Llamaba Íñigo Gurruchaga, desde el "Córner del anti", a disolverse (https://www.lagalerna.com/el-circulo-perfecto-disuelvanse/), y uno no ha podido dejar de pensar en el Padre Suances por lo que le afecta doblemente: la disolución de su vocación y de su afición, es decir, la disolución de su vida. Sepa nuestro pastor galernario, algo así como un capellán castrense y blanco, que, por lo que aquí respecta, no se le dejaría abandonado a su suerte en el vacío del relativismo moral y futbolístico, llegado el momento de la liberación que se nos recomienda desde ese córner tan piadoso ofrecido por Jesús Bengoechea como si fuera un santo madridista.
Desde luego hace falta fe, pero no son indispensables las “invocaciones a la caballerosidad y a la gloria” que el antitético de la semana considera ridículas. Nadie creía en el artista de lo bello de Hawthorne y nadie creyó a pesar de mostrar, ante los ojos de todos, aquella mariposa mecánica, casi autónoma y natural, compuesta por diminutos engranajes poéticos que terminó aplastada en la mano de un niño. El Madrid es ese ingenio del relojero artista o, mejor dicho, es de donde salen todos esos ingenios del relojero artista en los que sólo puede creer un ridículo como este cronista.
Hace treinta años fue uno, precisamente, el niño que vio revolotear el prodigio. A Butragueño le cayó a los pies un balón que debía de ser un copo de nieve a punto de derretirse. Lo pensó un instante y quiso salvarlo. Rodeado de contrarios cadistas atorados por el frío lo lanzó al horizonte con una caricia del ala. El balón rodó como en un patatal, pero rodó (entonces no había alfombras sino campos de batalla de la I Guerra Mundial llenos de socavones y de trincheras y de alambradas), hasta las afueras de la línea de fondo del Bernabéu igual que Jesucristo llegaba a Roma colgado del helicóptero en el que Marcello y Paparazzo enviaban besos a las romanas que tomaban el sol en la azotea.
Allí el Buitre lo alcanzó y ya entrando en el Vaticano sorteó la columnata de Bernini que empezó a tambalearse a su paso. Emilio, entonces, se detuvo y miró hacia la plaza, como el Papa desde su ventana, pero en el último momento decidió entrar en la Basílica mientras el portero se desmoronaba, caía como un poste sobre las losas igual que si se derrumbase el obelisco milenario, el “testigo mudo” al lado del cual se crucificó a San Pedro y en cuya cúspide dicen que se guardaban las cenizas de Julio César, al tiempo que depositaba al fin la nieve, la mariposa, entre las redes.
Uno creyó entonces en Dios y en Butragueño haciendo milagros en la iglesia de Concha Espina, y por ello siempre guarda la esperanza de la redención, aquella por la que Íñigo Gurruchaga lloraría como Robert de Niro en La Misión al ser liberado de su carga y perdonado por los guaraníes, esos madridistas con taparrabos.
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