Por su calidad, hemos decidido publicar este cuento participante en nuestro III Certamen de Cuentos Madridistas de Navidad.
25 de diciembre de 2057
Santiago contemplaba embelesado a su padre mientras este dormitaba en la que siempre había sido su butaca favorita. Esa que le gustaba colocar frente al fuego, a la misma distancia aproximada de la chimenea que del televisor, desde el que no se perdía un partido de su equipo. Miguel abrió los ojos y se desperezó ligeramente. Miró con su acostumbrada cara de incomprensión y sus ojos, casi vacíos de vida, primero hacia la persona que le observaba y después a su alrededor, como si no entendiera dónde se encontraba.
—Feliz navidad, papá —dijo Santiago con una sonrisa amable.
—¿Ya es hoy? —preguntó confuso Miguel—. ¿Has dicho “papá”?
—Soy tu hijo, ¿recuerdas? —Repuso Santiago, cuya absurda esperanza de que su padre le recordara sólo porque era el día de navidad se acababa de esfumar como un grano de arena en un simún.
Estaba claro que no lo recordaba, pero aún así, Miguel preguntó:
—¿Mi hijo Alfredo? —Otro puñal a su corazón. Que su padre siguiera recordando a su hermano y no a él sólo empeoraba la situación. Era un pensamiento tan repugnantemente egoísta (al fin y al cabo ni su padre ni su hermano tenían la culpa) como inevitable. Se removió incómodo en su asiento, sintiéndose la peor persona del mundo, y trató de alejar aquella cavilación de su mente mientras componía de nuevo una máscara de amabilidad en su rostro.
—No, papá. Soy tu hijo Santiago. El mayor —dijo Santiago tratando de sonreír, no sabía si con éxito.
—Santiago, el mayor —repitió su padre. Y de repente se rio levemente, como si fuera un chiste. Miró a su hijo y, aunque Santiago creyó que seguía sin reconocerlo, dijo tímidamente—: pues claro, mi hijo Santiago.
Así era Miguel. O así había sido siempre. Una persona que siempre intentaba hacer que la otra se sintiera mejor aunque no supiera bien cómo.
—Tengo un regalo de navidad para ti, papá —anunció Santiago.
—Yo no tengo nada para ti —se apresuró a decir Miguel, avergonzado. Y luego se excusó—: la de los regalos es Estela.
Santiago sonrió con nostalgia ante aquella ocurrencia. Era cierto que en su familia, su madre siempre había sido siempre la encargada oficial de comprar todos los regalos. Si había que ir a un cumpleaños, Estela ya había pensado y comprado el regalo antes de que a Santiago, Lidia o Alfredo (o al propio Miguel) se les ocurriera siquiera que tenían que llevar uno. Cada vez que visitaban a alguien, su madre siempre llevaba como mínimo un detalle para los anfitriones. Le alegraba que su padre aún tuviera presente aquello.
—No te preocupes, papá. Es algo que vamos a disfrutar los dos juntos —aclaró Santiago. Y al ver que su padre ya empezaba a abrir la boca confuso, continuó—: vamos a ver al Madrid en el Bernabéu.
La sorpresa de su padre se acentuó más todavía.
—¡Pero si hoy es el día del boxeo ese de los ingleses! ¡Hoy sólo juegan ellos! —protestó airado, como si le indignara que le intentaran tomar por idiota.
A Santiago se le escapó una carcajada al comprobar que la memoria selectiva de su padre, agujereada por esa puñetera enfermedad que era el Alzheimer (en realidad era una nueva variante de esta enfermedad que había surgido hacía ya dos décadas y que actuaba de una forma un tanto diferente y más aleatoria que el primer Alzheimer), aún era capaz de recordar datos tan específicos como el Boxing Day.
—Tienes toda la razón, papá —y vio cómo se calmaba un poco—. Pero aun así, hoy vamos a ver al Madrid en el Bernabéu juntos. Si no me crees, puedes quedarte…
—No, no —se apresuró Miguel levantándose con un repentinamente revitalizado vigor. Aún desconfiaba un poco, pero en ese momento entró Lidia, la hermana de Santiago y Miguel la miró inquisitivamente, como si le estuviera pidiendo permiso. Lidia le asintió con una sonrisa y Miguel dijo—: me pongo algo apropiado y vamos.
—¿Te refieres a esto? —preguntó Santiago sonriente mientras sostenía una camiseta del Madrid con el nombre de su padre y el número 5 que acababa de sacar de una bolsa.
Miguel lanzó una rápida mirada evaluadora a la elástica blanca.
