El descubrimiento de la decepción
Para cuando la Copa del Mundo de Francia, en el verano del glorioso año de 1998, había ocurrido algo extraordinario en mi vida: el Madrid había ganado una Copa de Europa. No una cualquiera, sino la Copa de Europa. Cuatro años después de Estados Unidos 1994 yo ya tenía una idea mucho más clara de lo que eran las cosas, al menos me iba haciendo una composición de lugar: ya distinguía entre el Madrid y España y aunque no supiera medir del todo la trascendencia de aquello que llamaban Copa de Europa o Champions League, sí que sabía que una cosa era el Real y otra, la Selección española.
Sin llegar a los diez años, en efecto, tuve la suerte de vivir algo prodigioso. La última vez que el Madrid tuvo entre sus manos aquel objeto plateado, magnético, que atrapaba toda mi atención y que hacía feliz a todo el mundo a mi alrededor, mi padre todavía no había cumplido cinco años. Él tuvo que esperar treinta y dos para volver a vivirlo, yo sólo nueve. Yo era, a todas luces, un niño afortunado, como lo he seguido siendo toda mi vida. Ya por entonces descifraba el mundo a través del cristal dorado del pensamiento mágico: si el Madrid había ganado un trofeo dificilísimo, al que llevaba aspirando por generaciones, que hacía tanto tiempo que no ganaba y se lo había ganado a un equipazo con absoluta naturalidad, ¿cómo no iba a ganar España el Mundial, si además con España jugaban también Fernando Hierro y Raúl, dos de los mejores jugadores del Madrid? Cuando empezó la decimosexta edición de la Copa del Mundo de selecciones nacionales, yo estaba en pleno subidón: ganar era lo más sencillo del mundo, el Madrid lo acababa de hacer derrotando al monstruo final del juego, aquella Juve invencible en la que jugaba un semidiós francés, Zidane, y que España fuera campeona del mundo ese verano era la continuación lógica de lo empezado en Ámsterdam a finales del mes de mayo. En mi cabeza, era lo que tenía que ser, lo que iba a pasar.
El Madrid había ganado una Copa de Europa. ¿Cómo no iba a ganar España el Mundial, si además con España jugaban también Fernando Hierro y Raúl, dos de los mejores jugadores del Madrid?
El Mundial se jugaba en Francia. Yo nunca, por supuesto, había estado en Francia. Por aquella época un niño de pueblo, en el sur de España, podía tener ideas extrañas sobre Francia. Todavía por entonces los agricultores franceses volcaban la fruta y la hortaliza española que cruzaba la frontera. En mi casa, que es una casa de campesinos, aquellas imágenes, cuando salían por el televisor, en el telediario, causaban espanto y furor. Tantos tesoros de la tierra, con lo que cuesta sacarle algo, lo que sea, a la tierra, tirados, machacados sobre el asfalto de frías y lejanas carreteras pirenaicas, las puertas de los camiones abiertas de par en par, aquella algarabía violenta, todo confluía para que yo tuviera una imagen nefanda de los franceses.
Además, se decía que Francia había nacionalizado a aquel tipo tan bueno de la Juve, Zidane, para que jugara por ellos y ganara el Mundial. Naturalmente, todavía no estaba en condiciones de entender muy bien el derecho de ciudadanía, la emigración y la aculturación. Tampoco nadie se había parado a explicármelo. La cosa es que Francia era una especie de súcubo, el compendio de todo lo que estaba mal en el mundo y, estaba claro, el enemigo a batir. En cierto modo, las cosas no han cambiado demasiado: hay una extraña y risible francofobia entre la chavalería, alimentada por el asunto de Mbappé, que entronca con el viejo y soez desprecio a lo francés tan castizo y tan de aquí, que curiosamente funciona un poco como la imagen invertida del afrancesamiento (por no decir venta al por menor) de la clase dirigente.
