Otra vez Benzema haciendo lo que le sale de la polla, gritaba desde la banda del Bernabéu el segundo de Setién en el último Clásico antes de la pandemia. Otra vez el Madrid haciendo lo que le sale de la polla, piensa el mundo tras la primera noche del Madrid memorable de verdad en Europa después del coronavirus. Otra vez el Madrid haciendo historia, que como decía Unamuno, es amasar la eternidad, de hacer pensar a Dios. Otra vez el Madrid, después de Zidane. Después de Sergio Ramos. Después, sobre todo, de Cristiano Ronaldo y las cuatro Copas de Europa en cinco años. Otra vez el viejo Madrid, que cuando arranca enajenado, fuera de sí, con toda su historia y toda su leyenda palpitándole febrilmente en las sienes, como un elefante aplasta todo lo que se le pone por delante. El viejo, pesado, inamovible, impasible Madrid, siempre moribundo y siempre letal, la vida en su estado más puro y primitivo: supervivencia, victoria y exterminio, recordándole al mundo todo lo que en el mundo fue, es y se resiste a dejar de ser. El Madrid liquidó al Peseyé en un arrebato de cólera del Antiguo Testamento. Lo fulminó con un rayo jupiterino, lo pisoteó usando su escudo como si fuera la bota de un gigante. Lo destruyó con una exhibición de la quinta esencia de lo que era el fútbol antes, una sublimación de la guerra, agonía y éxtasis, puro tormento de un grupo de futbolistas extraordinarios y agotados: desgastados, secos, pero aún en pie igual que las ruinas orgullosas de una civilización grandiosa que se negara a ser olvidada.
El Madrid, en verdad, jugó como juegan los dioses antiguos que se niegan a ser olvidados: agarrándose a la luz del crepúsculo como los recuerdos de la infancia se agarran con velcro a la memoria de los hombres. Se escuchó gemir la tierra. No hubo nada racional en la remontada porque fue un delirio animista producto de la fe ilimitada de los madridistas en sí mismos, en la existencia de los milagros, en la fuerza sobrenatural que mueve el mundo y que trasciende los límites aburridos de la razón. Esa fe es tan fuerte que no sólo puede invocar los milagros, sino que también puede hacerlos. Es una fe performativa, una fe taumatúrgica, cuya magia procede de las infinitas horas que pasa y ha pasado el madridista a lo largo de su vida contemplando la eterna niñez de su mar, que es su pasado. El Madrid creyó con la fe de los niños, que son los que heredarán el Reino de los Cielos. Y pudo, y eso que apenas había arañado la lujosa coraza del equipo del jeque en los 150 minutos disputados hasta el 1-1 de Benzema. No le había hecho ni cosquillas y la sensación de impotencia era aún peor que la derrota en sí misma: no hay manera de meterle mano a estos cabrones.
