CAPÍTULO 1
Como aquella noche de hace 18 años, de repente esa tensión. Lo había olvidado. Un frenesí infantil capaz de rivalizar con la expectación suscitada por la visita de los Reyes Magos tomaba posesión de mi ser en la nocturna víspera. En noches como esas, por definición, se duerme poco. Máxime si te acuestas tarde por estar inmerso en cierto consejo editorial furtivo de La Galerna hasta altas horas de la madrugada. Hubiera dado lo mismo. 18 años después de ver a Manolo Sanchís alzar la Séptima bajo el cielo de Ámsterdam, el destino -y los huracanados vientos de La Galerna- me brindaban la oportunidad de viajar a Milán hacia la conquista de la Undécima, empotrado con la grada cual reportero de guerra en un convoy de marines estadounidenses en algún secarral de Oriente Medio.
Resulta innegable que todos estos prolegómenos previos a la cita con el autobús de la muerte en el Santiago Bernabéu encierran muchos ritos, rituales y misterios. Me desayunaba yo solo en mi casa, con mi señora camino ya del trabajo y Clarita, chupete en boca, cometiendo sus habituales fechorías en la guardería, y no podía evitar sentir a mi alrededor cierta aureola torera, cual diestro embutiéndose el traje de luces antes de enfrentar, precisamente, a la oscuridad personificada en un morlaco de varias toneladas llamado Cholo. Me desayunaba yo solo en la quietud de mi hogar y me sentía cual caballero templario orando en capilla, rodilla al suelo y espada en firme, antes de partir hacia las Cruzadas. Revisé la mochila por última vez: no buscaba alimento, ni siquiera agua, tampoco una doble pareja de gayumbos o calcetines. Quería comprobar por enésima quincuagésima vez si mis amuletos madridistas estaban a buen recaudo. Efectivamente allí estaban, entre los torreznos, bollitos y kikos que mi bienhadada esposa había alojado en la bolsa. Llegaría su momento, el de ambos, los talismanes, heroicos en los momentos de zozobra, épicos para salvar la gloria. Pero cada cosa a su tiempo.
Antes de la hora señalada, pero ya depositado mi cuerpo serrano en los aledaños del Bernabéu, cumplí con una tradición milenaria que me acompaña cada vez que acudo a Chamartín cual mocita madrileña emocionada. No podía faltar el íntimo homenaje a mi amigo Choflas, el ángel artífice de que un servidor vea no menos de 10 partidos al año en directo en el Templo del fútbol mundial. En este sentido, todo rito tiene sus imprescindibles sagrados. Choflas lo sabe. Cualquier otra vianda hubiera traído sin remisión el mal fario. Así acudí a La Vienesa a por los bocatas que habrían de llevarme hasta Milano. Como siempre. Así lo dicta la tradición. Así debe ser. Así le gusta a Choflas. Así regresaron desde Milán a Madrid los kikos de mi pobre santa.
Sobrasada y queso era la única combinación posible, la única combinación ganadora.
Así, envuelto en hechizos y supersticiones subí al troncomóvil que habría de conducirnos a Milano a través de la piel de toro, los Països Catalans, la Cote d´Azur y la propia Italia. Lo hice después de asistir a una intensa arenga por parte de uno de los comandantes de la hinchada, patrón de mi autobús; un discurso épico y sincero, brotado desde las entrañas, que reducía las palabras de William Wallace en la campiña escocesa a bravata de patio de recreo cuando le roban la merienda a algún colchonero.
Subía las escaleras del vehículo mientras trataba de no perder detalle de todo cuanto sucedía a mi alrededor, que era mucho, desde un horizonte de camisetas merengues a las faldas del Bernabéu, hasta una caravana de aeronaves presta a partir en busca de un sueño, pasando por innumerables cámaras de televisión acompañadas de sus sempiternas reporteras deportivas de buen ver.
Así aposenté mis posaderas en el bus: levitando.
Una vez que vi perderse en la distancia -con una hora de retraso, eso sí- todo aquel delicioso y bullicioso guirigay madridista, estreché las manos de mis compañeros de viaje como si de un primer día en la oficina se tratara. Al fondo, como los malos de la clase en las excursiones del colegio, se sentaba la chavalería de una expedición en la que toda edad, clase, pelaje y condición tenía su más que digno -e incluso- heroico representante. Así conocí al hombre que habría de sentarse a mi derecha en la grada de San Siro en la hora final. Sin embargo, en aquel autobús me pareció un humano sensato, ecuánime, tranquilo, sabio. Su transformación posterior, una metamorfosis digna de Kafka, entraría en la leyenda. Lo leerán ustedes más adelante.
