Por la esquina de Padre Damián se asomaban miles de Van Goghs que hacían cola en el Bernabéu para ir a ver a Theo. Eran miles de Van Goghs heterogéneos aunque con un patrón (un escudo) en común. Iban a enviarle sus primeras cartas. A Theo. Cartas a Theo. Yo les veía a todos con el pelo rojo, fueran hombres y mujeres, y hasta podía distinguir en algunos la falta de una oreja. Pero lo más destacable era el ansia. El ansia por el Madrid que al contrario que la del pobre Vincent es un ansia siempre alegre. El Madrid es una fuente de felicidad y uno puede verla (y sentirla) en cualquier lugar. Estaba en el rostro de una pequeña Van Gogh con coletas y un siete sobre rosa a la espalda, y también en la cara de Butragueño al subir al escenario para posar con la familia.
Florentino Pérez, el padre, le había dicho antes a Theo, el nuevo hijo, que llegaba al club de las doce Copas de Europa y fue entonces cuando todos vimos girasoles y estrellas y campos arlesianos. También le había dicho, a Theo, que le esperaba una experiencia maravillosa que todo el mundo quiso para sí. Yo me imaginaba en el lugar de Theo, escribiéndole una carta: "Todo es hermoso aquí, dondequiera que vaya...", y miraba esos diecinueve años preguntándome cómo eran posibles. El chico no dijo mucho después del abrazo dialéctico del presidente (un abrazo en el que yo me acurruqué) al contrario que Vallejo (según me dijo Ramón Álvarez de Mon), el anterior adolescente que apunta a capitán y señor.
Yo a Theo lo vi como a una presencia imponente de una fuerza aniquiladora que ya pertenece al Madrid. Aquí lo decimos tan orgullosos como orgulloso pareció sentirse el Aleti al decir algo así como que en realidad Theo nunca perteneció al Aleti. Y nos alegramos. Theo no dijo mucho, decía, pero sí algo sencillo y puro, de trazo límpido como: "He venido a aprender de los mejores", que casi resonó en el palco de honor como acompañado de flautines y trompetas. Yo desde luego las oí y por un momento me imaginé gritando enardecido yo sólo en medio de la sala: ¡Hala Madrid!, pero por suerte me contuve. Las croquetas se me escaparon pero sí las probó Jorgeneo sin aparentes efectos secundarios. Luego salimos a la grada, al palco, monsieur Dumas, Ramón, Jorge y un servidor a ver si encontrábamos los famosos hilos. Pero nada. Lo más cerca que estuvimos fue durante un momento esperanzador en que vimos uno (y blanco) sobre la chaqueta de monsieur Dumas que empezaba y acababa, por desgracia, en su solapa.
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