Tengo un amigo que no sabe por qué es del Barça, algo que la publicidad nos indujo a pensar que solo les pasaba a los colchoneros, pobres infelices. No tiene tradición familiar y ni siquiera es catalán. Nos desollamos juntos las rodillas en los setenta, en ese patio de colegio que los lectores de la sección ya conocen, donde Número Dos vio a Vitín fusilar paredes y Número Tres intuyó los rudimentos de la física cuántica. Un muro de contención y una verja lo separaba del Panteón de Hombres Ilustres, joya improbable de la arquitectura decimonónica madrileña que ya entonces nadie visitaba. Cuando los violentos zapatazos de Vitín se estrellaban contra el muro, los despojos de Cánovas y Sagasta rebullían en su descanso eterno por riguroso turno, y cuando un zaguero en apuros despejaba sin complejos subíamos a rescatar el balón de entre los macizos de camelias y los mármoles bicromos, ignorantes de la alegoría melancólica y clasicista de la fugacidad de vida y fama que alegremente componíamos. Aquel patio/desolladero recibía el paradójico nombre de “patio de arena”. Cuenta la leyenda que en algún momento su firme estuvo cubierto por ella: una suerte de glosa inversa del célebre eslogan parisino sobre la playa y los adoquines que a buen seguro forjó en nosotros un sano escepticismo, tan terne y tan merengue.
Pero estoy divagando. El caso es que mi amigo no sabe por qué se hizo del Barça en aquel Madrid tardofranquista. Puede que fuera el único del colegio, y el afán de singularidad es la única hipótesis que cuadra en aquellos tiempos grises para el madridismo, pero de color de hormiga para los culés, que no rascaron una triste liga en los catorce años que van de Kubala a Cruyff.
Puestos a buscar explicaciones cree recordar mi amigo que en algún momento remoto de la infancia le fascinaron los colores de la camiseta. Yo siempre he pensado que es un falso recuerdo, porque por entonces no pisábamos el campo y la televisión era en blanco y negro. Es difícil entender para quienes han crecido con la tele en color la rutina de aquellas relaciones infantiles con nuestros equipos del alma: sabíamos cuál era el color de las equipaciones, pero en realidad no lo veíamos salvo por la ventana episódica de los cromos de la liga al principio de cada temporada; su poder de fascinación coleccionista era directamente proporcional a la abstinencia cromática a que nos sometían la pantalla y la prensa en aquellos años. A quienes éramos madridistas por herencia y por conciencia temprana de que el Madrid era un cometa refulgente y los demás clubes asteroides pedregosos, la tele nos devolvía cada domingo una evidencia visual irrefutable.
Había apenas tres registros catódicos: en uno estaban esos equipos un poco circenses que se vestían con las rayas de los colchones o de las calzas del Tío Sam, extravagancia que no invitaba a tomárselos en serio, aunque apreciáramos la densa superioridad del color vino de las rayas del Athletic, más compactas en pantalla que el carmín desleído y plebeyo de su réplica madrileña. En otro estaban los demás, un magma indiferente de color agua turbia donde tanto valía la camiseta del Pontevedra como la del Barça, si cabe aún más desagradable por la leve modulación que en las tomas cercanas se advertía entre las listas que sabíamos pero no veíamos azules y grana. Por fin, estábamos nosotros, el Madrid y su equipación blanca y radiante como la novia de Gloria Lasso, pura luz que traspasaba la limitación del blanco y negro sin alteración ni mancha. De pronto acabo de entender ese elegante guiño que hace La Galerna a sus lectores cuando las fotos se colorean al paso del ratón. Todo se ilumina salvo nuestra camiseta, que no lo necesita.
El total white es una opción rara en las equipaciones futbolísticas. De hecho, la mayor parte de las que se ven hoy es fruto de la decisión reciente de clubes que, como el Leeds inglés, cambiaron sus colores en los sesenta como homenaje de admiración al Madrid de las cinco copas. La esplendente blancura merengue soporta bien como accidentes pasajeros las tiras de Adidas y los remates episódicos a que obliga la ley del merchandising temporada a temporada, aunque aún recuerdo con estremecimiento aquella versión inmaculada con que oficiaron los galácticos el año del centenario y que desde aquí propongo que se restablezca como uniforme de gala para ocasiones especiales, como las finales de Champions. Qué diferencia con esa inseguridad identitaria que acusan nuestros rivales blaugranas y su abracadabrante deriva anual de la camiseta. ¿Han reparado en Can Barça en la banalidad de travestir a sus jugadores de medios de melée con ese rayado horizontal que les han perpetrado los diseñadores de Nike para 2015/16? ¿No se avergüenzan de esa segunda equipación en senyera, puro chándal bolivariano? ¿Cómo se atreven a vestirse de bandera sin ser argentinos, los únicos con bula? Los años del blanco y negro catódico sí que nos enseñaron la verdad, y no el dedo de Mourinho: el Madrid es un estilo, amigos. Eso que solo se encuentra si no se busca.
Número Uno
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Que alguien sea del Barsa hoy en día es comprensible, con el aparato de propaganda y manipulación que maneja el equipo catalán. Que lo fuera hace 40 años, ya no tanto.
Pero lo que me resulta del todo punto incomprensible es que haya culés españoles de fuera de Cataluña, cuando el Barsa institución les desprecia por el mero hecho de ser españoles.