Otra vez el viejo Madrid, que cuando arranca enajenado, fuera de sí, con toda su historia y toda su leyenda palpitándole febrilmente en las sienes, como un elefante aplasta todo lo que se le pone por delante
Ni en París ni en Madrid puso nunca en aprietos a unos tíos que jugaban a otra velocidad, a un ritmo europeo, fuerte, dinámico, siempre adelante, fútbol trepidante que manifestaba la diferencia entre el enlentecido y achacoso fútbol que se hace en España, sudamericanizado y en color sepia, y el fútbol-vértigo que se hace de los Pirineos hacia allá, de colores rabiosos, brillante, en 4K. Pero bajo los pies de Donnarumma se abrió la tierra. Ocurrió justo en esos minutos en los que las eliminatorias miran directamente a los ojos, como el abismo. Se quebró la linealidad del tiempo como deseaba el príncipe idiota de Dostoyevski, sucedió lo inefable, lo que los cronistas no pueden reseñar en sus comentarios, pues pasa tan rápido y sacude tan fuerte como un ataque epiléptico, como una alucinación. El Madrid, que estaba en el pelotón de fusilamiento, le arrancó a Dios un instante de eternidad para serlo todo, y serlo ya. Lo fue. Redujo al PSG a una mota de polvo, lo hizo cabalgando el caballo blanco y negro del día y de la noche, lo hizo con el mazo del destino. Se sucedieron una serie fabulosa de imágenes oníricas: Modric cruzando La Castellana en un corcel blanco, rodeado de orcos azuloscurocasinegro; Alaba y Militao danzando con la muerte en un cable muy fino colgado sobre el techo del mundo; Vinícius aporreando la puerta del destino una y otra vez, hasta romperla; Benzema golpeando el balón en el gol de la victoria con un empeine embetunado con cinco mil años de sabiduría mediterránea. El Madrid sacó el Remington del armario del abuelo, se acercó al porche, tiró la mecedora de una patada y descuajaringó al intruso qatarí metiéndole uno a uno todos sus petrodólares por vía anal. A cartuchazos. Fuera de mi territorio, le escupió a los restos ensangrentados junto a la puerta de entrada. Todas esas imágenes de ensueño reafirman en la convicción de que el Madrid es la única puerta abierta a la otra vida que existe, que es en sí mismo el gran relato español. Pues con un país quebrado y embocando la ruina, en medio de un mundo que está patas arriba, en pleno disparate, todos, grandes y pequeños, se pasaron el día después engolosinándose con esas estampas de felicidad pura y desmesurada que sólo el fútbol es capaz todavía de regalar.
La remontada vino de un lugar ignoto, igual que el viento con el que Cristo comparó a todo aquel que es nacido del Espíritu. El PSG veraneaba despanzurrado en el Bernabéu como un colono inglés en una isla del Pacífico. Arrogante, poderoso, se solazaba como el amo y el señor de un estadio convertido durante una hora en museo del viejo fútbol. Cuando a Mbappé le anularon el segundo gol, el del regate cósmico ronaldesco, la película parecía un thriller de vanguardia, un anuncio del mundo del mañana; el adelanto de la distopía postfutbolística en donde el pasado queda reducido a una sala de espera de tanatorio, aséptica, esterilizada, con un hilo musical narcótico de fondo, paredes blancas y cuadros de paisajes anodinos. La historia, embalsamada en un ataúd, era expuesta para el turismo detrás de una vitrina, ante los ojos espantados del espectador. Se cobraba entrada y había un bar con ginebra sin alcohol y comida vegana. Las visitas podían contemplar las momias del ayer, pero no tocarlas. El que cobraba las entradas era Nasser, por supuesto. Messi y Neymar amenizaban la tarde cantando en playback y en bucle sus grandes éxitos. La tristeza estaba prohibida y los niveles de serotonina estaban regulados por un algoritmo.
El Madrid sacó el Remington del armario del abuelo, se acercó al porche, tiró la mecedora de una patada y descuajaringó al intruso qatarí metiéndole uno a uno todos sus petrodólares por el culo. A cartuchazos
El amo se gustaba sabiéndose al mando, correteaba por el césped de Chamartín mirándose al espejo, se ufanaba preguntando con la mirada el precio de todo, dispuesto a comprarlo, como los chinos que entran en hordas en las galerías Lafayette, con los bolsillos rebosantes de yuanes. Se gustaba el PSG intimidando, acariciando su cabeza nuclear, Mbappé, que apuntaba hacia a Courtois como el misil del Apocalipsis, a sólo un clic de reventar el mundo. Todo tenía un tono irreversible, de predestinación; todo estaba impregnado de resignación, hasta el ambiente del Bernabéu, enfriado por el olor a cloroformo de hospital con el que olía todo desde el 0-1. Hasta que el Madrid, en un instante dilatado hasta la eternidad por Modric y por Benzema, sopló como un huracán desde los confines del tiempo, sin que nadie supiera cómo ni por qué. No hacía falta pues todo estaba ya escrito en el libro del fútbol, ese que con desprecio no se ha querido leer el testaferro del jeque. Que acabara bajando al Bernabéu, desquiciado, comportándose como si estuviera en un reservado del Burj Khalifa o en la embajada saudí de Estambul, dejaba claro cómo de honda había sido la estocada. En media hora el Madrid destruyó el Louvre de Abu Dhabi, limpió como una lluvia catártica las cloacas de la ciudad: se llevó por delante los chándales de Nike, las calzonas de Air Jordan con las que el PSG pretendía conquistar la Copa de Europa remedando a los Chicago Bulls; finiquitó la farsa del Fair Play Financiero, doblegó el momio con el que Ceferin tiene secuestrada la UEFA, puso en evidencia todo el cinismo, toda la hipocresía, toda la mentira sobre la que están construyendo ese gigante de porcelana que es el fútbol del siglo XXI. El Madrid lo embistió con la cólera santa del Quijote, demostrando que no son más que molinillos de viento.