Así, observando, compartiendo, riendo y comentando, los expedicionarios nos fuimos conociendo a través de un interminable palique que en mi caso acabó cobrándose la factura, el peaje, de una noche loca con mi familia de Los Galernni. Ya saben ustedes, amigos galernautas, que se trata de tipos extremadamente peligrosos cuando cae la noche y la famiglia e la famiglia.
De repente me dormí.
El despertar resultó en verdadero susto. No todos los días uno duerme en paz y despierta en territorio comanche. Allí estaba yo, somnoliento, mirando con ojitos orientales de recién despertado por la ventana, cuando comprobé que las esteladas ondeaban en los campanarios de los pueblos catalanes, saludando desafiantes la llegada de los autobuses del madridismo camino de la Undécima. Para conjurar el hechizo, agarré fuerte mis dos amuletos. Y volví a degustar, una vez más, aquellas garrapiñadas artesanales que una pareja de madridistas hacía rular en un bote entre todos los pasajeros de aquel autobús majadero. Por alguna extraña razón, aquel bote siempre volvía a mi vera, como un amor envenenado del que no puedes prescindir aunque te rompa el corazón. Como el propio Real Madrid, que siempre vuelve, aquellas garrapiñadas regresaban a mí una y otra vez, formando un tan dulce como sólido bolo alimenticio cuyo tránsito intestinal era tan sensible y sensorial como la volea de Zizou en la noche de Glasgow.
Aquel garrapiñado atracón no fue óbice para que, junto a mis nuevos y ya eternos camaradas, degustara una hamburguesa en la frontera entre banderas azulgranas, pins, muñequitos y demás iconoclastia y parafernalia culé que presidía aquella estación de servicio de La Junquera. Sin embargo, los hados estaban de nuestra parte y mis amuletos comenzaban a surtir efecto. Así, mientras los muchachos se afanaban por servir su correspondiente Whopper a la jauría de madridistas hambrientos -incluido algún garrapiñado- volvió a brotar aquella magia que nos indicaba en cada nimio detalle que no volveríamos de Lombardía sin la Copa.
-No nos escupáis en la hamburguesa- bromeó cierto e ilustre madridista.
-¡Pero si el cocinero es madridista!- respondió un dependiente como si el chef resultara una figura imprescindible en un Burguer King. Y después llegaron los cánticos, a los que se sumó aquel cocinero de hamburguesas fast food y parte de su plantilla, sintiéndose por fin liberada del yugo azulgrana tras la llegada de los libertadores merengues procedentes del Viejo Mundo.
Tras agradable velada y después de departir con la chavalería aposentada en la parte trasera del bus y de comprobar los imposibles surcos del laberinto de sus peinados, caí de nuevo en los brazos de Morfeo. Francia siempre me dio sueño. Tanto que desperté en Italia.
Una dama trató de despertarme con ternura en cierta parada en la Costa Azul, en las postrimerías de Marsella. Todos mis compañeros bajaban a estirar las piernas, la noche era oscura y albergaba horrores. Agradecí el detalle pero decidí mandar a aquella hadita madridista con viento fresco para seguir con mis propios sueños blancos. Mientras toda la expedición pisaba suelo francés, yo decidí no variar un ápice mi postura: cabeza sobre el asiento, cuerpo dispuesto en forma de L y piernas en ángulo de 45 grados apoyadas en la ventana. Otra señal: mis piernas en alto como las de nuestro entumecido Gareth Bale en la prórroga. ¿Casualidad? No lo creo. Pasé un dedo de nuevo, just in case, por mis amuletos.
