La pérdida de la inocencia
Si en el España-Corea de 2002 noté que se me rompía algo, en la Copa del Mundo celebrada en Alemania en el caluroso verano del año 2006 entendí, con una claridad absoluta, que no podía esperar nada de la selección española de fútbol. No fue, naturalmente, el mejor de los timings, porque dos años después España comenzó una carrera fabulosa hacia la posteridad encadenando tres títulos consecutivos y enhebrando un fútbol reflejo de un cambio de era, de una transformación. Pero en mi vida el timing nunca ha sido lo fuerte y, por otra parte, el corazón tiene su ritmo, emancipado del ritmo de la realidad, del ritmo del mundo.
Los 18 años son una edad crítica. A uno le pasan por dentro muchas cosas que a duras penas puede explicar. Sobre todo, uno se encuentra en un cruce de caminos por primera vez en la vida. Por primera vez, de verdad. Con 18, el hombre occidental contemporáneo, un niño comparado con las generaciones inmediatas que le precedieron, tiene que elegir. Tomar decisiones. Decisiones serias que van a marcar el rumbo de su vida, siquiera mínimamente, durante los siguientes diez años, como poco. Pero, en realidad, con 18, lo único que quiere uno es estar por ahí, haraganear, beber, jugar al fútbol con los amigos, ir a la playa, pasarse horas enteras jugando al Pro en la play del compadre, tirarse a la bartola e intentarlo con su prima.
En la Copa del Mundo celebrada en Alemania en el caluroso verano del año 2006 entendí, con una claridad absoluta, que no podía esperar nada de la selección española de fútbol
Es, probablemente, la peor edad de todas. Y a mí, que había tenido una infancia y una prepubertad envuelta en el pan de oro de las tres Copas de Europa del Madrid en cinco años (la Séptima, la Octava y la Novena) y en el papel de regalo de los galácticos (los veranos con Figo, Zidane, Ronaldo y Beckham), los 18 me cogieron en plena adquisición de una terrible conciencia: la de estar viviendo el crepúsculo de los dioses.
Todo había sucedido muy deprisa. El gran Madrid de Zidane, continuación inmediata del gran Madrid de Hierro, Redondo, Roberto Carlos y Raúl, se había hecho viejo de golpe y era una sombra en el escenario del mundo, donde todos los focos apuntaban al Barcelona de Rijkaard, Ronaldinho, Xavi, Eto’o y un pequeño demonio del que todo el mundo empezaba a hablar, Messi. De un día para otro el Madrid dejó de ser lo extraordinario, lo que todos querían imitar, emular, remedar; el Barcelona era ahora lo moderno, lo cool, lo carismático, y lo que es peor, lo ganador. En el fútbol, y en España, habían pasado muchas cosas en muy poco tiempo. En medio del esplendor galáctico, el 11M cubrió el país con una mortaja de ceniza. Todo se embargó de tristeza y como una consecuencia moral natural, el Madrid empezó a perder y el Barcelona, a ganar. Los galácticos, figuras de leyenda, de fulgor inmarcesible, se descubrieron de pronto como estatuas viejas y ajadas por el tiempo, deslucidas, rotas, pasadas de moda, incapaces de seguir la velocidad del tiempo. Fuera del tiempo, criaturas de una época remota, dioses antiguos cuyo culto desapareció siglos atrás.
De un día para otro el Madrid dejó de ser lo extraordinario, lo que todos querían imitar, emular, remedar; el Barcelona era ahora lo moderno, lo cool, lo carismático, y lo que es peor, lo ganador. En el fútbol, y en España, habían pasado muchas cosas en muy poco tiempo
Se sucedieron siglos en apenas unos meses. Y yo, en un abrir y cerrar de ojos, dejé de tener 14 para tener 18 años.
Todo el proceso psicológico a través del cual, para el niño que está como una crisálida, transformándose en adulto, su padre, progresivamente, deja de ser una referencia perfecta y se aparece ante sus ojos con todas sus imperfecciones fastidiosas y autoritarias, se mezcló en el pandemonio de mi espíritu con la decadencia apoteósica del primer florentinismo y con el éxtasis zapateril y laportiano de aquel primer Barcelona de Messi. Fueron años terribles, de turmoil, como dicen en inglés, de confusión y agitación. Yo había dejado el colegio en el que pasé doce de los primeros dieciséis años de mi vida, cambiado de ambiente, cambiado de reglas, de amistades, todo empezaba a desasirse de mis manos, a escaparse, a ir rápido y a algún lugar incierto que no conseguía atisbar. Después de tres eliminaciones consecutivas en octavos de final de la Copa de Europa, a cual más dolorosa (Mónaco, Juventus, Arsenal), de la fuga del presidente Pérez, de la concatenación de monigotes en el banquillo y en la dirección técnica (Camacho, García Remón, Luxemburgo, López Caro), el Mundial de Alemania representaba para mí una ocasión única para que la selección española (renovada tras la catástrofe ridícula de la Eurocopa de Portugal 2004) me redimiera de todas esas confusas y ambiguas cuentas pendientes, que yo, como buen romántico de fervor stendhaliano, sentía muy vivamente en mi pecho.
Además, eran los últimos momentos de mi raulismo infantil, y Raúl se coló en aquella convocatoria de Luis Aragonés por los pelos, haciendo valer por última vez (fuera del Madrid) su condición de capo, su autoridad de vieja gloria. Aferrándome a los últimos instintos heredados de la niñez, Raúl en Alemania 2006 era un vestigio del pasado glorioso y lleno de luz que no quería dejar escapar, bajo ningún concepto.