Era mi Mundial, lo deseaba con toda fruición. Todo estaba listo: el Madrid, campeón, y la Selección, un plantel de tronío. La segunda equipación, tan blanca otra vez, era preciosa. Y aunque seguía entrenándola Javier Clemente, nada podía fallar
Pero me estoy desviando. En 1998 yo era un niño feliz. Ese año, por Reyes, me regalaron la Playstation, es decir, la primera, la original, el objeto de codicia y ensoñaciones de la generación tardomillennial. Con la play, Tomb Raider, el FIFA 98 y el International Soccer Pro, el día y la noche de los juegos de fútbol. En mayo hice la Primera Comunión, tres días antes del 20, así que figúrense. Incluso le escribí una carta a Mijatovic invitándole al convite. Sin embargo, como pensé que estaría concentrado para la final, no quise entrometerme y la dejé sin enviar: en la dirección, a falta de otra cosa, había puesto Concha Espina. El Mundial de Francia iba a ser el colofón. Su canción era un auténtico pelotazo. En la fiesta del final de aquel curso de Cuarto de Primaria hasta bailé como Ricky Martin. Era mi Mundial, lo deseaba con toda fruición. Todo estaba listo: el Madrid, campeón, y la Selección, un plantel de tronío. La segunda equipación, tan blanca otra vez, era preciosa. Y aunque seguía entrenándola Javier Clemente, nada podía fallar. Recuerdo incluso los anuncios. Aquel Mundial vino precedido por una campaña publicitaria maravillosa, en España y en el mundo. No sólo fue el famoso anuncio de Nike con Brasil en el aeropuerto: Caja Madrid (lo recuerdo como si lo viera otra vez en la pequeña tele de la cocina que había sustituido al armatoste del verano del 94) convirtió el Stade de France de Saint-Dennis en una plaza de toros, y la megafonía anunciaba a las estrellas españolas ante el miedo de miles de franceses, que contemplaban la salida de unos miuras tremendos. “Que se vayan preparando”, decía el eslogan.
Por supuesto, nos preparamos. Yo estaba preparado, preparadísimo. El primer día España jugaba de blanco, contra Nigeria, y empezó marcando Hierro, que luego le dio un pase telescópico a Raúl para que metiera el 2 a 1. Yo ya me vi campeón. El césped, aquella tarde de junio en Nantes, brillaba como en el FIFA de la play. Nigeria estaba repleta de jugadores buenos y carismáticos, pero mi confianza en España no era de este mundo. Pertenecía, concretamente, a un mundo mejor: era una confianza madridista. Muy pronto descubrí que la Selección nunca iba a merecerla, ni siquiera en sus mejores días, porque la Selección no era el Madrid y nunca iba a llegar a serlo.
No obstante, todavía tenía camino por recorrer a lo largo de aquella senda de la decepción. Como todo el mundo sabe, España perdió el control de aquel partido contra los nigerianos y terminó perdiéndolo de manera no sólo absurda, sino cómica. No hay nada que desangele más a un niño que ver hacer el ridículo a quien admira, a aquel de quien espera una proeza, algo inverosímil, propio de superhéroes o de los sueños. A la derrota inicial le siguió un penoso empate a cero ante la Paraguay de Chilavert, a quien yo ya conocía bien a través del Marca. Creo que fue aquel verano cuando tomé la costumbre, que me quité con el tiempo, de comprarme todos los días el Marca. Con el Marca coleccioné una hermosa guía del Mundial, de tapa dura y anillas, en la que cada día introducía una ficha de una selección participante y gracias a la cual conocí a fondo la historia de aquel campeonato del mundo. Aunque España no lo ganara y a mí se me empezara a ir algo por dentro, siempre miraré a Francia 98 con cariño porque con esa guía me empapé de historias prodigiosas como la del Maracanazo, el gol fantasma de Inglaterra y el robo de la copa Jules Rimet, que acabó por encontrarla un perro; las primeras selecciones que jugaron el Mundial de Uruguay, que estaba tan lejos que sólo se podía llegar en barco; la final de México 70 con Beckenbauer y su brazo en cabestrillo, el gol de Zarra a los ingleses en Brasil o el mangazo de los italianos en el año 34, cuando sólo el fascismo y Giuseppe Meazza pudieron frenar a la subcampeona olímpica de Amberes.