—Sí, eso está mejor que bien —dijo mientras se apremiaba a cambiarse.
Minutos más tarde, Santiago iba conduciendo con su padre de copiloto mientras en su cabeza resonaba la conversación que había tenido esa pasada Nochebuena con sus hermanos sobre el regalo navideño de su padre.
—¿De verdad te has gastado todo ese dinero en algo que no va a recordar de aquí a dos días?, es más ¿cuánto te has gastado? —había preguntado Alfredo indignado.
—Lo que me haya gastado —había zanjado a su vez Santiago.
Su hermana, Lidia, había sido más comprensiva, como siempre. Se limitó a mirarle con su habitual ternura y preocupación y preguntarle en voz baja:
—¿Te has planteado que a lo mejor no sale cómo crees que va a salir?
Santiago había mirado a su hermana pequeña con gravedad y le había asentido, aunque en su fuero interno era una posibilidad que ni siquiera contemplaba. Iba a salir bien. Tenía que salir bien.
—¿Cuánto dices que te han costado las entradas? —Preguntó su padre sacándole de su ensimismamiento.
—Lo que me hayan costado —contestó automáticamente Santiago.
—Te pago la mía —dijo Miguel sacando su cartera.
—Guarda eso, anda. No vas a pagarme un regalo —dijo Santiago con un aspaviento de mano.
—Me gusta pagar cuando voy al Bernabéu —protestó su padre, obstinado como él solo —por cierto, por aquí no es.
“—De eso si se acuerda el cabrón” —pensó Santiago con un deje medio de amargura y medio divertido.
—Hoy vamos por otra ruta. Ya verás —comentó despreocupadamente Santiago.
—Puede que no vaya al Bernabéu desde la liga de las remontadas con aquel gol del Pipita contra el Español, pero sé perfectamente que no estamos yendo a nuestro estadio —dijo su padre cada vez más alterado.
Una llama se encendió dentro de lo más profundo de su ser, pero se obligó a armarse de paciencia y, con toda la tranquilidad que pudo, le preguntó:
—Papá, ¿cómo puedes recordar la liga de las remontadas y no la Champions de las remontadas?, ¿Cómo puedes acordarte de Higuaín y no de Benzema?
Se arrepintió de haber dicho aquellas palabras nada más salir de su boca, pues sólo consiguieron confundir más a su padre.
—¿Quién?, ¿de qué Champions estás hablando? —y entonces empezó a balbucear–. Me acuerdo de lo que me acuerdo —y sentenció con amargura—: uno no elige de lo que se acuerda, igual que uno no elige con lo que sueña, supongo.
Santiago se le quedó mirando por un momento. Le agradó ese raciocinio. Era preferible pensar que el hecho de que su padre recordara a su hermano y no a él era algo puramente aleatorio en lugar de causal. Tranquilizó a su padre poniéndole el vídeo de aquel 4-3 contra el Español mientras llegaban a su destino. Sin embargo, cuando su padre vio aquella obra arquitectónica, volvió a alterarse.
—¡No me vais a meter en un hospital! —gritó, poniéndose el cinturón de nuevo y echando el pestillo de su lado del coche.
—Papá, no es un hospital —intentó tranquilizarlo Santiago con una sonrisa amable–, y el pestillo es automático: lo puedo abrir desde aquí —dijo mientras lo volvía a accionar.
Su padre no estaba nada convencido y ya estaba comenzando a hiperventilar y hacer esos aspavientos tan suyos con las manos que indicaban cuando se ponía nervioso, cuando Santiago le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos. Los dos tenían los mismos ojos, de un azul oscuro que bajo una luz tenue podían parecer más grises que azules.
—No te estoy llevando a un hospital, papá —le musitó suavemente—. ¿Confías en mí?
—No —le soltó su padre, con ojos asustados.
Santiago, que ya casi se esperaba esa respuesta, no perdió el aplomo. Su padre siempre había tenido dos debilidades en su vida. Una de ellas era su familia. Si una no funcionaba, habría que tirar por la otra.
—¿Y confías en esto? —inquirió Santiago señalándole el escudo de la camiseta que llevaba puesta su padre. Su padre tragó saliva antes de volver a responder.
Minutos más tarde estaban entrando por la puerta principal de aquel futurista recinto de sinuosas e imposibles formas en su plateada fachada.
“—Sí que parece una nave espacial esto” —pensó Santiago sonriendo.
Nada más entrar, un hombre con bata blanca y gafas de pasta les dio la bienvenida con una amplia sonrisa.