Despertar en Italia habiéndote ahorrado una nación entera, créanme, no tiene precio. En la localidad fronteriza de Ventimigilia se produjo el primer desembarco internacional de la Normandía madridista de nuestra aventura (con permiso, claro está, de los Whoppers sazonados de madridismo de la Junquera). No olvidaré aquellos ojos perplejos de los camareros y camareras italianos cuando vieron pisar suelo transalpino a aquellas hordas bárbaras de madridistas recién levantados, que desprendían una fragancia inconfundible a Eau de Sobaque. 'Aromas del establo en Ventimiglia' parece un título de un western, pero era la más pura realidad entonces, después de más un día de travesía blanca. Dada la situación, los excusados del lugar acabaron convirtiéndose en improvisado baño turco, donde los pelos de la sobaquera clamaban por libertad y los gayumbos olorosos daban relevo a compañeros más frescos y mejor perfumados.
Por supuesto, fue la hora del espresso y del café Lavazza. Ya saben, "cuando arrivo a casa te merecci" un premio en macarrónico italiano.
Con bríos renovados emprendimos la etapa final del viaje. Milán estaba cerca y la épica del desafío que teníamos por delante comenzaba a prender en el ambiente. Yo, aún no me explico per ché, empecé a farfullar italiano, entre las chanzas y bromas de la expedición, mientras se sucedían los vehículos de colchoneros que adelantaban sin remisión ninguna a nuestro pesado bus.
En cada adelantamiento los veías confiados, ufanos, vacilones, con los pulgares hacia abajo los más moderados, con el índice degollando gargantas los más osados. Criaturitas. No sabían la que se les venía encima.
En la final volverán a llorar todos los colchoneros.
Nosotros, por el momento, lo que sí llevábamos encima eran 23 horas de autobús.
Salimos del Bernabéu un viernes al mediodía.
Llegamos a Milán un sábado a las diez y media.
Se aproximaba la hora de la Undécima.
Y un día entero de madridismo en la capital de Lombardía.
Capítulo 2
Capítulo III y epílogo
Decía Pio Baroja que el nacionalismo se cura viajando. No así el madridismo, que late y hierve con tesón cuando se aleja de su cálido hogar allá en el Bernabéu, que viene a ser como el rancho grande de los mariachis. San Siro es un estadio imponente, no cabe duda, escenario de grandes gestas y escenario de épicos combates entre los más grandes espadas del balompié mundial. Es la casa del Milán, el segundo equipo más laureado del continente, y por ende su hierba desprende el inconfundible aroma de la historia. Algunos nuevos ricos de la Champions, sumidos en las tinieblas hasta 1992, deberían mostrar mayor respeto por el viejo Milán por mucho que hoy Il Cavaliere Berlusconi haya vendido el equipo a un chino.
Su estadio mola, tiene cinco estrellas de esas de la UEFA, de la FIFA, la CONCACAF, la CONMEBOL o vaya usted a saber; resulta una plaza idónea para albergar una finalísima de la Champions League por encima de otras bizarras opciones como la que obligará al madridismo heroico a desplazarse a la localidad noruega de Trondheim para degustar la Supercopa de Europa. En fin, que somos vikingos, pero no tanto. Antes, en cualquier caso había que ganar la Undécima en un estadio deluxe, sí, pero cuyos inodoros públicos exudan una sudorosa agüilla letrinera que si se replicara de algún modo en los baños del Bernabéu tendríamos allí ipso facto a un equipo de fumigación anti-ébola y a FloPer detenido por un delito contra la salud pública.
Afortunadamente, servidor es de vejiga fuerte y escroto endurecido. Una vez acomodado –es un decir, en la medida en que mis posaderas no tocaron asiento en modo alguno- nadie movería a este madridista de su sitio, al fondo, como mandan los cánones, con toda la marabunta atlética en el horizonte y un terreno de juego de por medio. Y si los nauseabundos wáteres de San Siro habían reforzado mi madridismo vía los decorosos inodoros del Bernabéu, los videomarcadores del estadio del Milán acabaron por someter a eterna elipse aquella pregunta retórica que un niño indio planteaba a su padre en un spot colchonero:
-Papá, ¿Por qué somos del Atleti?
Pues vaya usted a saber, niño.
El caso es que pantallas de muchas pulgadas comenzaron a saludar a los dos contendientes en liza. En la primera proyección se glosaban las hazañas de un equipo capaz de ganar cinco ediciones de la Copa de Europa consecutivas con una saeta rubia, de un conjunto yeyé que batía no solo a sus rivales sino a los pronósticos, de un montenegrino enterrando 32 años de frustraciones, de un Raúl recorriendo todo el campo para sentenciar una final como si estuviera en una escena interminable de Oliver y Benji, de un calvo mágico que recoge balones caídos del cielo y de un fiero cabezazo andaluz en Lisboa.
