El estupor
En el verano del año 2002 yo cumplí 14 años. Con 14 años tiene uno las venas abiertas del mundo. Nada se vive con tanta pasión como cuando se tiene catorce años: las alegrías, son absolutas, las penas, también. Una derrota es el apocalipsis. Todo es blanco o negro, todo es definitivo, sturm und drag. A esa edad la vida empieza a perder la cadencia lenta y fuera del tiempo que tiene la niñez. Coge ritmo, velocidad y por supuesto uno comienza a estar dentro del tiempo. Comienza a vivir en el tiempo y siente esa necesidad de lo absoluto, de participar del tiempo. España aterrizaba en el primer mundial asiático de la historia igual que en Francia, cuatro años antes: como una de las favoritas. Y yo, por supuesto, me lo creía, porque además de vivir lo que me gustaba intensamente, el Madrid había ganado, desde mayo del 98, otras dos Copas de Europa más. Lo que más me gustaba de la vida en ese momento era el fútbol. Y el fútbol, en mi conciencia, era, indistintamente, el Madrid y la Selección. Ambas nociones formaban un todo emocional. Por supuesto, era perfectamente capaz de diferenciar al uno de la otra, pero el afecto y la vehementia cordis que sentía por los dos era una misma cosa. Con 14 años ya puedes hacerte una idea panorámica de la vida, una idea, si se quiere, de colores vivos y llena de contrastes, como una pintura fauvista de Matisse, pero se tiene un primer mapa de la realidad, una somera topografía que delimita el contorno de las cosas. Todavía tenían que pasar unos cuantos años y alcanzar la madurez para que en mi espíritu se destilaran algunas verdades amargas y también otras lúcidas pero hermosas al mismo tiempo; todavía tenían que pasar unos cuantos años para que llegara en mi interior al hueso genuino de mis sentimientos y descubriera que no me gustan ni el fútbol ni la Selección española, sino el Real Madrid, y no por ser un equipo de fútbol, sino por ser un cristal mágico a través del que poder mirar la vida.
todavía tenían que pasar unos cuantos años para que llegara en mi interior al hueso genuino de mis sentimientos y descubriera que no me gustan ni el fútbol ni la Selección española, sino el Real Madrid, y no por ser un equipo de fútbol, sino por ser un cristal mágico a través del que poder mirar la vida
Aquel verano, como digo, viví probablemente con más ilusión que nunca la Copa del Mundo que celebraban Corea del Sur y Japón. Después de aquello ya nada volvió a ser igual, ni siquiera la siguiente, el Mundial de Alemania en 2006. Pues ahí, con 18 años, la inocencia estaba esfumándose, la mirada ya no era limpia, no como la de un niño. Con 14 sin embargo todas las potencias de mi alma estaban centradas en el fabuloso espectáculo que ocurría en torno al gran tapete verde. Y aquel año no había sido un año cualquiera.
2002 lo viví con una especial efervescencia. Ahora, cuando miro atrás y advierto que han pasado veinte años, no me lo puedo creer, pues si cierro los ojos puedo trasladarme sin problemas a entonces, a aquel presente continuo que sigue vivo en mi cabeza. 2002 fue el año del Centenario, el año de Zidane, de la Novena, de la volea de Glasgow y de las paradas de Casillas. Con el tiempo 2002 se ha transformado para mí en un fetiche, en mi Rosebud. En 2002 mi conciencia, como digo, despertó definitivamente, era capaz de darme cuenta de las cosas (de muchas, aunque en verdad de muy pocas, de eso se da cuenta uno muy tarde, en realidad la cantidad de cosas de las que pasan a nuestro alrededor cada día que somos capaces de aprehender son muy poquitas) y sentía dentro la punzada de la hombría. Era un niño pero no del todo. Quería ser hombre pero el mundo de los hombres se me presentaba todavía luminoso y horizontal, sin suciedad ni manchas ni asperezas; infinito, deseable, repleto de cosas que aún eran inaccesibles pero que pronto, cuando creciera, dejarían de serlo. Cosas importantes, cosas graves. ¡Qué estúpido puede llegar a ser uno con 14 años! En el verano de 2002 todos mis abuelos estaban vivos. Mi única preocupación era qué camiseta le sacaría Adidas al Madrid para la temporada siguiente, y si Florentino sería capaz de seguir coleccionando galácticos para intentar el asalto a la Décima, que veía como la cosa más natural del mundo entero. En 2002 España era una potencia mundial. Había trabajo, prosperidad, futuro y esperanza: todos éramos felices, o eso a mí me parecía, quizá me lo parezca ahora que intento ponerme otra vez en los ojos y en los zapatos de aquel niño de 14 años. En 2002 Pablo Iglesias sólo era un oscuro tipógrafo del siglo XIX. Ramón García presentaba el Grand Prix, en donde por supuesto se toreaban vaquillas. El verano no empezaba hasta que Ana Obregón no enseñaba las tetas en Ibiza. Florentino no era viejo, el Madrid fichaba galácticos, a los chinos se los llamaba tiendas de veinte duros, aún podías comprar en pesetas y el verbo reciclar no existía. 2002 es mi Arcadia feliz.
Aunque también había ocurrido el Centenariazo (recuerdo a la perfección todo lo que hice aquel día, que pasamos mi hermano y yo enteramente vestidos de blanco desde que pusimos un pie fuera de la cama hasta que nos fuimos a dormir) el sabor de la inverosímil derrota fue mitigándose poco a poco a medida que el Madrid avanzaba en Europa, rumbo a la final de Glasgow: la eliminatoria extraordinaria contra el Bayern, con un partido de vuelta que oí por la radio y que sucedió (todavía sucede, conecto el cine en technicolor a placer cuando quiero dentro de mi cabeza) en imágenes, como si estuviera yo allí en la banda del Bernabéu, bajo la lluvia, esa noche descubrí que las palabras sí que tienen de verdad el poder taumatúrgico de moldear la realidad; las semifinales con el Barcelona, en fin, todas aquellas cosas que iban convenciéndome de vivir en un mundo maravilloso en el que la frontera entre lo posible y lo probable sólo era cuestión de sueños.
