Llego tarde para opinar sobre el marrullero penalti que (se) marcaron Messi y Suárez en el partido contra el Celta, en La Galerna se ha dicho ya todo lo que había que decir del estrafalario episodio. Y en cuanto a la opinión de los Faerna en particular, tampoco puedo añadir nada a lo que han comentado Número Uno y Número Tres sobre el más que dudoso encaje de la maniobra dentro de la ética y la estética del fútbol. Bueno, sí, añadiría —siguiendo en esto a Fer de la Cierva— que ni lujo ni circo: la artimaña no requería dotes técnicas de ningún tipo ni era habilidosa, ni arriesgada, ni emocionante, ni siquiera graciosa al modo inocuo del número de los payasos. Como toda marrullería, de haber venido de un equipo en apuros habría podido concitar la sonrisa condescendiente o hasta la simpatía de los espectadores; viniendo de uno claramente superior a su rival y que ya tenía ganado el partido, el único sentimiento indicado era la vergüenza ajena. Recuerdo la primera vez que vi a un tenista profesional sacar “de cuchara”, fue el diminuto y a la sazón jovencísimo Michael Chang, que luchaba hasta la extenuación contra aquel checo de hormigón, Iván Lendl, aferrándose al interminable partido con uñas y dientes y ya totalmente acalambrado. En el último set empezó a servir por abajo porque sencillamente no le quedaban fuerzas para levantar el brazo. Conmovedor, ¿no? Ahora imaginen a Djokovic haciéndole ese mismo saque a un contrario ya batido para pillarle por sorpresa.
Pero si la cosa no da para más por ese lado, por otro el misterio se acrecienta: si aquello fue una chufla sin mérito alguno, y más desmerecida aún si cabe por un árbitro negligente como cooperador necesario, ¿qué vieron quienes dijeron y escribieron que estábamos ante un hito histórico, sublime, genial, que quedará grabado con letras de oro en los anales del fútbol? Si no hablaron de “lo nunca visto” fue sólo porque al día siguiente una televisión ya había encontrado siete precedentes, incluido uno de la liga de Corea del Sur. Lo siento pero la sucinta respuesta de Número Uno a esta pregunta, que “no tienen ni puta idea”, esta vez se me queda corta. No hay ignorancia que explique la confusión de un churretón de grasa con una obra de arte, por mucho que el churretón se lo haya hecho un gran artista al blandir el canapé en plena presentación de su obra más reciente. No, aquí hay algo más, y tal como se están poniendo las cosas, a los madridistas nos conviene entenderlo para no abdicar de lo que esa misma sobreactuación nos está reconociendo sin querer.
El asunto no es ni mucho menos nuevo, aunque es verdad que hasta esta última explosión de entusiasmo sin objeto no era tan fácil de diagnosticar. Hace tiempo que todo lo que hace el Barcelona sobre el campo se intenta percibir a la luz de lo grandioso, de lo legendario, de lo inaudito. Se trompetean victorias contundentes, pero también por la mínima y pidiendo la hora; se loan por igual los goles espectaculares y los de penalti dudoso, o en fuera de juego; veinte minutos de desempeño vistoso, entre setenta de embotamiento, valen para que a cada partido se declare inalcanzable la excelencia del grupo e imparable su marcha en la Liga. Yo he llegado a oír a un comentarista televisivo admirarse sin límites ante lo que determinado jugador blaugrana había estado “a punto de hacer”, sin que su admiración se viera afectada en lo más mínimo por el hecho de que el prodigio había devenido churro y el balón se lo había quedado tontamente el jugador contrario. Esta misma semana la prensa glosa “otro récord más del Barça” que no puede serlo porque todavía lo posee el Real Madrid, como casi todos. Y suma y sigue. Los madridistas, que cada vez estamos para menos bromas, atribuimos estos dislates a un escandaloso y generalizado trato de favor (qué digo de favor, reverencial) hacia el Barcelona, nos saca de quicio ver con qué descaro se inflan artificialmente las distancias entre ese equipo y el nuestro, cómo se echan cuentas trucadas, cómo se cambia a cada paso la vara de medir para que siempre dé el mismo y predeterminado resultado. Y tenemos toda la razón, pero esto no es un diagnóstico, es un síntoma.
