Hola de nuevo:
Estos días tengo sentimientos encontrados. Por supuesto, deseo que el escándalo se aclare cuanto antes. Al mismo tiempo, como sabes, soy un espíritu delicado al que no le gusta el espectáculo de la turba contra el individuo. Hay quien encuentra satisfacción en apalear a un culpable en singular, y es evidente que hay situaciones en las que la responsabilidad de un acto es puramente individual; pero del mismo modo que conviene no diluir la responsabilidades personales en las colectivas, mi ánimo justiciero se resiente en cuanto se vislumbra la misma operación en sentido contrario: es decir, cualquier atisbo de apaño que trate de diluir las colectivas en una única persona. Se trata de una reflexión genérica, puesto que evidentemente desconozco los detalles concretos de este caso. En conclusión, mi única petición al respecto es que la investigación no caiga en la tentación reduccionista de la cabeza de turco: búsquese lo que proceda, y hágase bien.
Por otro lado, de este embrollo me interesa particularmente, una vez más, el asunto del relato y la importancia de la opinión pública en su éxito, en su consolidación y en su magnificación. En esta ocasión me refiero, claro, al relato de las relaciones entre los clubes, las administraciones, las federaciones y el estamento arbitral. O sea, el relato de las relaciones entre los clubes y el poder. Ya imagino tu sonrisa al leer estas líneas. No hace falta peinar canas para percatarse de que, desgraciadamente, en España no suelen afrontarse estas cosas de manera seria. Y no es algo que suceda solo ahora. He ahí, por ejemplo, el asunto de los equipos durante el franquismo, y cómo se cuenta mayoritariamente la película. Después de leer mucho sobre el tema, uno podría convenir en considerar los años de la dictadura como una ciénaga común en la que había que moverse para sobrevivir; de tal manera que no solo cada club tenía algún enlace con el régimen en su directiva, sino que todos trataban de dirigir lo mejor posible la caprichosa arbitrariedad de la administración de aquella época. Obviamente, en su favor y no en su contra. Yo podría aceptar este discurso como mera descripción objetiva de un panorama generalizado, sin ánimo revanchista ni justificador; al fin y al cabo, en contra de lo que afirmaba Madame de Staël, comprenderlo todo no significa perdonarlo todo. Sin embargo, una reseña que se pretenda adulta y ecuánime nunca ha bastado a la muchedumbre antimadridista.
Como ya hemos hablado alguna vez, el antimadridismo siempre ha decretado un reparto de roles preestablecidos que explica el mundo acomodándose a sus prejuicios, en los que encuentra comodidad y calidez cuando los hechos se la niegan. De modo que la interpretación anterior, en la que se intenta describir un contexto existente, un Zeitgeist, un paisaje compartido, un mar donde todos los peces debían respirar, les sabe a poco. Ellos desean la versión alternativa, una burda y simplona función teatral, un guiñol donde el títere malo le pega con la porra al títere bueno y no hay mucho más que pensar. Se prefiere la caricatura a la realidad. De ahí que ahora, cuando afloran a la luz sucesos que, para más inri, se han producido mucho tiempo después de los años de la ciénaga, se les haya venido el mundo encima con la inversión de los papeles. Porque no solo el Madrid no ha cumplido con el rol asignado, sino que encima han sido otros. De repente andan desesperados, buscando en vano alguna cueva donde guarecerse o silbando disimuladamente hasta que pase el chaparrón. Los más atormentados tratan de edificar paralelismos absolutamente irreales con lo descubierto hasta ahora, lo que sin duda otorga a todo un aire chistoso, como en el chascarrillo aquel de “a ti se te ha muerto el padre y a mí se me ha perdido el bolígrafo; menudo día llevamos ambos”. En fin, cada uno lleva estas cosas como puede. Lo único que me extraña es que, en un entorno tan proclive a la cursilería como el culé, nadie haya comenzado a citar a Gardel: ya se sabe que, después de todo, veinte años no es nada.
Más allá de este asunto, reconozco que tengo mis idas y venidas acerca de cómo ha de afrontar nuestro club la cuestión del relato. Habitualmente considero que, si bien el Madrid no debe caer en la tentación de imitar a sus rivales y construir una narración arquetípica cerrada y propia, sí debe defenderse del cuento insidioso y grotesco que le adjudican sus enemigos. No obstante, otros días, quizá aquellos en los que me encuentro más cansado, me invade la certeza de que incluso esa tarea defensiva se trata de una empresa inútil, que una ficción convenientemente adornada fija de un modo más estable y definitivo la imagen de alguien que cualquier facticidad, y que más vale abstraerse de todo y concentrarse en ganar. Sea como fuere, confieso siempre guardar escondida la esperanza humilde de que, frente a la evidencia del césped, todas las trampas retóricas finalmente se terminan deshaciendo. Esta misma semana, sin ir más lejos, en Anfield tuvimos una bella demostración, y así fue reconocido en Inglaterra. Estarás conmigo en que, en estos días de podredumbre, reconforta especialmente.
Cuídate, volveré a escribirte pronto.
Pablo
Getty Images
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos