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Aquel tiempo de los regalos: Nazário, el extraterrestre

Aquel tiempo de los regalos: Nazário, el extraterrestre

Escrito por: Antonio Valderrama18 julio, 2023
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Hubo un tiempo en que el Madrid no empezaba julio con la plantilla cerrada, en el que el mes de agosto era una víspera ininterrumpida del día de los Reyes Magos. No sabíamos lo que era el balance fiscal ni muchas de esas cuestiones que hoy te podría desmenuzar cualquier adolescente con un teléfono móvil. La epifanía estival alumbraba una nueva estrella en el firmamento de nuestros sueños: Florentino nos volvía a convencer un verano más de que era el hombre más poderoso que había sobre la faz de la Tierra, y todos, desde los periodistas hasta la policía nacional (que terminaba siempre escoltando desde el aeropuerto al galáctico de turno cuando llegaba a Madrid por primera vez, rumbo a su presentación) terminaban contentos, pues la extraordinaria representación había valido la pena en cada uno de sus largos minutos de puesta en escena. En aquellos veranos, España era un país rico y feliz en el que había trabajo y más estrellas que en el cielo, como en la 20th Century Fox de la edad de oro. O al menos así yo lo recuerdo.

El verano de 2002 fue, seguramente, el del final de mi inocencia. Fue el último verano en el que tuve a todos mis abuelos vivos, aunque, por supuesto, yo entonces no sabía que estaba viviendo algo único que jamás volvería. Esas cosas, sobre todo a esas edades, no se suelen saber y es una putada. Uno está a mil tonterías y se pierde lo mejor, pero como dice siempre mi madre habría que tener cuarenta años antes que veinte. En el fondo, yo estoy en que esa despreocupación, o inconsciencia, de los niños y de los jóvenes, ese desentendimiento de las cuitas que envuelven siempre el mundo de los adultos que les rodea, es un mecanismo de autodefensa. De lo contrario, la vida sería ya insoportable desde el inicio.

El caso es que entonces era feliz, lo tenía todo y no lo sabía. Por la mañana iba a la playa de Las Canteras, en Chipiona, con mi madre y mi hermano. Un amigo me enseñaba a distinguir un cangrejo moro de uno zapatero mientras hacía funambulismo sobre las piedras de los corrales con mis chanclas de tiras de velcro. Luego simulábamos los partidos de las eurocopas y de los mundiales, silbábamos las canciones que salían en los anuncios entonces: Zidane, Del Piero, Beckham y Kluivert pegando pelotazos por las calles de Amsterdam con Broadway Jungle de Toots & The Maytals de fondo, los brasileños en el aeropuerto con Mas que nada de Tamba Trio, A copa Eurocopa é nossa de Carlsberg. Nos subíamos el cuello imaginario de las camisetas que no llevábamos puestas antes de chutar contra el azul del mar igual que hacía Cantona con los demonios en el coliseo de Nike. Las porterías eran las rocas y, algunas veces, la pelota salía volando demasiado lejos. El viento de Levante se la llevaba mar adentro y nosotros nos conformábamos con imaginarnos que algún niño, en la otra orilla de Marruecos, se la encontraría y podría jugar con ella. Al mediodía nos recogía mi padre, se tomaba una cerveza en el bar, que también se llamaba Las Canteras y que todavía existe, a Dios gracias. Sirven una pavía de bacalao excelente, pero entonces, por supuesto, a mí no me gustaba. Los jugadores de la Selección española de fútbol anunciaban los helados de Camy y yo me hinchaba de Kanibales y de Calippos verdes. Después regresábamos a casa con los pies descalzos llenos de tierra y nos endulzábamos en el patio con una manguera  mientras mi madre preparaba la comida. De postre nos tomábamos las natillas que anunciaban Figo y Crivillé. Por las tardes mi padre dormía y yo me ponía el Tour antes de quemar la Game Boy, que era el hacer scroll infinito en TikTok y el jugar al Fortnite de nuestro tiempo (en mi opinión, era mucho más sano, al fin y al cabo sólo estábamos expuestos a un latigazo de Bulbasaur): reunía todo lo que me daban en un sobre el día de mi santo y el de mi cumpleaños para comprarme juegos de Pokémon y así nos íbamos adentrando en los zarzales de la vida, sin tener ni idea aún de cuánto pinchaban.

Y, por supuesto, mis días, aquel verano, después del Mundial, empezaron a ser un seguimiento obsesivo del fichaje de Ronaldo Nazario por el Real Madrid.

