“El sábado fue hecho por causa del hombre
y no el hombre por el sábado”
Marcos 2, 27-28
La cirugía mejoró mucho cuando sustituyó el instrumental del carnicero por utensilios que aumentaban la precisión de punciones y cortes; echar cuentas es menos pesado desde que tenemos calculadoras, y las gafas de cerca prolongan el placer de leer hasta edades provectas. No sé de nadie que se ponga romántico en un antequirófano y eche de menos los viejos buenos tiempos de sajaduras por lo sano y costurones como dios manda. Y, sin embargo, el fútbol tiene esa clase de admiradores de lo chapucero y lo tosco: les das una herramienta que potencia la percepción del árbitro sobre lo que ocurre en el campo y te salen con que así se mata el espíritu del juego, que, por lo que se ve, consiste en emborronarlo con decisiones equivocadas para ponerle más salsa.
Yo, señores, soy partidario del VAR, como soy partidario de que no dejen arbitrar con diez dioptrías en cada ojo y a pelo. En cuanto al espíritu del juego, siempre me ha parecido que reside en que la habilidad individual de los jugadores y su organización colectiva decidan el partido, con el plus de imprevisibilidad que suponen imponderables como la inspiración momentánea, la buena y la mala suerte o, incluso, la climatología. Por cierto, los avances tecnológicos en materia de horticultura y drenaje hace tiempo que acabaron con aquellos patatales en que chapoteaban balompedistas rebozados de barro hasta las orejas, y aunque no seré yo quien niegue el romanticismo de semejantes ordalías de sangre, sudor y fango, no me hace falta ser Xavi Hernández para alegrarme de su desaparición.
Lo que mata el espíritu del fútbol, creo yo, es perder de vista su naturaleza misma a la hora de reglamentarlo. Igual que, ante la necesidad de interpretar una Constitución política en circunstancias que no pudieron ser anticipadas por quienes la redactaron, el buen jurista debe siempre preguntarse “¿cuál era el ánimo del constituyente?”, así también, a la hora de retocar el reglamento del fútbol para adaptarlo a este mundo nuestro siempre cambiante, la pregunta debería ser “¿cómo pensaron este juego quienes lo inventaron?”. Y eso es exactamente lo que me temo que no se preguntan los que andan toqueteando aquí y allá la letra pequeña del reglamento de una temporada a otra, desfigurando cada vez más el invento. Les han dado el VAR y, en vez de ponerlo al servicio del juego, hacen como los fariseos y ponen el juego al servicio del VAR. Decía Santayana que un fanático es aquel que redobla el esfuerzo después de haber olvidado el objetivo; fanáticos o fariseos, el caso es que andamos en muy malas manos.
Lo que mata el espíritu del fútbol, creo yo, es perder de vista su naturaleza misma a la hora de reglamentarlo. A la hora de retocar el reglamento para adaptarlo a este mundo nuestro siempre cambiante, la pregunta debería ser “¿cómo pensaron este juego quienes lo inventaron?”
Vayamos a los dos lances en que el VAR está causando más estragos, no por culpa del VAR mismo, sino de quienes supeditan lo medido al instrumento de medida: el fuera de juego y las manos en el área. El fuera de juego se sanciona porque su eliminación dejaría en nada el esfuerzo colectivo, habilitando la figura del palomero en un deporte de equipo que, por las dimensiones del campo en que se practica, convertiría a ese personaje en un intolerable saboteador del espectáculo. La regla no es un corsé caprichoso para hacer más difíciles las cosas, trazando líneas imaginarias a diestro y siniestro, porque entonces el constituyente habría podido decidir que hubiera también fueras de juego a lo ancho del campo, no solo a lo largo, y si no lo hizo será por algo. Se trata de obligar a que el ataque (que se mueve a lo largo) tenga que hacerse en bloque y combinando, que es lo bonito. Así pues, la razón de ser del fuera de juego es evitar que un atacante se ponga en injusta ventaja respecto de los defensores, consiguiendo sin el menor esfuerzo lo que su velocidad o su capacidad de anticipación no pueden proporcionarle.