—Los señores Castillo, si no me equivoco —dijo abriendo uno de sus brazos como si quisiera mostrarles todo el edificio de una vez—. Mi nombre es Javier Bando. Bienvenidos a D.R.E.A.L. Es un honor que el joven señor Castillo nos haya honrado para proporcionarle a su padre su regalo de Navidad. Tengo entendido que tienen su cita concertada para las 11, si no me equivoco.
—Así es —confirmó Santiago, haciendo caso omiso del nervioso tirón de manga que le estaba dando su padre.
—Pues pasen por aquí, por favor —dijo Javier, en tono animado, mientras les mostraba el camino hacia un ascensor. Cuando entraron, él se quedó fuera con esa sonrisa de teleanuncio—. Van a la planta 56, allí les atenderá mi compañera Vera. Que disfruten mucho de su experiencia, señores Castillo.
—Planta 56 –dijo Santiago cuando la puerta del ascensor se cerró. Y mientras empezaba a ascender, su padre seguía tirándole nerviosamente de la manga.
—¿Dónde me has metido?, ¿qué es este sitio? —preguntó mientras comenzaba a temblar ligeramente—. Quiero irme a casa con mi Estela. Por favor —añadió, suplicante, mientras una lágrima empezaba a deslizarse por su mejilla.
“A mí también me gustaría, papá” —pensó Santiago, mientras elegía omitirle por enésima vez que Estela ya no estaba con ellos y que a quién estaba confundiendo con ella era o a su hija Lidia o a la propia mujer de Santiago. No pudo evitar sentir cierto remordimiento ante la idea de que, mientras él se sentía dolido por no ver el reconocimiento real en los ojos de su padre, Lidia debía de sentirse infinitamente peor al recordar a su madre cada vez que su padre la llamaba o la miraba, aunque al menos a ella sí que la reconocía como su hija a menudo y podía hablar de verdad con él.
—No te preocupes por nada, papá. Yo estoy contigo. Este lugar no es un hospital —. Empezó a explicarle Santiago—. Es una empresa de alta tecnología que ha conseguido desarrollar un sistema que permite revivir un recuerdo del pasado de una persona. ¿Ves como al final sí que vas a ver al Madrid el día de Navidad en el Bernabéu? —le dijo tratando de sonreírle.
Pero su padre no estaba del todo convencido.
—Pero yo no recuerdo partidos del Madrid. Y mucho menos completos. Sé lo que me pasa, aunque Estela se crea que no la escucho cuando habla de mí a mis espaldas— dijo Miguel, apesadumbrado y asustado a la vez.
—No tienes de qué preocuparte, papá. Ya estuvimos aquí hace un mes y los especialistas nos aclararon que tu situación no suponía ningún problema. Vas a ver un partidazo, confía en mí—. Dijo Santiago sonriéndole mientras el ascensor indicaba que ya habían llegado a la planta 56.
Allí estaba Vera, una mujer de unos cuarenta y tantos, con el pelo castaño recogido en una coleta y unas gafas estrechas, también ataviada con una bata blanca.
—Por aquí, señores Castillo, por favor –les dijo, dirigiéndoles a una habitación muy luminosa que tenía una camilla con un elegante casco dorado (dotado de unos extraños salientes) colocado en el reposacabezas. La luz blanca del techo era innecesaria, pues la habitación finalizaba en un ventanal que permitía ver el paisaje de la ciudad madrileña, preciosa y blanca por las nevadas de las noches anteriores.
—Antes de comenzar, ¿tienen alguna duda que pueda ayudar a resolverles? —les preguntó Vera.
—El envío de… —comenzó Santiago
—Tanto el recuerdo vivenciado como el experimentado aquí le serán enviados de manera telemática automáticamente en cuanto finalice su sesión en esta habitación, tanto a su correo como número de teléfono —se adelantó Vera—. También los puede obtener por este link— dijo pasándole una pequeña tarjeta.
Miguel parecía no entender nada de todo aquello, pero, para sorpresa de Santiago, accedió tranquilamente a ocupar su lugar en la camilla e incluso se dejó colocar el casco sin ni siquiera una protesta.
—¿Preparado? —preguntó Vera.
—Supongo.
—Vamos a hacer una pequeña prueba antes de comenzar la experiencia. ¿Recuerda cuantos años tenía en 2022? —preguntó Vera mientras manejaba con la mano una especie de mando de control remoto.
—No, pero puedo hacer la resta —repuso Miguel, provocando una sonrisa en Vera.
Santiago se removió incómodo en la silla en la que se había sentado junto a la camilla.