Recuerdo que, años antes, cuando Ronaldo dejó el Barcelona para fichar por el Inter de Milán, Lorenzo Sanz amagó con ficharlo. Seguramente lo dijera para fastidiar al nuñismo porque el Madrid no tenía un duro, era la época salvaje del choteo institucional, los insultos y los puyazos, los desplantes en el palco y aquella divertida y preconstitucional manera de entender el fútbol que había en Occidente antes de que la Agenda 2030 lo ocupara todo. Yo tuve conocimiento de aquello como teníamos conocimiento entonces de todas aquellas cosas: por el Marca. Estaba un día por la tarde, después del colegio, en el gimnasio, uno de aquellos primeros gimnasios que empezaban a hacerse populares a finales de los 90, acompañando a mi padre y haciendo el tonto entre las máquinas, y agarré el periódico, que estaba por allí. Se me aceleró el corazón al ver al Fenómeno en portada, porque a pesar de que en aquella primera infancia yo detestaba a cualquiera que hubiera vestido de azulgrana, el magnetismo de aquel tipo que sólo había estado un año en la Liga permanecía vivísimo en mi imaginación: un dios color café con leche que atravesaba paredes con su zancada, una criatura imparable, de velocidad supersónica, capaz de frenar en seco un cohete y hacerlo cambiar de rumbo con un golpe de tobillo. Una bestia, una bomba atómica, un jugador de otro mundo, del que esperar lo imposible, del que temerlo todo.

Por eso recuerdo exactamente qué estaba haciendo cuando saltó la liebre de que Florentino quería redondear con él el equipo que acababa de ganar la Copa de Europa en Glasgow con un golazo de Zidane, un par de meses antes: sentado en el sofá, me preparaba para ver un Real Madrid-Liverpool amistoso en el Bernabéu. Florentino había engrandecido, por ser el año del Centenario, el Trofeo Bernabéu con un cuadrangular extraordinario entre los cuatro equipos más grandes del fútbol mundial. Estaban el Bayern, el Milan y el Liverpool, junto con el Madrid, y entonces Antonio Luque, en Antena Tres, dijo que el Madrid entraba muy fuerte en la puja por Ronaldo Nazario y yo salí corriendo por el pasillo gritando enloquecido.

aquel tipo que sólo había estado un año en la Liga permanecía vivísimo en mi imaginación: un dios color café con leche que atravesaba paredes con su zancada, una criatura imparable, de velocidad supersónica, capaz de frenar en seco un cohete y hacerlo cambiar de rumbo con un golpe de tobillo. Una bestia, una bomba atómica, un jugador de otro mundo, del que esperar lo imposible, del que temerlo todo

Aquel verano, Ronaldo era lo más grande que había en el mundo. Volvía a ser Il Fenomeno, el delantero centro más fabuloso jamás visto en un campo de fútbol, una fuerza de la naturaleza que, después de pasar por todos los círculos del infierno, había resucitado de entre los muertos ganando la quinta Copa del Mundo para Brasil en el recién terminado Mundial de Corea y Japón. Durante todo el Mundial había corrido la especie de que el Madrid estaba tras él. Su impacto global en aquel torneo lo liberó de los fantasmas que habían estragado su carrera los cuatro años anteriores: la epilepsia antes de la final del 98, las rodillas rotas. Su regreso a la vida fue tan espectacular que ni siquiera puede compararse con la atracción general que causan, en la era de los smartphones, la hiperinformación, la conexión permanente, los shorts y Twitch, causan Haaland y Mbappé. Ronaldo, aquel verano de 2002, era más que esos dos juntos. Todos los niños queríamos llevar su absurdo peinado con el que le metió dos goles a Alemania en Yokohama. Era un ídolo caído que se volvió a levantar. El ave fénix. Era el Nirvana futbolístico.

Y Florentino lo fichó. Lo fichó tras desearlo todo el verano. Lo fichó tras conseguir que lo deseásemos todos, todo el verano. Estoy convencido de que, a finales de agosto, toda España quería que el Madrid fichara a Ronaldo, incluso los antimadridistas. Menos Gaspart, claro, que como buen villano de película no olvidaba la de Figo e intentó devolvérsela al presidente Pérez en el último momento del último día. Fue el mejor 31 de agosto de la historia. Incluso aquella ruindad final e inesperada, que desbarataba una complejísima operación a tres bandas ideada por Florentino para convencer a Moratti que incluía el traspaso de Morientes, o su cesión, al Barcelona, sirvió para transformar a Pérez en un personaje de novela, en un genio de la negociación y los despachos. Son ya legendarias las imágenes de televisión, captadas en la distancia, en la que se ve, ya de noche, a Florentino y a Valdano con las mangas de las camisas subidas hasta los codos, yendo y viniendo desde el fax y del teléfono, en una ventana de las oficinas del Bernabéu, cerrando el acuerdo de todos los tiempos. Pero también el camino a esa noche memorable fue un trayecto literario que convirtió el Mediterráneo en un despacho abierto por el que desfilábamos todos desde las páginas del Marca y las portadas del Teletexto.