Todos ustedes están al tanto de lo que se conoce como el “síndrome de Stendhal”, ese shock físico y emocional que puede producir la exposición a una concentración excesiva de belleza. Si vuelven a recordar ahora las expresiones de arrobo vertidas a propósito del vergonzoso lanzamiento de penalti, percibirán en ellas un inequívoco y desaforado esfuerzo por remedar ese síndrome: con una mano teatralmente posada en el pecho y la otra auscultando el vacío en busca del frasco de sales, esas pobres gentes intentaban con toda su alma morir de un ataque de belleza… ante la contemplación de un churretón de grasa. Las llamo “pobres gentes” porque, por supuesto, no hay forma humana de auto-provocarse un estado semejante: no te puedes sobrecoger a voluntad, como no te puedes asustar o sorprender a voluntad, ni tampoco infundirte dudas a ti mismo a voluntad (esto último Descartes no lo sabía, debía de tener algo de culé). Ellos, sin embargo, lo intentaban, lo intentan denodadamente con cada partido y hasta con cada jugada del Barça, y tratan de pasar ante sí mismos por hazaña, singularidad o milagro todo lo que sale de las botas de sus jugadores; y aunque es imposible que se lo crean uno a uno, la comunión con los demás les produce casi los mismos efectos que si se lo creyeran. Bien, esto ya va siendo un diagnóstico, pero seguimos sin saber qué causa el trastorno.
Tranquilos, Stendhal es una mina. En La cartuja de Parma, el intrépido pero más bien pardillo Fabrizio del Dongo, impaciente por poner su sable al servicio del retornado Bonaparte, se pasa todo un capítulo buscando por la campiña belga el regimiento de caballería al que quiere unirse, guiado por una cantinera entre un fragor de cañonazos, tropezando con soldados muertos y vivos, hablando sin saberlo con el mariscal Ney en persona, temiendo a cada paso perderse el Gran Momento: “es la primera vez que asisto a un hecho de armas —dijo— ¿Quiere usted decirme si esto es una batalla de verdad?” El bueno de Fabrizio se había cruzado de punta a punta el frente sin reconocer el magno acontecimiento que presenciaba. Pues bien, el barcelonismo —concepto con nuevos significados hoy en día— padece ese mismo cuadro de ansiedad, un “síndrome de Fabrizio” invertido: no quiere que le pase lo que al marchesino del Dongo, no quiere perderse la Historia, y por eso busca febril sus augustos trazos en cada cosa que mira, por nimia que sea. “Este es el mejor Barça que conoceremos —se dicen—, esto va a ser Historia, no puede ser que yo no me entere”. El problema es que la Historia aún no lo es mientras ocurre, sólo existe en los libros que habrán de escribirla después. Los angloparlantes disponen del adjetivo exacto para este tipo específico de empanada mental: dirían que la idea es preposterous (ilógica, idiota, con el matiz de que confunde lo posterior con lo previo). Este barcelonismo de hoy quiere vivir al mismo tiempo los hechos y la gloria que algún día los acompañará, verlos mientras se felicita por haberlos visto, y en su angustiada persecución de este imposible erige sin ningún criterio cualquier hecho al que asiste en un monumento para la eternidad. Pero con eso no escapa al sino de Fabrizio, sino que cae en él desde el otro lado: tanto da no darte cuenta de que eso que veías era la Historia como convencerte de que cualquier cosa que ves lo es, en ninguno de ambos casos reconoces el espectáculo por lo que realmente vale. El héroe stendhaliano sufre la ansiedad de no saber cuándo le toca componer la figura sobre su brioso corcel para gritar extasiado “¡Waterloo, al fin!” sin hacer el ridículo; al barcelonista, que no parece conocer este último sentimiento, su ansiedad le lleva a gritarlo hasta cuando Suárez y Messi rebuznan a coro.
