Un día me crucé con Oliver Kahn. Fue a orillas del Mediterráneo, en una de esas tardes en que las olas salpican a los paseantes como si el mar reclamase a la tierra lo que es suyo. Yo caminaba por el lado más próximo al agua, sin escapatoria posible, y él trotaba en sentido contrario. El paisaje invitaba a ignorar a los humanos, pero aquel atleta de mediana edad tenía algo que atraía la mirada. Bajo su chándal con capucha había una corpulencia rocosa y, en mitad de la cara, el inconfundible rictus del ogro. Fue una suerte cruzármelo, porque si lo hubiera encontrado a mis espaldas creo que aún estaría corriendo.
Claro, que en realidad no sé si era él o un tipo exacto, si es que alguien así puede tener un doble. Pero a mí me da igual. Yo estoy convencido de que vi a Oliver Kahn, siendo ya un señor de mediana edad, y su presencia física me acojonó igual que siempre. No quiero imaginar lo que debía sentir un delantero cuando le echaban la bola y lo mandaban a galopar contra él con la misión de joderle el día.
Quienes sólo hemos sido futbolistas en sueños nunca lo sabremos. Quizás recelamos de nuestro valor precisamente porque nunca nos vimos en un trance así, corriendo a enfrentarnos a un monstruo, sino que lo vimos en la distancia, bramando, destruyendo las ilusiones ajenas que a veces coincidían con las nuestras y, en el caso de Kahn, incluso regañando al delantero de turno que trataba de meterle un gol. Por eso, quienes no hemos nacido futbolistas ni valientes pondríamos una vela porque el monstruo militase siempre en nuestra trinchera y no en la de enfrente.
Existen muchas clases distintas de monstruos, y la penúltima eliminatoria europea del año nos presentó algunas. Vimos, por ejemplo, al formidable Antonio Rüdiger, que a la sonoridad de su nombre suma una apariencia que no pega nada ni con Antonio ni con Rüdiger pero que, de alguna forma misteriosa, le va como anillo al dedo. En el agónico partido de vuelta, el defensa del Chelsea marcó un gol que nos ponía con un pie y medio en la calle, estuvo solidísimo en el corte y abroncó a sus compañeros de defensa con ferocidad después de sisarle una bola a Vinicius in extremis (in extremis debería ser el apellido de Vinicius, le iría muy bien).
El derroche del jugador alemán nos hizo alegrarnos de perderlo de vista y, al mismo tiempo, dejó el convencimiento generalizado de que a alguien así conviene mejor tenerlo cerca, no sea que te lo vuelvas a cruzar.
Pero ya digo que hay muchos tipos de monstruo, y nosotros también tenemos los nuestros. De quien hoy quería hablar no es de un alemán con un apellido que parezca inventado para infundir el pánico a las asustadizas gentes del sur, sino del hombre que acapara todo el espacio y el tiempo entre los tres palos del Real Madrid.
Thibaut Courtois tiene nombre de diputado jacobino y no tiene mucha pinta de futbolista. La paradoja es que cuando su cuerpo se pone a funcionar da la sensación de ser la versión definitiva de la anatomía de alguien que se dedique a su oficio
Los porteros siempre han sido gente rara. Visten distinto a sus compañeros, juegan con otras reglas y su misión es, en principio, la cumbre de la destrucción o de la preservación, según quiera mirarse. Unos tipos que pueden pasarse una hora sin salir en la televisión para convertirse de inmediato en los protagonistas para bien o para mal. Unos ciudadanos que normalmente celebran los goles de su equipo solos, pero a los que las cámaras buscan ávidamente porque funcionan en la pantalla como una proyección del aficionado que salta y sufre como ellos, en la distancia, ajeno al lugar donde en realidad han sucedido las cosas.
Dentro de esa colección extraordinaria de tipos raros hemos conocido un poco de todo. Por no remontarnos más, habrá que decir que venimos de la encarnación casillesca del himno, todo nervio y corazón, pasando por la mística iluminada de Keylor Navas. Y de ahí hemos desembocado en nuestro Tibú, que es tan nuestro que nos da igual que nos cantara lo del canguro, porque aquí somos gente adulta.
Thibaut Courtois tiene nombre de diputado jacobino y no tiene mucha pinta de futbolista. La paradoja es que cuando su cuerpo se pone a funcionar da la sensación de ser la versión definitiva de la anatomía de alguien que se dedique a su oficio. No obstante, ni siquiera así le alcanza para ser considerado uno de los mejores por aquellos que se supone que saben de esto, sin que termine yo de entender por qué.
Lo que sí conozco es la insolencia con que descuelga los balones que sobrevuelan su espacio aéreo. Debe de ser desmoralizante darte codazos por rascar un córner, poner al tipo con mejor toque de tu equipo a sacarlo, que se tome su tiempo para indicar una jugada que ensayas cada semana, que tus centrales se peguen una excursión hasta el área rival... y que luego venga el gigante, atrape la bola y todo se disuelva en la nada, como si fuese lo más sencillo del mundo.