Y allá fue España, la primera España de Luis Aragonés, al Mundial de Alemania en el verano de 2006, el verano en el que pude salir por primera vez por ahí de noche sin hora (no supe qué coño hacer la primera noche de libertad y volví sólo un cuarto de hora más tarde, aquella fue una valiosa lección). Por primera vez en mi vida España no era la favorita. Estaba llena de jóvenes que debutaban en una Copa del Mundo, o casi, y también había otros veteranos, no sólo viejos, gente con futuro por delante y veteranía a sus espaldas, como Casillas, Joaquín, Cañizares, Salgado o Marchena. Estaban Torres, Puyol, Ramos, Xavi, Iniesta, Reyes, Villa o Fábregas. Estaba ya Senna, el jugador más infravalorado de la historia del fútbol español. El grupo era bueno y el primer partido fue un pelotazo. El 4-0 a Ucrania de los jóvenes y descarados españoles rompió todo el perímetro de prudencia con el que se había rodeado a la selección española para protegerla, y como suele suceder, desató la histeria.
Me levanté de un salto con el gol de Zidane, con el 3-1. Desenganché de un tirón la bandera de la cortina, corrí hasta mi cuarto, cerré la puerta, tiré la bandera al suelo, me quité la camiseta y me tumbé bocabajo en la cama. Creo que en ese momento se terminó mi historia de amor con la selección española
Recuerdo que aquel Mundial fue nuevo en otras cosas. Lejos ya de la tele precariamente sacada de la cocina al patio en el verano de 1994, doce años después entró en mi casa, por primera vez, un tdt. Fui yo mismo a comprarlo. 72 euros. Era un cacharro imprescindible para sintonizar La Sexta. Fue un verano, ahora que lo pienso, terrible, porque entró ese infame canal en mi casa, hubo que pagar ese peaje antinacional con tal de ver el fútbol. Me propuse ver todos los partidos. Descubrí a Andrés Montes pero seguí añorando con intensidad a José Ángel de la Casa.
En aquella Copa del Mundo jugaron por última vez Raúl, Zidane, Roberto Carlos, Ronaldo Nazario, Ronaldinho, Beckham, Figo y Francesco Totti. Fue el último baile del fútbol tal y como yo lo conocí durante esos años en los que se colorea la vida. España empezó muy fuerte y en octavos le tocó Francia. En Francia jugaba Zidane y aquel podía ser su último partido. Yo estaba pasando todavía mi duelo zidanista. Mi corazón sufría pero todavía podía más España. Probablemente de vivir hoy aquel mismo partido iría sin ninguna duda con él, no con Francia, sino con él, con Zidane. Pero entonces yo tenía casi 18 años y necesitaba que la selección me curase del mal del tiempo en el que el Madrid acababa de sumir mi corazón. La selección tenía que limpiar y purgar todo aquel desvanecimiento galáctico, tenía que borrar el amargor del derrumbe del fabuloso y mayestático edificio del Real Madrid glorioso y glamouroso que había conocido. Además, España y Raúl tenían una factura por cobrarle a los franceses, la del penalty de Brujas del verano del 2000, a mí no se me olvidan estas cosas, siempre he tenido una memoria perfecta para el agravio. Por consecuencia agarré mi bandera y la puse en la cortina del salón. Me vestí de rojo y me puse delante del televisor. Dos horas después, me levanté de un salto con el gol de Zidane, con el 3-1. Desenganché de un tirón la bandera de la cortina, corrí hasta mi cuarto, cerré la puerta, tiré la bandera al suelo, me quité la camiseta y me tumbé bocabajo en la cama. Creo que en ese momento se terminó mi historia de amor con la selección española. Se terminó el amor, quiero decir. Todavía hubo cuatro años más de aburguesamiento feliz, de coda final. Pero aquello ya no era amor, sino costumbre.
Pasado el disgusto tengo que decir que disfruté mucho con el final de aquella Copa del Mundo. Creo que ha sido la última gran Copa del Mundo, la última en la que se han visto grandes partidos de forma general. Repasando la lista de todos aquellos que jugaron con su selección en aquel Mundial por última vez, empiezo a comprenderlo. Hasta hoy no me había dado cuenta, pero el nivel global bajó desde entonces una barbaridad, probablemente en la misma medida en la que crecieron sin parar dos monstruos totales, dos colosos como la historia de este juego no había visto ninguno antes, Cristiano y Messi, dos plagas de langostas en sí mismos, dos holocaustos futbolísticos que han arrasado con todo. Eliminada España empecé a seguir con entusiasmo el camino de Zidane. Su partido contra Brasil fue uno de esos momentos de verdadero y genuino disfrute futbolístico que atesoro en mi memoria por siempre. El Alemania-Italia de semifinales fue un partido espléndido, pero su prórroga fue una cosa antigua y poderosa, de fuerza ancestral, como todo el Mundial de Cannavaro. La final fue, como no podía ser de otra manera, una tragedia para mí, pero pensándolo con la perspectiva que da el tiempo, una criatura mística, un héroe de un tiempo indefinido que no es, desde luego, éste, el nuestro, un ser de otra experiencia sensorial como es Zidane, no podía acabar su carrera como futbolista de modo idealmente perfecto, de modo redondo y disneylándico, sino de aquella manera mediterránea, misteriosa y violenta. Literaria, particular, libre. Su manera.
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