Estas prisas por posar para la posteridad, aunque sea a lomos de un burro, son el tributo que el triunfo pasajero rinde a la grandeza inamovible por la que suspira. Sí, este es el mejor Barça que conoceremos, y ni aun así es capaz de sacudirse la leyenda blanca, no digamos ya de cambiarla de color. No hay más que ver que, aunque tras el derbi su ventaja sobre el segundo clasificado siguió siendo exactamente la misma, sintió que abría más la brecha porque ya tenía al Real Madrid a 12 puntos; es decir, midió la distancia recorrida según se veía desde Chamartín. Curiosa forma de demostrar que su único espejo es la Historia y no nosotros. Nosotros, en cambio, la Historia ya la tenemos hecha: por mal que nos vaya, y mira que nos va mal, sólo competimos con ella. La ansiedad de un barcelonismo que ni siquiera el mejor Barcelona posible logra aplacar prueba que este estado de cosas no tiene visos de ir a cambiar nunca. Será porque saben que aquí Waterloo siempre vuelve a empezar, y no hay Santa Elena a la que desterrar a Napoleón (excepto en la presente Copa del Rey).
Número Dos
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Definitivamente, y sin el menoscabo de los otros componentes de la tríada, soy "forofo perdío" de Número Dos. Un Maestro!
Me quito el sombrero, más que un artículo, es un ensayo filosófico. Fantástico, y muy didáctico, debo añadir. Muchas gracias.
Que a uno le publiquen de vez en cuando cuatro frases mal pespuntadas en una revista en la que escriben de forma habitual señores como don Mario de las Heras o los componentes de esta santísima trinidad madridista que es La Galerna de los Faerna produce una mezcla indecible de orgullo y vergüenza. El orgullo de haber sido invitado -bien que de forma inexplicable- a una fiesta para la cual siempre uno se supo indigno. Y la vergüenza de no poder acompañar la tertulia sino con una sonrisa arrobada y algo bobalicona, consciente de la propia incapacidad de decir algo que no desmerezca groseramente el tono de la conversación.
Creo que sentiría algo parecido si, a la manera de Jesús Bengoechea, un promotor cultural tan generoso como insensato me hubiera pedido protagonizar en la Sala Dorada de la Wiener Musikverein un recital de zambomba como telonero de los cuatro últimos lieder de Richard Strauss interpretados por Elizabeth Schwarzkopf y la Filarmónica de Viena.
Y como, igual que los Faerna -acaso sea esto lo único en que me parezco a ellos - yo también soy marxista tendencia Groucho, no me queda más remedio que acogerme a sus enseñanzas y guardar silencio para que las sospechas sobre mi idiocia no transmuten en certeza.
Callo, pues. Y rompo en una silenciosa, sentida y admirada standing ovation con cada fibra de mi cuerpo.
Muchísimas gracias, Mauro y Esteban. Como dijo Woody Allen al recoger su Príncipe de Asturias, sin duda no lo merezco, pero tampoco me merezco ser miope y no por ello me quejo. Bueno, él mencionó otra tara, pero la miopía es la que comparto con él.
Al viejo Falstaff sólo puedo decirle que seguro que toca la zambomba como los ángeles la lira, y yo con mucho gusto subiría al escenario con él para epatar conjuntamente a esos vienes tan finos. Como yo ni la zambomba toco, me limitaría a presentarlo a la manera culterana de Marcos Mundstock, que en el fondo es lo mismo que hago aquí en La Galerna. Así que de enseñanzas nada, old John, comediante.
Gracias a los tres.
Me ha gustado el artículo, pero yo creo que es algo mucho más sencillo. Los periodistas han olido la sangre y saben que cada vez son más los madridistas que pierden la paciencia con los éxitos del rival. Con el elogio desmedido a todo lo que huela a culé, contribuyen a desquiciar aún más a nuestra afición. Una frustración colectiva que se va traduciendo poco a poco en ataques de ira contra su presidente, principal objetivo de la canallesca.
D. Ángel mis felicitaciones! Permítame decirle que la miopía física no es problema pero, la miopía moral y/o cultural de algunos aficionados y "periodistas" futbolísticos constituye una auténtica enfermedad, aunque desde la galerna la traten con buenas recetas. Enhorabuena y hala Madrid!