—Creía que estaban al tanto de la situación de mi padre. No puede rec…
—Estamos al tanto, señor Castillo— le cortó Vera, educadamente—. Como he dicho antes, es una prueba inicial antes de la vivencia. Si el casco funciona correctamente, será capaz de contestar a mis preguntas. Sólo serán un par de ellas, no se angustie— se volvió hacia Miguel de nuevo—. ¿Recuerda entonces cuántos años tenía en 2022?
—37 o 38, según a qué altura del año—. Respondió casi de inmediato Miguel. Santiago lo miró sorprendido. Casi tanto como estaba el propio Miguel.
—Muy bien, ¿y recuerda cuántos años tenía su hijo mayor?
—6 ó 7 —contestó de nuevo al instante y en ese instante se quedó pensativo, como si estuviera recordando algo importante.
—Perfecto. Estamos listos.
—¿Qué voy a ver? —preguntó de pronto Miguel.
Vera lanzó una mirada de cortesía a Santiago, que contestó:
—Vamos a viajar a la primera vez que me llevaste al Bernabéu contigo, papá. A esa Champions de las remontadas de la que te he hablado antes. Feliz Navidad, papá.
—¿Tú vienes conmigo? —preguntó Miguel, algo confundido de nuevo.
—Yo voy a estar contigo —Le corrigió su hijo cogiéndole la mano, mientras su padre cerraba los ojos.
Miércoles, 4 de mayo de 2022
Miguel se sentía completo. Estaba en el Santiago Bernabéu con su pequeño Santi, con el que acababa de presenciar lo que él consideraba que había sido una “busiana” histórica, de esas que hacen madridismo. Si además hoy el Madrid remataba la faena en el campo, era imposible que su Santi no acabara siendo tan madridista como él.
Conforme pasaban los minutos el ambiente iba ganando en tensión. El resultado no se movía y el Madrid (y su hijo) necesitaban goles. Miguel intentaba mitigar la impaciencia de su hijo enseñándole los cánticos que entonaba a ratos el Bernabéu a coro, desde el “alé, Real Madrid…” hasta el “cómo no te voy a querer”… Pero el partido no se prestaba especialmente al aprendizaje de Santi, que veía con tristeza y nerviosismo como cada vez quedaba menos tiempo para el final y su equipo necesitaba dos goles.
Miguel se preguntaba si sería que la nueva generación de jóvenes y niños no estaban hechos de la misma pasta que la suya, si algún día serían capaces de apoyar al equipo en las grandes noches de la misma forma que ellos, de la misma forma incondicional. Y entonces, cuando apretaba de nuevo el público, llegó el jarro de agua fría: gol de Mahrez. Miguel se lo tomó con relativa tranquilidad. Todavía había tiempo para remontar, pero vio como su hijo se volvía hacia él con lágrimas en los ojos y le auguraba:
—¡Vamos a perder!
—Puede, pero yo creo que no —le contestó abrazándole su padre, mientras le secaba las lágrimas de esos preciosos ojos azules que había heredado de él..
—¿Y tú qué sabes? —le gritó enfadado Santi.
Miguel se quedó mirando a su hijo y le sonrió:
—¿Sabes eso que cantamos los madridistas de “Hasta el final, vamos Real”? — le preguntó. Su hijo asintió, sorbiéndose la nariz— pues cuando lo decimos, lo decimos en serio. Hasta el final, hijo mío.
Pero pasaban los minutos y ese final se veía cada vez más cerca. De hecho, se intuía más probable el gol del City. Esto se hizo patente cuando Grealish se quedó sólo ante Courtois y le dribló.
—Nos van a marcar —se lamentó Santi. Y tenía razón.
—No —dijo su padre mientras el pie de Mendy se la quitaba.
Observó como su hijo miraba al campo ojiplático sin entender cómo aquel balón no había acabado en el fondo de la red. Lo mismo sucedió un minuto después cuando esta vez fue el pie de Courtois el que salvaba un gol ya cantado.
—Vámonos, papá —dijo Santi tirándole de la manga.
—No —dijo inflexible su padre— nos quedamos hasta el final.