Fue un delirio. El Madrid era un condenado a muerte que ya había sido balaceado. Le habían vaciado los bolsillos y metido en una caja de pino. Estaban cavando la fosa para enterrarlo. Resucitó como Lázaro para convertir a los incrédulos y arrastrar al mundo en su locura. Había una felicidad general en el mudo del fútbol que trascendía lo puramente madridista. Vi hasta barcelonistas contentos. Menos atléticos, que es gente por lo común muy triste e insatisfecha con la vida, casi todo el mundo celebraba, al menos con una sonrisilla cómplice, la victoria del Madrid. Fue una de esas victorias que cambian las cosas, que se recuerdan pase lo que pase luego, uno de esos partidos que convierten a un buen puñado de niños, que les mete en la sangre el veneno del fútbol y del Real. Un partido para ilustrar la grandeza, que suele ser un concepto etéreo, inasible, igual que la belleza, pero que como esta, es perfectamente identificable cuando uno la tiene delante. El Madrid, la antigualla, la Europa museificada, lo obsoleto, tumbó a lo moderno, a lo groseramente contemporáneo, que es un PSG epítome del plastic club. No sólo fue el hecho de darle la vuelta a un marcador adverso sino la manera de hacerlo, todo lo que tuvo de fulgurante, de inesperado, de brutal. L´Equipe sólo encontró esa palabra para describirlo en el calor de lo inmediato: irrationnel. El Madrid blandió la espada flamígera de la justicia, se erigió en arcángel y acabó con esa cosa luciferina que tiene el PSG de Qatar. No podía ser otro sino el Madrid, que es el que representa la majestuosidad del fútbol amenazada por esa plastificación globalista de la que el Chelsea de Abramovich fue la punta de lanza y de la que el PSG es la estación final.
El Madrid lo embistió con la cólera santa del Quijote, demostrando que no son más que molinillos de viento
Tampoco podía ser de otra manera, ni en otra competición que no fuera la Copa de Europa. Con media hora de fútbol caótico y anarquista, pasional, completamente taurino, con un arrebato místico, el viejo rey fulminó a la agencia de publicidad y de relaciones públicas de una teocracia islámica en uno de los templos sagrados de este juego inventado por los ingleses hace ya casi dos siglos. La victoria del Madrid fue un recordatorio de que todavía existen certezas que sólo el tiempo podrá demoler, pero no el dinero. Cada uno es hijo de sus obras, dijo Cervantes. El Madrid ofreció un ejemplo de las suyas, de las más bellas, un botón de muestra de hasta dónde puede llegar un grupo de individuos que se afirman a sí mismos en una identidad que acude a rescatarlos como la luz de un faro en medio de una tempestad. El PSG sólo es hijo de su dinero, está hecho para blanquear un régimen esclavista, el día que pongan sus manos sucias de azul petróleo sobre el grial plateado de la Coupe des Clubs Champions Européens será un día negro para Occidente, el día en que todas sus claudicaciones y todas sus servidumbres al oro negro arábigo cristalizarán en la humillación televisada para todo el universo. Como en su momento Berlusconi en el Milan, como luego Abramovich en el Chelsea, como siempre el Bayern, todo el ingente capital invertido allí tiene como motivación inconsciente emular al Madrid, replicar sus éxitos, intentar de alguna manera comprar ese halo que como decía al final del partido el narrador de una televisión inglesa “se transmite de generación en generación”. De momento la Copa de Europa sigue siendo lo más grande que ha parido la cuna de la civilización occidental desde 1945. Los tres goles de Benzema preservan intacto el núcleo de su pureza, ese himen que cuando se rompa quién sabe hacia qué mundo soez nos conducirá. ¿Y qué es la Copa de Europa sino el soliloquio de un viejo español, el Madrid, que no quiere morirse?