Después apareció una cosa rara en formato NO-DO con equipos de medio pelo y un tal Schwarzenbeck, una Intercontinental que nunca se debió jugar y una serie de finales contra medianías como el Fulham o Athletic. Un dislate, un esperpento en la antesala de toda una final de la Champions. Algo así como acudir en chándal a una aristócrata fiesta de Sisí Emperatriz en Viena.
No en vano cantaron Alicia Keys y Andrea Bocelli en los prolegómenos del encuentro, artistas que, como nuestro Plácido Domingo o nuestro José Mercé, se ajustan a tan magno evento. Rosendo y Sabina, por su parte, creemos entran en otra categoría, admirable, pero otro rollo al fin y al cabo.
Mientras admiraba en aquella zarzuela atlética en forma de video, que encerraba a la postre la verdadera esencia del colchonero, me vi sorprendido por la pancarta que nuestros adversarios descolgaron sobre su grada antes de tiempo. Sus jugadores aún no habían saltado al campo y se ve que, con los nervios, a algún jefe indio se le escapó la pancarta como a Ramos las Copas en los autobuses y los cabezazos en los minutos noventaytreses.
Tus valores nos hacen creer rezaba la leyenda de los sesudos Toros Sentados de enfrente y mientras andaba uno preguntándose qué diantres de valores eran estos –tirar balones fuera, “Monos Burgos” amenazando con partir cabezas a entrenadores de Setúbal o Cholos intentado pegar a Varanes- cayó sobre mí en la grada nuestro imponente tifo madridista.
Hasta el final vamos Real, decía. Sin grandes alharacas, como le gusta al hincha blanco, y por supuesto sin ninguna intención de sentar cátedra y postularse como los Robin Hood del tema. Tus valores dice el colchonero, de valors anda sobrado el culerío. Saquen ustedes mismos sus propias conclusiones.
A todo esto, sonó el himno de la Champions y cuando nos quisimos dar cuenta ya estaba toda la hinchada desgañitándose para imponerse en su particular batalla de la grada. Espero que aún recuerden a aquel ser humano que habría de sentarse a mi derecha en la grada de San Siro en la hora final. Estuvo en aquel fragante autobús camino de Lombardia y aquí estaba a mi lado. Un hombre cuya primera percepción oscilante entre equilibrio, sensatez, sabiduría y ecuanimidad, saltó por los aíres y en mil pedazos según se escuchaba el pitido inicial. Fuera el furor de la grada, el latir del madridismo o la esperanza de la Undécima, el caso es que aquel hombre tranquilo pasó a convertirse en un energúmeno táctico que no paraba de dar indicaciones frenéticas al equipo. Oxigena, devuelve, controla, a un toque, combina, sal y toca. Fue apodado el Unai Emery de la tribuna y fue mi anímico sostén cada vez que un joven borrachín madridista, sudoroso y sin camiseta, se desplomaba desequilibrado sobre nuestras espaldas entre cientos de balbuceantes disculpas con aroma a ebria flatulencia. Mientras un servidor aceptaba medianamente divertido sus excusas, nuestro Emery no despegaba la mirada del verde horizonte de San Siro, receptor evanescente de millones de instrucciones que habrían de conducir al Real Madrid a la victoria.
Quizás fue su táctica imaginación la que dibujó la jugada ensayada con la que el Real Madrid se adelantó en el marcador. Kroos sacó una falta, Gareth la peinó y Sergio acudió a su puntual cita para desplumar penachos de los indios. La grada estalló y todo me pilló a contrapié, acostumbrado como estoy de un tiempo a esta parte a que cada partido contra el Atlético sea como una visita al dentista en la que adivinas la malévola sonrisa de tu suegra detrás de la mascarilla. La digestión sorpresiva de aquel gol inesperado -por tempranero- no impidió no obstante el goce y jolgorio, saltando junto Emery y el resto de los camaradas del autobús fragante. Son esos momentos en los que disfrutas soñando con una final tranquila y paseos imperiales. Nada más lejos de la realidad. Por muchas revistas del corazón que leas en la sala de espera, nunca conviene subestimar a un dentista.
