Un día después, menos que eso, medio día después de la cena de Navidad de La Galerna, el ánimo madridista no distaba mucho del de aquella madre, la madre de Dodik, llorando amargamente sin llorar en su trastorno, como si su pequeño aún estuviera vivo, hablando del gigante. Todos los madridistas la mañana y la tarde del sábado como Leonid Andréiev contando el cuento de El gigante.
Y eso que buena parte de los que hacemos La Galerna (no todos) veníamos de celebrar como si viniéramos del trópico. Al menos yo así regresé en pleno diciembre a mi casa la noche del viernes desde Pintxoterapia, como si el lugar no fuera el de la calle General Pardiñas, 71, de Madrid, sino el de una playa con antorchas donde festejar rodeado de amigos y hasta de helechos arborescentes.
El tiempo pasa rápido en buena compañía. Uno puede hablar con Ángel Faerna, y luego con Nacho Faerna, con los dos a la vez, y sentir que está escuchando a dos tótems (decir, lo que es decir, a su lado sólo se dicen tonterías), por su altura de todos los tipos, e incluso oír a lo lejos el sonido de los tambores como Robinson Crusoe. El caso es que algo bulle siempre en las reuniones de La Galerna, que son rápidas, decía, y esto es lo peor: que se pueden escuchar los tam tam a lo lejos pero no a todos los miembros de la tribu dispersos entre los helechos.
Me faltó, por ejemplo, Manuel Matamoros, que venía de hacer el tifo para el día siguiente en el Bernabéu y me soltó al llegar un piropo que yo fingí no escuchar bien por puro azoramiento de niña adolescente. Me fui jugando a la goma meneando mis faldas por en medio de los dos Faerna (al tercero, a José María, poco más que lo vi) y acabé refugiado en Falstaff que en vez de Palo Alto pareció que venía de Hollywood a punto de estrenar su primer papel protagonista.
Cuando viene Falstaff es como cuando venía de Hollywood el hermano de la novia de Craig Sheffer en El río de la vida, pero sólo por la expectación. John nunca acaba borracho en un tugurio bebiendo matarratas sino chispeante y sereno con un escocés remoto en la mano. Qué decir de Jesús Bengoechea, al que los asuntos de Estado galernauta y mi propia dispersión (mi absoluta negación para la más mínima ubicuidad) nos impiden profundizar en la hipocondria común. La hipocondria como tema principal, como dos mafiosos hablando del dinero a repartir en el golpe.
Algún día Jesús y el que escribe hablarán de su hipocondria (en la hipocondria está la verdad, como en el vino) en el interior de un Cadillac como Ray Liotta y Joe Pesci en Uno de los nuestros esperaban en la calle a que ardiera el local que habían prendido para cobrar el seguro. Mientras esperamos, sí tuve la suerte de reír, en español, con Monsieur Dumas, y también con Alberto Cosín, conocido como el D.A.R.Y.L. del madridismo, un auténtico prodigio de la tecnología. Apenas Andrés Torres me habló de su Clarita, casi nuestra ya, como Candela, y conocí con enorme placer a Jorge Escohotado, el hijo y representante en las redes de quien sería la estrella galernauta de no existir Hechi y Lucía.
Tampoco se dio el momento de un servidor y Jorgeneo, otra lástima. Yo lo vi por allí y lo abracé al llegar y al irme (todos nos abrazamos), entre las antorchas de Pintxoterapia, adonde nos llevaron como en vaporetto a Venecia los hermanos Agustín y Juanjo Castro, sus propietarios, para luego, además, cantarnos y agasajarnos como amables gondoleros de camino a algún palazzo. Un gusto con el que me marché hasta la próxima ocasión rumbo a Gredos como si me hubiera adelantado a un necesario retiro espiritual tras el extraño golpe de la mañana siguiente: el mismísimo cuento del gigante de Leonid Andréiev, donde sin embargo Dodik, como el Madrid, aún sigue vivo por mucho que tantos madridistas crean llorar abrazados al cuerpo de un niño muerto.
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