telegrama de improviso nunca fue buena idea. Esos pequeños sobres azules, plegados sobre sí mismos, eran de mal agüero. En una jerga más seca que sobria, escritas en letras de molde sobre las tiras de papel pegadas a sus entrañas, solían traer malas noticias. Abrir un telegrama nos suspendía el ánimo. Dentro no encontrábamos emociones, sino puñaladas.

La semana pasada, alguien que no nos entiende nos mandó un telegrama. Como para especular están los medios deportivos, y no participo de esa clase de aquelarres, no dedico aquí una palabra a las causas de la renuncia de Zidane al año de contrato que aún tenía firmado con el Madrid. Me entristece. Mucho. No sé si mis sentimientos coinciden con los de la mayoría de los madridistas, pero no puedo estar más seguro de que los comparto con buena parte de ellos. Gente que, con el regreso valiente de Zidane, vio renacer la esperanza en lo imposible. Mi gente. La que habría agradecido, digo yo, una carta de afecto o de consuelo en vez de un telegrama. Pero qué sabré yo, si para eso hay profesionales.

Fotografías Imago.