A medida que se aproxima la fecha de un nuevo Clásico acuden a nuestra memoria recuerdos que flotan etéreos con un dudoso efecto práctico pero con un incalculable valor metafísico. Aquellas remembranzas que alimentan el espíritu. Van desde goles a tanganas, desde palcos a gradas, de hogares a bares y también restaurantes, de postín incluso, si nos referimos a la comida de las directivas. Un clásico dentro del Clásico. Una tradición que marca el protocolo. Un desfile de trajes, corbatas, buen yantar, mejor maridaje e incluso, en ocasiones, partidas de parchís disputadas al límite rascando euros de alguna caja fuerte. Podrán acostarse sin cenar, pero no podrá decirse que Florentino Pérez y Josep María Bartomeu habrán comido mal el día del Clásico. Zalacaín suele ser la plaza escogida por el Real Madrid para recibir a los directivos azulgranas. La Venta –curioso nombre de connotaciones taurinas- fue el restaurante con la que el Barcelona agasajó a los ejecutivos madridistas en los prolegómenos de la última visita blanca al Camp Nou. Después, casi siempre, todo son buenos modales durante el partido, cómodamente aposentados sus protagonistas sobre una mullida butaca del palco presidencial.
Sin embargo, también se celebran Comidas de las Directivas en bochinches, en sidrerías grasientas, en bares de menú a diez pavos. Y después, estos peculiares directivos sin corbata pero con bufanda disfrutan del encuentro en un palco donde las colillas rebosan los ceniceros, los hielos se derriten ensimismados en copiosos gin tonics, se enfrían y recalientan las litronas y los buenos modales brillan por su absoluta y completa ausencia. Algunos de los galernautas que se detengan en este modesto artículo autobiográfico pensarán que estoy chalado. Otros directamente creerán que me va el sadomasoquismo. Yo lo veo como otra manera de vivir El Clásico. Ni mejor, ni peor, pero seguramente la más brutal e intensa de todas. Yo no fallo a mi Comida de Directivas.
Temporada a temporada, los madridistas y culés que formamos la heterogénea pandilla de amiguetes residentes en Madrid nos reunimos para comer y ver después todos juntos el Madrid-Barça en algún bar de mala muerte, o en el piso de algún desdichado colega soltero. Da igual que estés casado, que tengas hijos, que ese día tengas una boda o que sea el cumpleaños de la abuela. No importa. ¿Qué tienes que currar el fin de semana? Te pones malo. ¿Estás enfermo? Te drogas. ¿Se ha muerto alguien? Que resucite. Del mismo modo que Batman acudía al rescate al ver la señal del murciélago iluminando Gotham, todo miembro de la cuadrilla responde a la llamada de El Clásico. Las duras negociaciones con la parienta, dignas de una cumbre de la OTAN, podría decirse que constituyen los flecos del contrato. Sin embargo nadie le venderá a su señora que quiere ver el partido con los amigotes. Todos hablarán de la Comida de las Directivas en tono ancestral, solemne. Apelando a tradiciones milenarias, códigos sagrados, ritos tribales, mitos y leyendas. Mi santa pone cara de póquer. Pero siempre cuela. Si no es a la ida es a la vuelta.
Seguro que alguno de los lectores se ha echado las manos a la cabeza. ¿Cómo es posible que quien escribe prefiera rodearse de una jauría culé, acompañado de unos pocos fieles, para degustar uno de los solomillos futbolísticos de cada temporada?
Podría decirse que nos va la marcha.
No recuerdo muy bien cómo se gestó esta bizarra costumbre en mi cosmos personal. Créanme que no conozco a nadie con estas tendencias kamikazes. Probablemente, todo empezó en el Colegio Mayor donde viví cuatro años cuando llegué a Madrid a estudiar Periodismo desde San Sebastián. Allí en Guipúzcoa mi inexplicable madridismo no encontró apoyo alguno. Territorio comanche.
Una vez en la capital, yo pensé que el madridismo me acogería como a un héroe tras años de penurias futbolísticas en tierras vascas, culminadas con dos funerales consecutivos en Tenerife. Nada más lejos de la realidad. Dentro de aquel manicomio universitario también se libraba la guerra Madrid-Barça. Allí me acostumbré a ver el Clásico con culés a mi lado. Tan repugnantes durante 90 minutos–en el sentido cariñoso del término por supuesto- como angelicales en el efímero e intenso instante (como un orgasmo) en el que tu Madrid te brindaba la oportunidad de gritar un gol en su cara. Aún recuerdo cómo brincaban mi amigo Ojaldre y compañía cuando Rivaldo marcó aquel gol victorioso en el último minuto en el Bernabéu, gol que anuló el árbitro. Por cierto, injustamente, lo que no hizo sino intensificar el rostro de mentecato que se configuró ipso facto en el culerío presente. Con suerte puedes ver el plano cerrado de algún soçi estreñido en televisión, pero os aseguro que ver semejante rostro en directo no tiene precio.
