Si existe un deporte poliédrico, capaz de combinar enormes dosis de comedia, drama, épica, patetismo, suspense y terror, ese es el fútbol. Cada hincha crea un relato acerca de su equipo y los rivales en el que encaja las desventuras que sufren jornada a jornada. Al echar la vista atrás, la temporada suele poseer un carácter tragicómico, con etapas de distinta índole y múltiples matices, que además ha de enmarcarse en la identidad que cada uno atribuía previamente a sus colores. Ante esto, y en espera del ansiado retorno del fútbol de clubes, abruptamente interrumpido por un cuestionado Mundial, en La Galerna proponemos el siguiente juego: identificar la esencia narrativa de los tres principales clubes españoles con ejemplos de películas de cada uno de los géneros principales. Somos conscientes de la dificultad subjetiva que supone el reto, mas siempre fuimos echaos palante. Comenzamos con la comedia dramática, denominación que parece contradictoria en sí misma. Aunque quizá sea, precisamente por esto, la más realista a la hora de describir la vida. La nuestra, la de nuestro equipo y la de sus adversarios.
Atlético de Madrid – Trainspotting
«Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. (…) Elige pudrirte de miedo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida… Pero, ¿por qué iba a querer yo elegir algo así? Yo elegí no elegir la vida: yo elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. Quién necesita razones cuando tienes heroína».
Basta el monólogo inicial del film de Danny Boyle, extraído del conocido texto de Irvine Welsh, para condensar en un puñado de frases la retórica exclusivista en la que la afición del Atleti encuentra el mayor confort. Empleo deliberadamente el término “exclusivista”, y conviene ahondar en este punto para desterrar equívocos. Desde hace años una corriente exacerba artificialmente la identificación rojiblanca con lo obrero, sobre todo en la parte de su hinchada más románticamente izquierdista. ¡Quiá! En mi opinión, se trata de algo totalmente discutible. Los obreros reales no constituyen esa clase estéticamente pura tantas veces idealizada por según qué vanguardias. Los obreros reales escuchan pop y reggaetón, quieren progresar en la vida antes que revolcarse en el fetichismo y, horresco referens, la mayor parte de las veces son del Madrid.
Los obreros reales no constituyen esa clase estéticamente pura tantas veces idealizada por según qué vanguardias
Sin embargo, la afición del Atleti se autodefine como especial, recalcando específica y altivamente su oposición al “camino fácil”. La naturaleza colchonera conllevaría en puridad, entonces, un punto de hipsterismo, de algún modo similar al que se atribuyen los protagonistas de Trainspotting. Por si fuera poco, las críticas de Renton a la rutina consumista y al calor del establo nietzscheano resuenan a cierto eco atlético dirigido contra ese enemigo, nebuloso e indefinido, que ellos voluntariosamente identifican con el madridismo; que la comparación no sea justa ni cierta no impide que la perciban así. Y existe otro nexo, menos obvio, entre la cinta y el Atlético. Se trata del leitmotiv de la droga: antes de la llegada de Simeone, la categoría de sustancia que te hace sufrir y no puedes dejar constituía un estereotipo del que los propios aficionados se enorgullecían, para alivio de los publicistas sin ideas.
En última instancia, es probable que considerar Trainspotting una comedia, aun con el apelativo atenuante de dramática, suponga sobredimensionar las escenas de sorna e ironía salpicadas a lo largo de la cinta para lograr encajarla en ese género. Pero concédasenos un ejercicio de piedad: al fin y al cabo, nadie dijo que ser del Atleti fuese sencillo. Que se lo pregunten a los abonados al Metropolitano este año.
Barcelona – La La Land
«Finalmente nuestros sueños se hacen realidad».
Difícilmente encontraríamos una metáfora mejor para el Barcelona de hace una década, pues la comparativa se sostiene en todos los ámbitos. El éxito en taquilla y el elogio prácticamente unánime de la crítica se corresponderían con el metal atesorado en la sala de trofeos y la admiración conseguida en todo el planeta. La escenografía primorosa —que, como el poeta, a punto está de morir de pura delicadeza— valdría como alegoría de su juego, de propósitos tan preciosistas como eficaces. La sutil banda sonora incidiría en este apartado, y su carácter pegadizo redundaría en la nueva condición del Barcelona como club generador de simpatías. Por último, el reparto estelar con Ryan Gosling y Emma Stone equivaldría a la sucesión de cracks más o menos recientes que han pasado por el conjunto azulgrana, desde Ronaldinho hasta Messi.
