Lejanísimo el recuerdo de Zanussi. Cada uno tiene la imagen de una camiseta que le devuelve a los días felices, donde la vida era el fútbol, visto y jugado, y poco más. La mía es la de Parmalat, larga la triple línea morada del cuello al puño sobre el blanco dominante; qué poco me gustaba cuando nos tocaba jugar fuera de casa con el morado, algo faltaba en esa identidad.
Eran días de ver, a menudo, el fútbol en el salón, padre a la izquierda, abuelo a la derecha, la voz de aquellos comentaristas era un martilleo monótono, por más que el Buitre quebrara las normas del espacio y tiempo en sus fogonazos de genialidad, que eran nuestros golpes de euforia. No eran la indolencia hecha locución, como se ha dicho, sino que era la sobriedad del viejo estilo, que en las grandes victorias también se volvía solemne. Día de partido era tarde de camiseta blanca, odiosa memoria —eso sí— de los picores de la costura del escudo, y la consulta constante al reloj, acechando la hora de ver rodar el balón.
Fue, como te cuento, la Parmalat, fabricada por Hummel, la camiseta destinada a marcar una época inolvidable, que todos relacionamos inevitablemente con la Quinta del Buitre. Pronto la triple línea morada se volvió hilera de chevrones y, entretanto, alzar títulos ligueros se nos había convertido ya una costumbre anual. Lo nuestro, vamos.
Fue la Parmalat, fabricada por Hummel, la camiseta destinada a marcar una época inolvidable, que todos relacionamos inevitablemente con la Quinta del Buitre
Con todo, resulta imposible evitar la mención a la camiseta de la liga de los 107 goles: 38 de Hugo Sánchez —los tiene de todos los colores en aquel año—, seguido de Martín Vázquez, con 14, y del Buitre, con 10. En el verano de 1989, la comidilla mediática era el cambio de Parmalat por Reny Picot, un nuevo patrocinador que, aunque duró un año… ¡qué año!
Por alguna extraña razón, soy incapaz de recordar la imagen de la camiseta de Otaysa que lucimos durante dos temporadas, quizá porque la memoria futbolística es sabia por selectiva, y se entremezcla con las lágrimas vertidas en la crueldad de la liga robada y perdida en Tenerife en la tarde del 7 de junio de 1992; todo madridista recuerda exactamente dónde estaba aquel día.
La siguiente que me viene a la cabeza, por ser la última de la niñez, es la que llegó en el 92 —ya ni mencionaré la noche oscura de Tenerife, segunda parte— para quedarse hasta el cambio de siglo: Teka, por supuesto. Sabor agridulce en el inconfundible logotipo de azulón sobre sobre fondo blanco, porque fueron también las camisetas que vieron partir a la Quinta del Buitre y alumbrar un cambio generacional que, al menos en lo sentimental, resultó el más duro de todos los que he sido testigo.
De las ligas no pudimos resarcirnos hasta 1995, grato recuerdo si no fuera porque anticipaba la temporada siguiente, que no solo fue la primera sin el Buitre, al Celaya, y Martín Vázquez, al Depor, sino fue una especie de homenaje a la melancolía deportiva. Y, andando en el tiempo, la siguiente camiseta de gloria, y última de este túnel del tiempo, ya fue la galáctica, con Siemens y Adidas y todo lo que ya recuerdas.
En todas hay parte de mi madridismo y, en todas, la imagen es nítida y está ligada a grandes euforias y pequeños sufrimientos; supongo que esto es la constatación de que la inversión publicitaria, cueste lo que cueste, es un éxito indiscutible para la marca. Y, en todo caso, si he de elegir una para el recuerdo, una para adornar el escritorio de la memoria, ahí queda la de Parmalat, que en el póster oficial del Real Madrid se completaba con el lema, un poco menos trabajado que el diseño, “Leche de campeones”.
Getty Images.
La Galerna trabaja por la higiene del foro de comentarios, pero no se hace responsable de los mismos