Claro que no siempre todo transcurre por cauces deportivos. Recuerdo cómo en una ocasión el cuadrado mágico de Vanderlei se convirtió en un sudoku irresoluble para el Barcelona. Ganó el Madrid 4-2 en la mejor tarde de Michael Owen como madridista. Un servidor no tuvo mejor ocurrencia que desprender de su cigarro un átomo de ceniza dirección al ojo de mi colega culé Guillamón. Coño, era el cuarto. Pero ya saben cómo es el blaugrana. Les das una patadita y hacen un Triple Axel con salto de trampolín incluido. Así, un Guillamón enfurecido al grito de me has apagado el pitillo en el ojo me soltó un guantazo. Cosas del futbol. Lo que sucede en la cancha queda en la cancha. Tras posterior tangana, que sorprendentemente se saldó sin tarjetas rojas, Guillamón y yo acabamos abrazados, borrachos como cubas, cantando las bondades del deporte, respect, fair play y esas chorradas.
No sé si fue John McCLane en Jungla de Cristal 3 quien dijo aquello de que sin riesgo no hay gloria armado con unos alicates ante los cables rojo y azul del artefacto explosivo de algún terrorista megalómano. No tiene mayor importancia: la cita le va como anillo al dedo. Estamos ante una máxima que bien puede aplicarse a nuestra comida de las directivas. No negaré que alguna me la he comido con calçots. Cuando el 2-6 esperé por dignidad y vergüenza torera al pitido final para volver deambulando a casa vagabundo con menos garbo que un Walking Dead resacoso tras contemplar al culerío haciendo la cucaracha. Sí, la cucaracha. Mi mujer me vio y me mandó directo a la cama sin cenar. Pero no vamos a recordar los malos momentos porque ya se viene un nuevo Clásico.
Podemos recordar por ejemplo aquella comida de las directivas que acabó en mi piso de soltero, hoy reconvertido a piso franco destinado a actividades criminales con los sospechosos habituales de mis colegas. Fue un día que jodió el yonvi. O el Canal +. O Gol Tv. O Bein Chin Pun. O lo que fuera. Tuvimos que meternos todos en un taxi tan ebrios como enajenados pidiendo al buen conductor que metiera gas hasta llevarnos a casa de un nuevo e incauto amigo que desconocía la horda bárbara que se avecinaba a su hogar.
Khedira marcó su único gol al Barcelona como madridista en el Camp Nou –un auténtico golazo ¿recuerdan?- pero para mí Sami marcó en aquel taxi. Podría decirse que decidió en una baldosa. Los culés, encabezados por mis amiguetes Ligre y Ojaldre, pasaron las de Caín durante todo el encuentro. Hasta que llegó el empate. Llegaron los gritos a un palmo de mi cara y una deleznable exaltación azulgrana del universo. Presos del frenesí, y emulando a Stoichkov y Koeman, incluso se dieron un pico. Uno no escoge sus héroes por casualidad. No obstante, los culés no habían acabado de sentarse cuando Özil trenzó una jugada de tiralíneas y Cristiano batió a Valdés al minuto siguiente. Yo entre en bucle y comencé a recitar una letanía cósmica: como un jarro de agua fría, como un jarro de agua fría, como un jarro de agua fría.
-¿Te rompo la puta cabeza, imbécil?- zanjó el Ligre, exquisito.
Como decía los buenos modales son condición sine qua non para nuestra comida de las directivas. Algunos exabruptos, según de quién vengan, constituyen todo un halago.
Esos momentos que sólo brinda una comida de las directivas son tan especiales que prácticamente ya no concibo un clásico sin culés de los que mofarme, a los que increpar, a los que tocar los nísperos. Y viceversa. Porque ese, queridos galernautas, es el quid de la cuestión. A pesar de los piperos, celebrar goles con los amigos madridistas está muy bien pero….
¿Qué sería de un Clásico sin poder restregar a nadie la victoria? Por teléfono, por whatsapp, por e-mail, en Twiter, en Facebook, en Instagram, por tierra, por mar, por aíre…
Pero que no os lleven a engaño: en bruto, cara a cara, es como mejor sabe.
Pues sí, tiene toda la razón del mundo. Poder restregarle la victoria de un clásico a un culé es de lo mejor que te puede ocurrir en este mundo. Lo contrario....
La verdad es que da un gustazo poder ver un clásico y disfrutar de lo lindo con los colegas. Buen rollo, buen ambiente, y a machacarlos a las primeras de cambio. Colegas, primos, hermanos, parientes lejanos, cercanos.... etc. Lo que cuenta es el resultado, las ideologías futbolísticas quedan al margen. Y si la suerte acompaña ...., a ponerlos en su sitio.