Francamente, uno no sabe si el culé es más feliz cuando gana o cuando puede quejarse de los árbitros: quizá por eso a veces combina ambas circunstancias de manera vergonzante
Por otro lado, la analogía permite lecturas menos superficiales y amables. La película describe el abordaje a los sueños y cómo perseguirlos hasta alcanzarlos, del mismo modo que el barcelonismo anheló los triunfos y la gloria durante décadas en las que permanecía ajeno a estas suertes. El protagonista, Sebastian, posee unas firmes convicciones acerca del jazz, género musical al que pretende no ya honrar sino incluso salvar. Este ánimo redentor evoca la estirpe de los hijos de la filosofía cruyffista, cuyo respeto reverencial a la Idea se convierte en puro talibanismo; uno escucha la efervescencia entusiasta e inflexible de Gosling y enseguida recuerda a Xavi Hernández, un hombre a un discurso pegado. Asimismo, el film tiene un deje melancólico que permanece incluso al relatar el éxito: todos notamos una punzada con la sonrisa que Mia dedica a Seb cuando, ya casada con otro, piensa en su amor de juventud perdido, en lo que pudo ser y no fue. El culé, sobre todo el hincha clásico, no renuncia a ese punto de melancolía en el que refugiarse en las derrotas —últimamente muy frecuentes, y, para los jóvenes malcriados en la confortable cuna meneada del guardiolato, aún más dolorosas—, y acaso alguno aún lo arrastra también en las victorias, como sin querer rechazar del todo el prestigio moral que el vencido conserva. Ese impulso voraz de ansiar una cosa y la contraria, resuelto en La la land con una toma de partido un tanto frágil —¿quién de la pareja es más feliz, al final?—, interpela a muchos aficionados azulgranas. Francamente, uno no sabe si el culé es más feliz cuando gana o cuando puede quejarse de los árbitros: quizá por eso a veces combina ambas circunstancias de manera vergonzante. Una frivolidad muy propia del carácter veleidoso y contradictorio de la ciudad de las estrellas.
Real Madrid – El apartamento
«Ya sabes, vivo como Robinson Crusoe, náufrago entre 8 millones de personas. Entonces, vi una huella en la arena y allí estabas. Es maravilloso, cena para dos».
Hablábamos antes de aficiones que hacen gala de su hipsterismo, y frente a esa perspectiva se erige el Madrid. Incapaz de moldear un relato común que unifique mínimamente a su hinchada, como si el blanco de su uniforme representase un lienzo dispuesto a recibir las motivaciones particulares de cada cual, se convierte en el equipo más llano y acogedor. Podría parecer paradójico al observar la sala de trofeos, pero no hay club menos elitista. Cualquiera puede ser del Madrid, característica señalada con displicencia por parte de algunos de sus enemigos, más satisfechos de su condición de tribu cerrada con valores compartidos. Dicho de otro modo y que se dé por aludido quien lo desee: al Madrid todos lo pueden entender.
De ahí que su esencia se ajuste a la película de Billy Wilder. El protagonista, Baxter, se trata de un modesto trabajador de una compañía de seguros de Manhattan. Solitario, taciturno y soltero, trabaja mucho y gana poco. Con el afán de progresar, pelotea a sus jefes prestándoles su humilde piso para sus citas amorosas. Hasta que uno de ellos pretende llevar a la señorita Kubelik, ascensorista por la que Baxter bebe los vientos, situación que pondrá a prueba su integridad y sus contradicciones. La trama, sencillísima, coloca el foco en un arquetipo muy explotado en la cultura estadounidense: la escondida grandeza del hombre corriente, aquel que jamás tuvo alardes ni lo pretendió. Como en Las uvas de la ira, como en Qué bello es vivir, se pone a prueba la capacidad del don nadie en una encrucijada imprevista. Sin destripar más detalles, confío en que a estas alturas a nadie le quepa duda de que el pobre diablo Baxter es madridista.
Dicho de otro modo y que se dé por aludido quien lo desee: al Madrid todos lo pueden entender
Contemplada de un modo más global, y evitando subrayar su evidente categoría de clásico imperecedero en blanco y negro para establecer el símil facilón con la época de Di Stefano, la cinta posee otros rasgos homologables al Real Madrid. Por ejemplo, el carácter de fábula con afable moraleja, que incide en la ingenuidad del planteamiento, con el que se consigue empatizar sin esfuerzo —ya se sabe que uno se hace del Madrid por inercia, porque nunca juega a nada—. O la necesidad de un refugio victorioso para tantas almas humildes pisoteadas por la presión de lo que se espera de ellos. Y sobre todo ese final, que desprende un feliz aroma de minuto noventa merengue, pero permanece lo suficientemente abierto como para dejar intriga hacia lo que está por venir. Como le ocurre al Madrid tras ganar un título: no hay descanso que valga porque enseguida se piensa en el siguiente.
Invitamos a los lectores a que completen estos esbozos, continúen el debate en las redes sociales o a que propongan sus propias opciones, de este género o de otros. Por lo menos hasta que vuelvan la liga y la Champions, y podamos regresar a lo importante.
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