Miraba cómo su hijo se sentaba de nuevo sin querer mirar ni al campo ni a su padre, pero el murmullo creciente del estadio hizo que volviera sus ojos al campo justo en el momento en el que Camavinga mandaba un balón largo para Benzema, este se estiraba lo indecible para llegar a él y dejársela a Rodrygo y al Bernabéu para que la empujaran. Santi se levantó como loco a abrazar a su padre mientras se desgarraba la garganta gritando aquel gol. Cuando el City sacó de centro, vio como su hijo se había vuelto hacía el verde, totalmente concentrado como lo estaría si estuviera unos metros abajo, disputándolo en el mismo. En ese momento comprobó Miguel que quizás la nueva generación si estuviera preparada para dar el salto. Contempló con auténtico orgullo paternal cómo, mientras anunciaba la megafonía del estadio: “TIEMPO AÑADIDO, 6 MINUTOS”, su Santi iniciaba un rugido de furia que continuó el resto del público hasta convertirse en una explosión de júbilo ensordecedora que acabó de desalentar a los citizens. Su destino estaba escrito y terminó de plasmarse cuando, en esa misma jugada, Carvajal lanzaba un centro que acabó de manera inexplicable en la cabeza de Rodrygo y de ahí a la portería de Ederson. Y entonces el estadio estalló. Miguel supo en ese momento que ya habían pasado a la final, pero sólo había espacio en su ser para la felicidad que sentía por ver a su hijo viviendo aquella noche tan increíble. Abrazó a Santi y le llenó de besos en su pelo, mientras otros madridistas del público los abrazaban a su vez. Gente a la que ni conocían, pero que en ese momento eran más que hermanos. Eran uno.
—¿Y ahora qué, papá? —preguntó Santi, confuso por la nueva normativa de los goles fuera de casa.
—Ahora hasta el final, hijo mío —Le sonrió Miguel con una mirada cómplice.
Para Miguel, la prórroga transcurrió en un estado de inusitada calma. Mientras su hijo se mordía las uñas o lo que quedaban ya de ellas, él asistía ensimismado en sus pensamientos a lo que ya sabía que iba a suceder. Celebró como un gol el penalty y elevó a su hijo sobre sus hombros para que pudiera tener una buena panorámica de la consecución del mismo. Pero mientras celebraba con su hijo y el resto del público tanto el penalty, como el gol y posteriormente el final del partido, mientras gritaba y cantaba abrazado con su Santi “¡SÍ, SÍ, SÍ, NOS VAMOS A PARÍS!”, sólo podía sentir en cada folículo piloso de su ser el éxtasis por haber compartido aquella noche con su hijo y por saber que la primera vez de su hijo en aquel estadio había sido seguramente la noche más mágica de todos los tiempos. Se sentía verdaderamente flotando en una nube de felicidad. En aquel estado de obnubilada euforia en el que se encontraba, un pensamiento reinaba sobre todos los demás en lo más profundo de su mente: “nunca, jamás, olvidaré esta noche”.
Miguel abrió los ojos. Santiago observó cómo miraba con esos ojos vacíos suyos a su alrededor, confuso y perdido. Miguel miraba a un lado y a otro. De repente intentó quitarse aquel extraño casco que tenía en la cabeza y en ese momento pareció darse cuenta de que aún tenía su mano en la mano de Santiago. Santiago le ayudó a quitarse el casco con mucho cuidado, mientras su padre le miraba como si fuera un fantasma. Cuando colocó el casco en una mesilla que había junto a la camilla, vio que le seguía mirando y le devolvió la mirada. Hacía mucho tiempo que no veía una mirada como aquella en los ojos de su padre, una mirada tan… llena de vida. Creyó ver reconocimiento en ellos por un momento. ¿Sería posible? Miguel siguió mirándole a los ojos durante otro par de segundos y entonces sus ojos se abrieron más.
—¿Santiago? —preguntó dubitativo, mientras una lágrima partía de su párpado—. ¡Santi, hijo mío!
Y entonces se levantó a abrazarle. No con sus brazos sino con su alma. Empezó a llenarle el pelo de besos como antaño. Se detuvo de pronto para contemplarle de cuerpo entero, con el rostro anegado en tantas lágrimas que apenas le dejaban ver.
Santiago no se lo podía creer. Por primera vez en largo tiempo (ni siquiera recordaba bien cuánto) estaba viendo a su padre (¡A SU PADRE!), su padre en todo su ser, en todo su alma, en toda su mente. No pudo contener sus lágrimas y se abrazó a él con todas su fuerzas, abrazando también ese momento que tanto llevaba anhelando.
—No te imaginas lo que acabo de ver, hijo —sollozaba Miguel limpiándose la cara con la mano. —¿De verdad vivimos aquella noche?, ¿de verdad fue real?, ¿de verdad no fue un sueño?
Santiago se separó un poco de su padre y contempló de nuevo esos ojos llenos de vida que acababan de devolverle la suya. No sabía cuánto iba a durar aquello, pero en ese momento poco le importaba. Se limitó a mirarle, pleno de felicidad por primera vez en muchísimo tiempo y le contestó:
—Fueron ambas cosas, papá.
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