Getty Images.
Gran pluma, grande Antonio!
Muy distinto al Barcelona. Cogen pronto el cheque basura y se embarcan en el naufragio futuro.
Cincuenta años de hipoteca intelectual.
Tebas les dicta el camino como a cualquier chiquilicuatre. La Liga cada vez más pequeña.
Pan para un par de años y hambre para los restos. Luego habrá que agarrarse a lo que venga.
El mar , sin un buen barco, se lo traga todo.
Simplemente magistral. Hay excelsos cantares de gesta y maravillosos relatos épicos de grandes epopeyas que podrían competir en excelencia con el artículo que hoy nos ha dejado don Antonio, para disfrute de todos los madridistas y de cualquiera que no lo sea, pero con un mínimo de sensibilidad literaria. Cuando el nombre de Real Madrid sea reconocido universalmente como un sinónimo de la leyenda que ya es, esta fantástica pieza podria ser estudiada en los colegios junto con obras míticas del género, como la Iliada y la Chancon de Roldan.
Enhorabuena al autor y siempre, siempre y en cualquier circunstancia: ¡Hala Madrid!
Qué maravilla de artículo. Llevo 35 años de mi vida yendo al Bernabéu y he acompañado al equipo en sus últimas 5 champions y lo que viví -vivimos- en Chamartin está indudablemente entre los mejores momentos de este largo y emocionado viaje. El gol de Zidane en Glasgow, el de Ramos en Lisboa, la segunda parte de Cardiff, la chilena de Bale en la doliente Kiev y estos 105 segundos, eternos ya, de esa segunda parte en la que el Madrid marcó dos goles consecutivos y recordó a todos el material con el que ha forjado su leyenda.
Increible. Me ha hecho llorar. Lo reconozco, me ha llegado al alma con este artículo. Y cuanta verdad. Dios.
Genial
He disfrutado con tu lectura casi tanto como con el partido
Cantar de gesta. Sólo le ha faltado escribirlo en tetrástofo monorrimo. Precioso.
John Houston haría una película de esta obra de arte de Valderrama
Sólo puedo decir: ¡olé!
Portentoso, usted también escribe como juega Benzema. Eso sí, a cada cual le sale de la suya.
Madre mía, que bien escribe este hombre.
Homero en prosa.
¡SOBERBIO !
El tercer gol de Benzema es una de las cosas más bonitas que nos ha dado el fútbol en mucho tiempo.
Grande Karim! Hala Madrid!
Me parece extraordinario este periodista, parece Séneca o Sócrates
Un abrazo muy fuerte para este señor que escribe como Baltasar Gracian. No se con cuantos epítetos calificarle.
Muy, pero muy buena esa pluma pasional blanca.Es para enmarcar y leerlo todos días. Gracias Antonio, un saludo afectuoso desde Montevideo y ¡Hala Madrid , hoy y siempre!
Este artículo debería figurar en las vitrinas del nuevo museo junto con una proyección del partido. Es sublime. De lejos lo mejor que he leído en años. Enhorabuena a su autor y a la página, algo así quedará para la posteridad.
Sublime, he revivido la gesta, y otras grandes noches en el Bernabéu. Gracias al Madrid viejo y sabio Rey de Europa y gracias a don Antonio, que nos deleita con su arte y mantiene viva la Luz.
Espectacular artículo! Sublime. Para la posteridad