Así, poco a poco, quizás inconscientemente ante la pereza que evoca jugar contra el soporífero Atlético, el Real Madrid fue tocando una sinfonía de Amarretegui Blues completamente contranatura para escarnio de nuestro amigo Emery que daba saltos como una mona de asiento en asiento y de fila en fila. Todos veíamos la necesidad de rematar al Atleti pero el Cholo ha hecho de los colchoneros un ejército de gatos panza arriba.
Tras un ahumado descanso en el graderío bajo sensatos mensajes de las Autoridades Sanitarias en los videomarcadores que nadie tuve a bien escuchar, el inicio del segundo tiempo resultó accidentado. Por cierto que entonces nadie hablaba en gradas ni transistores de goles ilegales por fueras de juego de una uña. Tampoco dudó nadie en las ondas del dudoso penalti señalado sobre Pepe por falta a Escopeta de Feria Torres. En esas cosas no se dudan. Eso debió de pensar Griezmann cuando disparó muy por encima de la meta que defiende ese portero de Dios que es Keylor Navas, bendición del Padre Suances mediante.
Pero a Emery no le gustaba nada de lo que ocurría. Yo comenzaba a manosear nervioso mis amuletos en el bolsillo, tentado de sacarlos a la luz y conjurar el sortilegio, pero temeroso de hacerlo precipitadamente dado que su magia sólo tiene un uso dentro de las majaderas supersticiones que rondan mi cabeza. Desistí. Emery arremetía contra todo. Todos estaban cojos y Zizou no se enteraba de nada. El Atlético parecía apretar pero las grandes ocasiones eran madridistas. Vi a Benzema helar el tiempo en un mano a mano que desbarató Oblak y vi como un indio despejaba sobre la línea el gol de la sentencia merengue.
Lo que no vi bien fue el empate. Lo escuché. Y enmudecimos. Cualquiera hubiera pensado entonces, con un Madrid fundido y varios de sus futbolistas lesionados, que se repetía la historia de Lisboa pero en sentido inverso. Cualquier hubiera pensado que en aquella prórroga el dentista rojiblanco nos iba a arrancar hasta la última muela. Así pensaba Emery. Así pensaba incluso aquel héroe que casi perdió un dedo al hacerse un bocata de salchichón antes de la Décima. Cundía el desanimo y entendí que era la hora de Lukita y Mourinhito.
Ambos talismanes salieron a la luz como estrellas bajo los focos de San Siro. Mis amuletos estaban en juego, los hados se conjuraban y los planetas se alienaban. Nada me falta. Algún día relataremos el origen de estas filacterias. Mientras tanto contemplen la foto tomada antes de iniciarse el partido.
Como ustedes supondrán uno no está para selfies en prórrogas en San Siro.
Así afrontamos la prolongación, temerosos que de que el Cholo diera un paso al frente, cosa que no hizo, el muy cobarde, afortunadamente para nosotros. El Madrid no sólo soportó los aullidos colchoneros sino que contuvo las acometidas indias. Es más, si alguien pudo marcar entonces fue el Real Madrid de Lucas Quinto y Casemiro, imperiales durante el tiempo extra.
A medida que se acercaba la tanda de penales menos hablaba, menos miraba, menos respiraba, menos vivía. Sólo sobaba a Lukita y Mourinhito, asustado como un bebé perdido en la sección de ultramarinos de un Supermercado, temeroso de la que hubiera sido, como en Lisboa, la peor derrota del Real Madrid de todos los tiempos. Imagínense lo que hubiéramos tenido que aguantar durante toda la eternidad si estos nos ganan una final en Europa. Se extinguiría la humanidad merced a alguna hecatombe nuclear y nos lo seguirían recordando desde el Más Allá. Afortunadamente todavía nos faltaba ganar una Champions desde el punto de penal. En la variedad está el gusto.
La tanda fue dramática por mucho que Lucas Quinto nos deleitara con un show digno de los Harlem Globetrotters antes de lanzar su penalti. Alcanzó su clímax cuando Bale se dispuso para su lanzamiento entre aspavientos enajenados de Emery, que clamaba porque lo tirara otro. “¡Está cojo!, ¡está cojo!” gritaba desesperado instante antes de que el galés marcara.