También nos sabemos su catálogo de recursos frente a los disparos de larga distancia, que incluyen inesperadas articulaciones de sus extremidades en el aire; o la manera en que acecha a un delantero que lo confronta, reduciendo al mínimo el espacio disponible a su alrededor, cuando consigue tener los brazos más largos que las piernas. Hay noches en que parece infranqueable.
Sin embargo, la del Chelsea en el Bernabéu no fue una de esas. Recordemos que a nuestro Tibú le habían tirado cinco veces y él había recibido cuatro goles como cuatro puñaladas, uno de ellos anulado, sin que hubiera conseguido interponer nada de cuanto tiene para evitarlos. Siendo sinceros, cuando el partido entró en su momento crítico aún no le habíamos visto.
Debe de ser desmoralizante darte codazos por rascar un córner, poner al tipo con mejor toque de tu equipo a sacarlo, que se tome su tiempo para indicar una jugada que ensayas cada semana, que tus centrales se peguen una excursión hasta el área rival... y que luego venga el gigante, atrape la bola y todo se disuelva en la nada, como si fuese lo más sencillo del mundo
Y justo entonces vino el momento que todos vamos a recordar.
Con la eliminatoria pendiendo de un hilo, le llega a Courtois un balón cedido y su toque, en la línea de toda su actuación hasta el momento, no es el mejor de su vida. Se le va largo y se le viene encima Havertz, que no es un cualquiera y que además está fabricado con el mismo molde que él. Gasta unos zapatones como los suyos y también da el mismo tipo de zancadas amplísimas.
Entonces se produce el instante cumbre en que ambos dirimen quién de los dos largos la tiene más larga, —la zancada, claro—, y el portero enmienda su error anterior con un gesto torero que nos pone a todos el corazón en un puño. Sufrientes, porque no estamos para estas cosas a esas alturas del juego, pero sobre todo porque hemos olvidado que el puño, el pie y la pierna son los suyos, los de nuestro gigante.
Realmente hay que estar hecho de otra pasta para resolver así una situación comprometida cuando nada te está saliendo especialmente bien. Y como esto sí le sale bien (inmejorable, de hecho), todavía le sobra para hacer una parada salvadora muy al final. Para entonces nuestra defensa incluye varias anomalías y pocos centímetros, lo que predispone a la ruina y, sin embargo, el equipo aguanta esa alineación descabellada sin recibir un gol. Entre otras cosas, porque el gigante tiene una envergadura contagiosa y todos crecen con él. Son, eso sí, unos minutos que parecen durar los años de vida que nos está quitando la Champions de 2022.
Llegamos así al antepenúltimo acto. Guardiola ya ha dado la misma rueda de prensa de siempre, la del chacal con piel de cordero. Nuestros jugadores ya han bajado la escalerilla del avión como si Marsellus Wallace les hubiera encargado ir a Mánchester a leerle versículos del Libro de Ezequiel a algún pelagatos. Y todos hemos pasado la noche anhelantes y temerosos, conscientes de que la historia enloquecida de este año sólo tendrá un final feliz si nuestro Tibú se siente iluminado.
Si consigue ser, como tantas otras veces, nuestro monstruo favorito, al que otros deben temer. Y es nuestro Tibú, claro que sí, pero nosotros también somos suyos, porque hemos puesto el corazón en sus manos enguantadas. Para que el gigante lo cuide o para que lo destroce, con sólo cerrar un puño.
Hoy me alegraré mucho de no tenerlo enfrente.
Getty Images.
Hombre, a estas alturas creo que ya todo el mundo debería saber que Thibaut se pronuncia "Tibó", no "Tibú".
Y todo el mundo debería saber que en Madrid el francés se pronuncia más bien tirando a mal.
Lo que no es excusa para que ni siquiera los periodistas que cubren la información del Madrid sepan cómo se pronuncia el nombre de un jugador que lleva casi 4 años con el equipo.
Hay algunos que siguen diciendo "Casimiro"...
Me ha gustado el artículo. Y me gusta la versión castiza "Tibú", como si en lugar de llamarse Teobaldo, que suena a Dios de los calvos (lagarto, lagarto), fuera Tiburcio, que evoca una partida de mus entre amigos. Claro que no reniego de la pronunciación "Tibó", con la "o" algo más cerrada que la de Bardot, pero en francés siempre me suenan mejor los nombres femeninos que los masculinos.
Aunque en el fondo, Tibó o Tibú, lo que importa es que las pare. Y lo está haciendo, vive Dios. Estamos en sus manos.
Es que hacerlo castizo es hacerlo propio. Como a Manolito Abdebayor o a Bernardo Schuster. ¿Por qué pasa esto con algunos nombres y con otros no? Pues vete a saber. En todo caso, para un francófono no es más grave Tibú que Cidán, así que de perdidos al río.
Vaya diálogo de besugos que os habéis montado