Y España iba a ganar el Mundial. La lección de Francia estaba aprendida. El mejor jugador del mundo era Zidane, pero después de Zidane, estaba Raúl. Y además de a Raúl, España tenía a un portero que parecía jugar controlado directamente por Dios a través de un joystick invisible, un portero que también era del Madrid y que en Glasgow, un mes antes, se ungió con los óleos santos de la eternidad parando tres balones sucesivos sobre la misma línea de gol, sin que 20 años después nadie haya adivinado cómo lo hizo. Saliendo del banquillo, ya saben, una de esas historias tragicómicas y perfectas, de carga emocional insuperable, que sólo puede parir el Madrid. Y no España. Eso lo descubrí aquel verano.
En aquel España-Corea yo sentí por un momento que la Selección española de fútbol me inclinaba hacia el victimismo, la autocomplacencia, la autocompasión y la excusa
Por supuesto, en el verano de 2002 yo tenía el completo convencimiento de que el mundo era un lugar fantástico por el que correteaban sin cesar espíritus, genios y númenes antiguos que se entretenían realizando prodigios y jugando con nuestra pobre percepción de las cosas. ¿Cómo, si no, me podía explicar lo que hacía Zidane de blanco? Casillas paraba porque así estaba escrito en el Libro de los Profetas. Hierro mandaba porque así estaba dicho en el preámbulo de la Constitución. Joaquín era un chaval del Puerto que jugaba al fútbol como si fuera un gitano de Triana que toreara con el Barroco metido dentro, un extremo tan rápido y tan fino, tan lleno de imaginación y de un mundo interior tan exuberante, de tobillos tan elásticos como si fueran de dibujos animados, que además lo iba a fichar el Madrid al año siguiente: yo tenía la certeza, porque así Florentino me lo había demostrado, de que al presidente no se le iba a escapar su galáctico español, y en el banquillo de la Selección ya no estaba aquel señor vasco malencarado sino uno de los nuestros, Camacho, que para mi yo de 14 años era un señor de pueblo del que mis mayores contaban leyendas y al que siempre veía expresándose con pasión y vehemencia en las ruedas de prensa, un tipo que se iba a partir el pecho por España.
Pero España no ganó el Mundial, a pesar de todas aquellas cosas. De aquel Mundial recuerdo, sin embargo, momentos que como fotogramas o instantáneas se han quedado grabados en mi mente. Me molestaba que no lo diera Televisión Española, era la primera vez que algo tan grande no lo iba a escuchar con la voz de José Ángel De la Casa. No iba a estar Míchel tampoco, en su lugar entraron en mi vida la cacofonía ridícula de JJ Santos y la agradable sobriedad de Antonio Luque. Sobre todo, recuerdo los octavos de final contra Irlanda y los cuartos en Seúl frente a Corea. Era verano y hacía un calor de mil demonios. Eso no era extraño aunque ahora coloreen los mapas de rojo sangre y todo sean “olas de calor”. Aquella tarde sudé tanto que me pegué al sofá. La tanda de penaltis no pude verla porque me encerré en mi habitación. Al terminar, con Casillas como héroe, me puse la camiseta de la Eurocopa del 2000, regalo de Reyes de ese año, y me di un paseo por la playa, ufano y todopoderoso como sólo lo puede estar un niño después de ganar un partido de fútbol.
Aquel verano de 2002 la Selección española me hizo sentir un aficionado del Atlético de Madrid y aquello me llenó de estupor, que viene del latín y que significa golpear
El partido de Corea lo vi al completo excepto los últimos diez minutos de la prórroga y la tanda de penaltis. En el campo, mis padres tenían que trabajar y naturalmente los niños iban palante, con ellos. La radio me ha acompañado toda la vida, tengo algunos de los recuerdos inolvidables relacionados con el fútbol asociados a la radio y también al campo: Florentino anunciando tras ganar las elecciones que Figo, en efecto, era futbolista del Real Madrid; el gol de Alfonso a Yugoslavia, muchos partidos de otras selecciones en eurocopas y mundiales y, sí, aquella tanda de penaltis. La voz de Alfredo Martínez en Onda Cero puso el tono de algo que no era decepción, aunque al principio se le parecía mucho. Cuando se aposentó dentro de mí (del pecho de un niño de 14 años) todo el humo y la polvareda del robo, de Al-Ghandour, del linier de Trinidad y Tobago y del penalty de Joaquín, lo que saqué en claro al final de aquel verano creo que me empezó a apartar de la Selección. No fue algo inmediato, más bien un proceso largo que culminó en la plena madurez adulta. Pero lo cierto es que en aquel España-Corea yo sentí por un momento que la Selección española de fútbol me inclinaba hacia el victimismo, la autocomplacencia, la autocompasión y la excusa. Todo ello a cambio de nada o, mejor dicho, a cambio de una promesa levítica cuyo cumplimiento, como el de reconquistar Jerusalén para los judíos de tantos siglos de diáspora, quedaba postergado indefinidamente. España ganaría una Copa del Mundo, pero algún día. Aquel verano de 2002 la Selección española me hizo sentir un aficionado del Atlético de Madrid y aquello me llenó de estupor, que viene del latín y que significa golpear.
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