Yo, envuelto mientras tanto en una extraña danza tribal entre asientos, pasaba a Lukita y Mourinhito entre mis camaradas de la hinchada. Quería que los besaran en un último intento por convocar a la magia blanca en un momento de necesidad extrema. Al tiempo, los madridistas marcaban y celebraban, mientras los colchoneros, también marcaban, pero lo hacían con la congoja propia de quien se sabe un looser profesional.
Tuvo que ser Juanfran, un radical atlético como buen converso, quien estrellara el balón en el palo, certificase la eficacia de mis amuletos y nos preparara para una exhibición de músculos y tableta de nuestro Adonis de Madeira.
La Undécima era nuestra, San Siro se desvanecía ante mis ojos, se respiraba amor en el aíre, soplaban aires de poética justicia y la felicidad imperaba completa después de tamaño atroz sufrimiento. La foto que alguien con una raza periodística innegable tuvo a bien hacerme en aquel instante muestra a un ser descompuesto y feliz, aturdido y lúcido, jodido pero contento.
Tal fue la felicidad que me tumbé sobre tres asientos libres, cuyos antiguos ocupantes brincaban como cervatillos por el graderío, para dirigir mi mirada limpia al cielo de San Siro. Pero como el madridista tiene mil ojos y siempre el hombro presto para las lágrimas de un compañero, un hincha acudió a mi vera preocupado:
-¿Te encuentras bien?- preguntó.
-Mejor que nunca- contesté.
EPÍLOGO
Cual insecto arrollado por un tren de mercancías abandonaron mis huesos San Siro. Aún no sabía que los diligentes y corteses carabinieri milaneses habían impedido a nuestro fragante autobús aparcar cerca del estadio y nos esperaba una caminata de un puñado de kilómetros antes de emprender nuestro regreso a España.
Fue entonces cuando volví a ver al patrón de nuestro vehículo, apostado junto a una valla, con aspecto de venerable samurái victorioso.
-Habla- me dijo al verme.
Hablé.
-No has gritado y animado lo suficiente- manifestó imperturbable pero cómplice ante mi mirada perpleja.
Así, arremolinados cual enjambre de avispas madridistas entre aturdidas y apesadumbradas moscas colchoneras, emprendimos nuestra marcha hacia el autobús fragante. Durante ese paseo conocí a un tipo admirable lector de La Galerna. Tendría unos 60 años y no se había perdido prácticamente ningún periplo europeo del equipo esta temporada. “Mis hijos tienen que pensar que estoy loco”, decía. “Pero, fíjate a mi edad, la grada es una droga”, afirmaba con una enorme sonrisa en la boca.
Andaba aposentando mi pompis por fin en el bus meditabundo en las reflexiones de mi nuevo amigo sexagenario cuando abracé el sueño de Morfeo.
Cuando desperté estábamos en La Junquera y mis camaradas escuchaban la retransmisión de RAC1.
“¡Penal al pal! ¡penal al pal!” se desgañitaba el locutor con el fallo de Juanfran en los penales.
Y así se llama el grupo de Whatsapp de aquellos héroes que alcanzaron Milán y regresaron con una Champions.
Cuando se comparte trinchera bajo fuego enemigo hay cosas que no se olvidan.
Once concretamente.
¡PLAS PLAS PLAS! Me pongo en pie para ovacionarte y para darte las gracias por hacerme revivir la Undécima con tu maravillosa crónica de un viaje inolvidable.
No tendría espacio para destacar algunas frases míticas y metáforas perfectas, así que procedo a suscribirla toda. ¡Grande, Andrés! ¡Grandes, Mourinhito y Modricito! ¡Grande, Emery! ¡Grande, E.T. salvado! ¡Grandes todos, Autobús 1!
Hala Madrid y nada más.
A por la Duodécima.
Vivencias como las del reportaje te hacen sentir mucho más los colores madridistas. Magnífica y excelente narración que te mete hasta el tuétano el sentimiento por unos valores. Y con estos ánimos ya estamos camino de la duodécima. Así sera sin duda ninguna.
Lo he tenido que leer en tres veces por falta de tiempo entre ayer y hoy. Me parece fantástico y creo que todo galernauta debería leerlo. Lo he disfrutado muchísimo. Lo he vivido!!! Gracias por compartirlo.