Reconozcamos que traducir esta idea simple en una regla de aplicación más o menos mecánica es difícil; el concepto de “ventaja injusta” no tiene límites claros, pero no hay más remedio que ponérselos. Por ejemplo, es muy discutible que la ventaja que adquiere un atacante al que la defensa deja en fuera de juego adelantándose a propósito y como un solo hombre en el último momento sea injusta, porque es una ventaja que el equipo contrario le da, no que se tome él. Aun así, no parece viable prohibir la táctica del fuera de juego, que además premia la buena coordinación colectiva, en este caso de las defensas. Lo que sí está claro para cualquiera es que un atacante que se sitúa medio centímetro por detrás del penúltimo defensor no adquiere ventaja alguna, ni justa ni injusta. Que el VAR te dé la oportunidad de medirlo no significa que tengas que hacerlo. Considerando que las diferencias milimétricas son irrelevantes a efectos de ventaja real, y que cualquier dispositivo óptico o métrico tiene su correspondiente margen de error, lo apropiado sería asignar un grosor convencional a la línea del VAR, y que fuera lo bastante generoso para cubrir, no solo el margen de error del dispositivo, sino también y de paso los fueras de juego por los pelos. Estos últimos han existido siempre, porque ni el mejor juez de línea podía verlos, y hoy siguen existiendo fueras de juego de micras que un VAR futuro podría alcanzar a ver. ¿A quién le importa? Si se fijara ese ancho de banda, que convertiría la línea del VAR en la tira del VAR (alguien debería explicarle al comité de árbitros que toda línea geométrica es invisible por definición), se concederían goles en “fuera de juego virtual”, sí, pero reclamarlos sería como querer devolver una báscula de baño porque no registra nuestra pérdida de peso tras pasar por el peluquero. Al no dar ninguna ventaja efectiva al atacante, dejarlos sin sanción sería del todo inocuo para la naturaleza del fútbol, y el equipo o el aficionado que se quejara de ellos estaría admitiendo en la propia queja su falta de argumentos futbolísticos dentro del campo. A cambio, dejaríamos de lamentar que se invaliden goles magníficos, a veces antológicos, victorias en buena lid sobre el defensor a base de rapidez, agilidad o potencia de salto, solo porque alguien ha comprado una máquina carísima y quiere que le luzca.
Considerando que las diferencias milimétricas en un fuera de juego son irrelevantes a efectos de ventaja real, y que cualquier dispositivo óptico o métrico tiene su correspondiente margen de error, lo apropiado sería asignar un grosor convencional a la línea del VAR generoso para cubrir, no solo el margen de error del dispositivo, sino también y de paso los fueras de juego por los pelos
Si esa es su única preocupación, sugiero que le saque más partido todavía: ¿qué es eso de medir a zancadas la distancia de las barreras, cuando un láser te la puede calcular con siete decimales?, ¿cómo que el tirador puede desplazar el balón dos briznas de hierba a derecha o izquierda del lugar en que se cometió la falta, estando ahí el GPS para marcar el punto exacto?, ¿a qué ignorar las décimas de segundo para pitar el final del partido, si al cronómetro más barato no se le pasa ni una? Llamamos pedante a quien se expresa con más precisión de la que la ocasión requiere, como ese que te presenta a sus “hijos biológicos” cuando no los tiene de otra clase. El fuera de juego se ha convertido hoy en un ejercicio insufrible de pedantería futbolística, cuya dañina ridiculez está llevando a muchos a renegar del VAR en el fútbol. Sin razón, porque aquellos fueras de juego que antes veíamos en la célebre moviola, esos que el árbitro se comía de mala manera porque estaba tapado, o por miedo a la grada, o por puro y simple despiste, esos que decidían injustamente el resultado de un partido y hasta de una liga, eran los que el VAR venía a borrar de un plumazo, como los pegotes de barro en las culeras de los futbolistas. O eso pensábamos los más ilusos.