Ese verano, el Pitina II fue el barco más famoso de España, más de lo que ha sido nunca el Bribón o fue antes el Azor. Con aquellos fichajes de Florentino, los chavales aprendíamos durante los veranos cómo se desarrollaban los mejores arcos narrativos, como si leyéramos novelas del siglo XIX. En el planteamiento, quedaba claro que el Madrid deseaba -sin pronunciarse- y que el objeto deseado, quería. Pero también, que el club dueño de su situación legal se oponía en firme a que esa historia de amor culminase. La oposición era firme y absoluta hasta que, un día, dejaba de serlo. Solía ser a primeros de agosto y luego entonces todo iba escurriéndose lentamente por la pendiente hasta caer en el lado correcto de la Historia. El Madrid de Florentino tenía dinero pero el Inter de Moratti, la Juve de los Agnelli, el Barcelona postNúñez y el Manchester United de los Glazer, también lo tenían. Tanto como el Madrid, o más. No era una cuestión de dinero, de dinero en bruto como es ahora, sino de muchas otras cosas. Y en esas otras cosas, siempre ganaba Florentino, porque jugaba con la fuerza de la imaginación y con el horizonte ilimitado de los deseos de los futbolistas. Al final, todo llegaba a donde tenía que llegar.

Son ya legendarias las imágenes de televisión, captadas en la distancia, en la que se ve, ya de noche, a Florentino y a Valdano con las mangas de las camisas subidas hasta los codos, yendo y viniendo desde el fax y del teléfono, en una ventana de las oficinas del Bernabéu, cerrando el acuerdo de todos los tiempos

Aquel agosto de 2002, Moratti acabó sentándose en una mesa de la cubierta del Pitina II. Un fotógrafo del Marca sacó la foto del verano desde un bote alquilado a un paisano de Ibiza. El monopolio de la prensa escrita sobre aquellos culebrones galácticos era tal que sólo podía competir con ella la radio, que yo escuchaba ávidamente por las noches soñando con advertir algo nuevo, un indicio, algún presagio de que el fichaje iba a llevarse a cabo verdaderamente. La posibilidad de ver juntos en el mismo equipo a Roberto Carlos, Zidane, Raúl, Figo y Ronaldo era una perspectiva tan extravagante que sus proyecciones eran infinitas. Empecé a leer comparaciones de Florentino con los faraones de Egipto y verdaderamente estaban bien tiradas, pues en aquellos cuatro primeros veranos del siglo XXI Florentino transformó el paisaje emocional e intelectual del fútbol mundial. Hoy, en los prometedores chavales que Pérez ficha al precio de las estrellas consagradas de entonces, todavía está aquella fascinación, ejercida, a través de la memoria colectiva, sobre generaciones que aún no habían nacido. La asociación del Madrid con algo más grande todavía que las Copas de Europa: con el territorio de la fantasía, con la leyenda y los cuentos de hadas, con los poemas de gestas y los reinos donde lo imposible y lo posible se mezclan irremediablemente. Es decir, con el principal motor de la historia, que es el deseo. Cuando el mes de septiembre amaneció sobre la España de 2002 y se confirmó la noticia de que Ronaldo jugaría en el Real Madrid, una ola de euforia lo invadió todo. El mejor delantero del mundo aterrizó en España en una base del ejército. Llegó al centro de Madrid escoltado por la policía, como un Jefe de Estado. Ni siquiera había nada preparado para presentarlo como se presentó a Zidane y luego se presentaría a Beckham, pero aquel aire de improvisación grandiosa le daba a aquello un aire de majestuosidad singular, auténtico. Lo que pudiera hacer Ronaldo vestido de blanco, su combinación con el resto de jugadores, los esquemas cambiantes a que estaría obligado Del Bosque, cuando lo alinease, daban exactamente lo mismo. Florentino parecía querer decir: aquí tienen ustedes a la octava maravilla del mundo. ¿No es esto suficiente? La cosa había estado a punto de no hacerse, pero se había hecho. Ese es el resumen de la historia del Madrid: con la muerte siempre respirando en el cogote, los hombres de blanco son capaces de acometer hazañas formidables, por el mejor capricho de hacerlas, por la gozosa libertad de demostrar que podían hacerlo.

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Madridista de infantería. Practico el anarcomadridismo en mis horas de esparcimiento. Soy el central al que siempre mandan a rematar melones en los descuentos. En Twitter podrán encontrarme como @fantantonio

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Un comentario en: Aquel tiempo de los regalos: Nazário, el extraterrestre

  1. Que buenas vivencias, de las cuáles comparto bastantes.

    Ronaldo Nazario en su prime, antes de romperse la rodilla, es el mejor jugador que ha visto el fútbol en sus más de 100 años de historia, el más determinante, y orgullosos debemos de estar de ver lo que hizo, sobre todo en el Inter y el Barsa. Por supuesto, los madridistas lo gozamos muchísimo en nuestro equipo, pero ver al GOAT había que tirar de videoteca de los años anteriores.

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Lamine Yamal es muy joven.

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En el hecho de que @AthosDumasE llame a la que muchos llaman "Selección Nacional" la "selección de la @rfef" encontraréis pistas de por qué no la apoya.

La explicación completa, aquí

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Tal día como hoy, pero de 1962, Amancio rubricaba su contrato como jugador del Real Madrid.

@albertocosin no estaba allí, pero te va a hacer sentir que tú sí estabas.

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