Otro clásico. Me veo en el túnel de vestuarios, abrumado por el ruido, los sonidos, las sensaciones; embotado, como si estuviera en un sueño. Oigo los tacos de las botas de los futbolistas, sus arengas, sus gritos, sus palmas, oigo de fondo el ambiente, tras esas escaleras que alguna vez subí haciendo el tour del estadio. Es el partido más intenso, la rivalidad más acerada.
El tiempo parece no correr, los pensamientos se amontonan y hacen que un segundo parezca una hora llena de reflexiones. Nunca he sido anti-culé, siento completa indiferencia hacia ellos salvo cuando sus actos o resultados afectan a mi Madrid. Incluso en circunstancias concretas no me importa que ganen, pero sí es, sin lugar a dudas, el equipo que peor me cae, el que me resulta más desagradable.
Todo por cosas sin importancia, como que lleven cerca de setenta años insultándonos, lanzándonos injurias y calumnias, incitando a la sospecha, despreciando y mintiendo, además de otras lindezas que me llevan extrañamente a este juicio sin sentido y contra toda lógica…
Siempre ha sido un partido más importante para ellos que para nosotros porque lo bañaban de connotaciones más allá de lo deportivo por su propio complejo. Ellos no son más que un club, pero se han querido convertir obstinadamente en algo más que un rival, transformando lo que antes era una simple victoria deportiva en algo más, en una satisfacción personal por lo antes señalado. Veo venir la victoria de todo lo que representa el Madrid y que tan orgullosos nos hace sentir frente a ese club enfermizamente obsesionado con nosotros y su patológico desprecio. Una victoria del señorío sobre los falsos “valors”. Una nueva perspectiva.
Veo las miradas de todos, son concentradas, miran más allá de lo aparente, miran sin ver, y me identifico con ellas, porque mi mirada es fascinada, como ajena a mí mismo, embriagado por el ambiente, mirando sin terminar de asumirlo todo.
Unos hablan para sí mismos, otros rezan, otros estiran o botan, resguardando el tono muscular del calentamiento… hasta que miro a la cara de los jugadores y entiendo que todo lo que pienso, lo que he comentado, no importa nada en absoluto en ese momento…
“Hoy es mi día, hoy es mi momento, voy a callar todas las bocas, voy a volver a demostrar que soy el mejor, se van a volver a rendir ante mí… Sé lo que tengo que hacer, sé cómo hacerlo.”
“No se me va a ir. Nunca. Siempre sale hacia la izquierda en el regate. Lo veo venir. Soy más rápido”.
“Aquí soy libre, se acabaron las polémicas y los líos, las desgracias. Aquí hablaré cómo sé hacerlo, jugando y marcando”.
“El partido es mío, quiero el balón. Lo siento, veo todas las líneas, sólo tienen que desmarcarse como hablamos. Sólo eso…”
“No podemos fallar, somos los mejores. Si hacemos lo que sabemos todo saldrá bien. Debemos estar colocados, organizados y lo demás seguirá su curso”.
“Desbordaré como nunca, como en la final de Copa, se hablará de mí y sólo para bien”.
“Ni una vez me pillarán la espalda, voy a ser un puñal… y lo celebraré con una hamburguesa…”
Un Real Madrid-Barcelona siempre es un partido distinto. Dos grandes rivales en una atmósfera especial, que provoca un pálpito agitado de incertidumbre que golpea el pecho y sólo se alivia en parte cuando pita el árbitro el inicio y completamente cuando pita el final declarando la definitiva victoria.
Llega el momento. Subimos las escaleras de camino al campo. Oigo el himno atronando, ese himno que antes oía como un eco en mi embotamiento. Los cuerpos de ellos se agitan. Miran a sus rivales de enfrente, los miran pero casi no los ven. Algunos se saludan. Se sienten ansiosos, quieren salir, necesitan moverse, buscar el balón. Salimos al campo y siento en lo más hondo el olor del césped húmedo, toco el césped con mis dedos, su textura suave y húmeda, en perfecto estado. La megafonía me abruma, una mezcla de olores se acumula, todo me da vueltas en esa orgía de madridismo y expectación. Miro hacia arriba extasiado y un estadio gigante se expande en vertical hacia el cielo, abarrotado, haciendo que me sienta pequeño y especial a la vez. Abrumado. Miro hacia atrás para ver el clásico salto de Cristiano. Todo en orden.
La grada ruge. Caras esperanzadas, ilusionadas, arengas sin freno llenas de orgullo y pasión, de rabia y energía… Los vuelvo a mirar a ellos, a todos. Vuelvo a leerlos… Es su liberación. Todo lo anterior se desvanece. Todo cambia: los pensamientos, las emociones. Se sienten dioses.
“Esto es por vosotros, no fallaremos, nos os defraudaremos”.
“Os lo vamos a dedicar, no nos vamos a dejar nada”.
“¡Gritad, chillad más, no paréis! ¡Seguid, más alto, más fuerte!”.
“Haced que se caguen. Hacednos volar”.
Sabemos que si ganamos exudaremos orgullo por cada poro de nuestra piel, pero si perdemos la semana será dura, habrá que aguantar vaciles y críticas de propios y ajenos.
Cuando el árbitro pita el inicio noto que me difumino, que desaparezco fundiéndome con el entorno, abandonándolos, dejándolos para sumirme en el sufrimiento y el placer, que no están tan lejanos.
Es la comunión perfecta, todos a una, la fusión de los pensamientos de los futbolistas, la afición y los míos. Juntos buscando la victoria.
“¡Dámela antes!”, “¡Aprieta, no le dejes darse la vuelta!”, “¡Más rápido!”, “¡Corre, échale huevos!”, “¡Tira más fuerte!”, “¡No falles eso!”, “¡Entra con todo!”, “¡Así, así, eso es!” “¡Vamos!” “¡Muy buena, muy buena!”
“¡GOOOOOOL!”
Otro clásico. Antes de despertar me da tiempo a atisbar cómo nuestros centrales no dejarán pasar una, cómo nuestro portero corregirá cualquier error y lo que será el gol de la victoria. La recuperación de Kroos; el regate de Modric; la asistencia de James, que será el futbolista del partido… y el gol de Cristiano. Otra victoria.
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