Pasemos ahora a las manos (dicho sea sin ánimo de amenazar). Lo primero que hay que puntualizar es que una mano fuera y dentro del área son el mismo tipo de infracción y, por tanto, deberían definirse exactamente de la misma manera en el reglamento. La gracia del fútbol está en usar solo las extremidades inferiores, que de suyo son más torpes que las superiores, de ahí el mérito. Si se permite tocar el balón con las demás partes del cuerpo, excluidas las mencionadas, es solo porque son aún más torpes de suyo para manejar un esférico. Dentro del área la infracción se sanciona más duramente, pero no porque sea “más mano”, sino porque aborta la jugada en una zona decisiva para el logro del objetivo de todo el asunto, que es el gol (dicho sea ahora con perdón del ya mencionado Hernández). Aquí la casuística es infinita y, como siempre que eso ocurre, la mejor regla es la que se complica menos la vida y más confía en el buen juicio de quien debe aplicarla. El resultado nunca es óptimo, pero la experiencia de la humanidad ha mostrado en todos los ámbitos que la alternativa será indefectiblemente peor. Ciñéndonos al fútbol y su naturaleza, estaremos todos de acuerdo (Xavi incluido) en que lo que hay que evitar a toda costa no es que el propio balón toque donde las leyes de la física le manden tocar, sino que un jugador “lo juegue” con brazos y manos, es decir, que se beneficie de la habilidad con que la evolución ha premiado a tales miembros en los homínidos. En este sentido, un balón que los golpea estrictamente de rebote no les permitirá emplear habilidad de ninguna clase, estén en la posición que estén, así que las carambolas en que ellos intervengan por accidente deberían considerarse un avatar fortuito y, por lo mismo, no punible. Juzgar si algo es un impacto casual o si el jugador lo ha buscado arteramente es eso, un juicio, y es entera responsabilidad del árbitro hacerlo. El monitor del VAR te sirve para ver mejor la jugada, pero no te la explica, y su función no puede ser sacarte las castañas del fuego en los momentos comprometidos. Los perjudicados por las decisiones del juez siempre encontrarán la forma de cuestionarlas, pero esto, si bien no está en la naturaleza del fútbol, sí forma parte de su folklore inveterado y no hay reglamento que lo vaya a extirpar nunca. Lo que sí habría que extirpar para siempre, por humillante, es la imagen de los pobres defensas tratando de parar un dribbling activando las piernas a la vez que se ponen las manos a la espalda, cosa también muy folklórica, pero más en la modalidad bailable. Un defensor maniatado está en desventaja injusta ante los quiebros del rival, es un jugador demediado, sin cintura y sin equilibrio, y es un escándalo que sea el propio reglamento lo que le obligue a restarse facultades.
Ciñéndonos al fútbol y su naturaleza, estaremos todos de acuerdo (Xavi incluido) en que lo que hay que evitar a toda costa no es que el propio balón toque donde las leyes de la física le manden tocar, sino que un jugador “lo juegue” con brazos y manos, es decir, que se beneficie de la habilidad con que la evolución ha premiado a tales miembros en los homínidos
A todo esto, mientras los comités federativos buscan nuevas formas de arruinar lo que habría podido ser un remedio casi infalible para las cantadas arbitrales de toda la vida (o para omisiones no culposas, como no ver una agresión sin balón que se produce a espaldas del colegiado o en la otra punta del campo), se olvidan de introducir cambios que a todos alegrarían, como que las tarjetas por protestar se computen aparte y, en caso de reincidencia, se salden con expulsiones de 10 o 15 minutos a lo sumo, porque es desconcertante que se proteja más el debido respeto a los árbitros que el natural desarrollo del juego, y porque los malos modos duelen mucho menos que los plantillazos. Tampoco estaría de más que se pensaran por qué no hay fuera de juego al sacar de banda, pero sí en un libre indirecto, porque por más vueltas que le doy no le encuentro sentido a la diferencia. O, si lo que de verdad mueve a estos próceres es dejar huella y ser revolucionarios, ¿qué tal abolir el viejo principio de que las líneas del campo son muros imaginarios que marcan sus límites también en la vertical? Si el jugador puede atravesarlo, recurso con el que Bale escribió un hito imborrable en la historia de la caballería ligera, ¿por qué no también el balón, siempre que no toque el suelo? El juego no se alteraría sustancialmente, el abanico de combas en los saques de córner se ampliaría para admiración del respetable, los fueras de banda serían mucho más fáciles de determinar y, sobre todo, acabaríamos con la lacra de los “goles fantasma”. Los que botan detrás de la línea de meta ya los pita el VAR, afortunadamente, pero quedan los que alguien saca in extremis con la pelota aún en vuelo. Yo dejaría que no fuera gol hasta que el balón bese la hierba o la red, porque ¡cuántas acrobáticas estiradas de los porteros, qué prodigiosas contorsiones de los defensas han quedado sin su merecido premio por un quítame allá esos centímetros! A ese romanticismo, ya ven, sí que me apunto encantado.
Pero hablábamos de cómo acabar de una vez por todas con el fútbol, no de cómo tenernos contentos a todos. Por ahí los progresos son incuestionables, y es que la eutanasia también mejora mucho cuando se administra con precisión quirúrgica. Lo único malo es que no se sabe que el paciente la hubiera pedido.
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