Mi confianza en España no era de este mundo. Pertenecía, concretamente, a un mundo mejor: era una confianza madridista. Muy pronto descubrí que la Selección nunca iba a merecerla, ni siquiera en sus mejores días, porque la Selección no era el Madrid y nunca iba a llegar a serlo
Después del 0-0 con Paraguay recuerdo que a mi alrededor la tensión se desinfló como se desinflan los globos después de una fiesta de cumpleaños. La expectación nerviosa de mis padres, de mis amigos de la playa, de mis tíos y abuelos y en general de todos los que yo leía en los periódicos o escuchaba por la radio o por la tele hablando de España y del Mundial se transformó, de golpe, en chanza. El español promedio tiene una curiosa manera de canalizar la frustración, digamos ligera, como la que produce el fútbol o, por ser más exactos, el fútbol de selecciones: de inmediato le pierde el respeto o la distancia reverencial al objeto amado y se cachondea cruelmente de él. Eso apenas lo he visto con el Madrid a lo largo de mi vida, hablo de mi entorno, pero sí con la Selección. España, de favorita temible, había pasado irremediablemente a ser una broma, una comparsa llena de mamarrachos. Nadie confiaba en pasar a octavos y en efecto no se pasó, aunque se goleó a Bulgaria. Que se golease a Bulgaria, precisamente, con una goleada histórica, no hizo más que aumentar la chacota, lo que a mí, honestamente, me desmoralizó por completo: no sólo España no iba a entrar en el salón que albergaba todas esas historias maravillosas que yo leía en la guía del Marca sino que tenía que soportar la burla generalizada a mi alrededor.
Por supuesto, seguí viendo el Mundial. Recuerdo especialmente el Argentina-Holanda y el gol de Bergkamp, que me fascinaba. Era como un torero, un bailarín, su técnica y su capacidad de danzar sobre la pelota y sobre sí mismo, como la muñeca de una cajita musical, sólo la ha heredado luego Benzema. Recuerdo el gol de Owen a los argentinos y la expulsión de Beckham, la tanda de penaltis entre italianos y franceses y los goles de Noruega a Brasil, la favorita suprema, absoluta, el equipo de videojuegos que mostraba síntomas preocupantes de cansancio. Cuando los brasileños eliminaron en penaltis a Holanda en semifinales y se clasificaron, como era casi una obligación, lo que todo el mundo esperaba, para la gran final de París, recuerdo a Taffarel de rodillas siendo abrazado por una piña amarilla. Taffarel me llamaba la atención por el nombre, que me sonaba a italiano, y por su color de piel: era un gigante blanco, blanquísimo, en una selección café con leche.
En la final yo iba con los brasileños porque siempre me han parecido, al contrario de lo que piensa mucha gente, el Real Madrid de las selecciones. Más allá del Madrid sólo la selección brasileña de fútbol atrapa la imaginación de las generaciones, una detrás de otra, del mismo modo. Brasil es lo que a todo el mundo le gustaría ser alguna vez, aunque la deteste. Brasil es el que más mundiales tiene, el equipo de más glamour, incluso el amarillo canario de su camiseta tiene el poder taumatúrgico de la camiseta blanca del Real, que todo lo agranda o aniquila. En la final yo también iba con Brasil por Roberto Carlos, claro, y por Ronaldo, que se había ido del Barcelona y por lo tanto ya me caía bien. En el fondo esperaba que algún día jugase en el Madrid, aunque eso iba a llegar más tarde, después del siguiente Mundial.
Más allá del Madrid sólo la selección brasileña de fútbol atrapa la imaginación de las generaciones, una detrás de otra, del mismo modo. Brasil es lo que a todo el mundo le gustaría ser alguna vez, aunque la deteste
Es curioso porque de aquella final del 98 apenas recuerdo nada, más allá de los dos golazos de cabeza casi seguidos, del futbolista que más me ha fascinado y creo que me fascinará en toda mi vida. Zidane fue ese día para mí una presencia fantasmagórica, una especie de Dios vengador que apenas sonreía y que jugaba con una furia extraña, especial. A lo mejor jugaba escuchando cómo le batían en la sangre los tambores de toda su estirpe de beduinos que ululaban clamando venganza, una venganza inconfesable que él, aquella noche, se encargó de ejecutar en el lugar, en el barrio (eso lo leí más tarde, de adulto) que su padre ayudó a levantar, como un currito más, argelino en Francia en busca del gran sueño.
Getty Images.
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