A mí la enigmática Violante no me ha mandado hacer ningún soneto, lo cual está bastante puesto en razón toda vez que no me llamo Lope de Vega, y eso que salen ustedes ganando. Pero sí me ha situado en similar aprieto al ordenarme pergeñar un artículo con título tan resbaladizo como el que encabeza estas líneas, y no me pregunten sobre el porqué de hallarme en tan comprometida situación. (Abro un paréntesis para aclarar que el término correcto sería animus fellandi, pero nos quedaremos con el antedicho, más descriptivo y, por ello, más útil a nuestros fines.) El caso es que me propongo hilar algunas ideas fecundadas por el tal latinajo, o que al menos quepa tener por hijas putativas suyas y que, aun así, sean merecedoras del nihil obstat de Roma. Pretendo hacerlo, además, sin darme la costalada que sin duda me estará acechando en cada recodo de tan peligroso camino. Como ven, lo que me falta de juicio me sobra de arrojo. Así pues, me encomiendo al Padre Suances y, sin más profilaxis que la suave y dulce inconsciencia proporcionada por el single malt que me acompaña, me meto en faena. Ustedes juzgarán.
No se puede comenzar este tractatus brevis animi fellationis sin invocar el preceptivo argumento de autoridad. Y qué mayor autoridad en esta grave materia que la de ese filósofo culé llamado Maradona. Fue don Diego Armando quien, haciendo honor una vez más a su segundo nombre, dio carta de naturaleza en el mundo del fútbol a los ejercicios que nos ocupan y que, habida cuenta de que acaso no quepa denominar ignacianos o espirituales, me permitiré bautizar como epicúreos. Como el lector recordará, con la selección argentina que él dirigía recién clasificada para el mundial de Sudáfrica, el Pelusa, en una improvisada pero sentida declaración de amor dirigida a los periodistas críticos con su labor, recitó estos versos en rueda de prensa: "Que la chupen, que la chupen y que la sigan chupando". Más allá de la evidente poesía que encierran tales octosílabos, a mí siempre me ha subyugado su musicalidad, su ritmo inefable. Cuando pronuncio la frase en voz alta, me ocurre lo que le sucedía a Wagner al escuchar la Séptima Sinfonía de Beethoven: que no puedo dejar de acompañar el compás con los pies. Hay un inequívoco rasgo de genio en esas palabras que desprenden el aroma de la poesía eterna, la delicada gracia con la que la Condesa de Almaviva se duele de las penas del amor en las mozartianas Bodas de Fígaro. Porgi, fellatio, qualche ristoro...
Pero descendamos ahora de las alturas y olvidémonos por un momento de la ubérrima mente que guió la mano de Dios (y que, como se ha visto, pretendió hacer lo mismo con la boca de los periodistas). Y fijemos la vista en suelo patrio, donde encontramos un nuevo hito en la historia del animus fellationis trasladado al fútbol. Ya no se trata de las declaraciones de un seleccionador en el siempre traicionero campo de minas en que consiste una rueda de prensa, sino que hemos de viajar a un coqueto hotel de Madrid en una fría noche del invierno de 2012. Allí, en ese improvisado nido de amor, el inmarcesible presidente de la Real Federación Española de Fútbol, don Ángel (¡la Virgen!) María Villar, y el presidente del FC Barcelona, Sandro Rosell, comparten con arrobo momentos de felicidad al calor de la hoguera incombustible de los intereses comunes y tan inconfesables como la propia cita. El uno, a pesar de las maneras algo toscas con las que se desenvuelve (recordemos que es de Bilbao), se esmera en satisfacer los deseos de su partenaire, pero a éste, que inicialmente parecía complacido, se le yergue insaciable el orgullo catalán y acaba por dejar escapar un mohín de insatisfacción mientras pide más a su pareja, que exhausta de amor no puede ya sino replicar, dejando entrever un poso de amargura y una aflicción desvalida: "qué más quieres que te dé, Sandro, no puedo darte ya nada más". El amor, Ángel, es bonito, pero también exigente. El amor deja seco y yermo como el páramo castellano. El amor chupa la sangre (por supuesto que la sangre, ¿qué creían?). Sobre todo cuando es la esquinita el objeto de sus efusiones. Porque todos somos contingentes pero la esquinita es necesaria.
Y es precisamente en la esquinita, tierra de esbeltos campanarios y hermosas butifarras que afirman sabrosísimas, donde el animus fellationis ha echado raíces profundas. Es el Barcelona, que nunca pierde ocasión de mostrar su independentismo enhiesto y viril, imperial en su grandeza, y sus valors en perenne posición de "presenten armas", el que despierta las pulsiones más vehementes, los ardores más arrebatados, las pasiones más libidinosas entre las más variadas gentes. Es el Barcelona, mástil erecto a la mayor gloria de la estelada, palo mayor que presta empuje al navío de los països catalans, el que inspira los ejercicios bucales más frenéticos y lubricados por parte de periodistas ansiosos de sentir el fuego fecundo en sus entrañas, o de árbitros que sostienen en su boca sin pudor alguno una miniatura que no es pito, sino fagot entero, o cornucopia. Es el Barcelona, tronco tieso y firme sobre el que se sostiene el universo catalanista, el que provoca espasmos de excitación entre los culés que acompañan a Messi al juzgado a declarar por presunta estafa a Hacienda (o sea, a ellos), y exhalan alaridos de placer cuando ven aparecer ante sus ojos al tótem barcelonista, capullito de alhelí por el que suspiran madres, hijas, abades y aficionados. Fellandus est FC Barcelona, y a tan alta tarea parecen dedicarse con incansable entusiasmo y abnegación admirable todos los poderes fácticos del fútbol patrio. Ya se sabe que buen gallo a cien gallinas contenta.
¿Y en Madrid? ¿Qué fortuna ha tenido en la capital de España el animus fellationis? Pues aquí, como suele ocurrir en todos los lugares excepto en la arcadia feliz barcelonista, la risa va por barrios. En el barrio colchonero, a la vera de este singular club que rinde culto fervoroso a la derrota y la convierte en motivo de orgullo, se ha implantado con fuerza el animus fellationis de un tiempo a esta parte. Debe de ser que el estilo porteño y áspero del Cholo, así como el fútbol intenso y pétreo del equipo, poseen una dureza de sorprendente capacidad contagiosa. Aquí a muchos periodistas también se les hace la boca pepsi-cola al hablar del Cholo y del Atleti, y se derriten segregando saliva cuando el Pupas elimina al todopoderoso PSV sin haber marcado un solo gol en doscientos diez minutos.
En el Real Madrid, sin embargo, la cosa es diferente. Para empezar, Zidane no tiene la acreditada capacidad para la lírica que caracteriza a Maradona, ni la labia empalagosamente hipocritona de Guardiola (otro fellandus est de manual). Zidane es hombre de silencios y pocas palabras, y se limita a exponer con laconismo matemático la fórmula que explica las leyes de la naturaleza. El fútbol no precisa de poetas ni de rapsodas, sino de sabios. Pero estos no levantan pasiones. Por lo que hace al entorno del club, es un hecho incontestable que el madridismo parece estar saliendo de una larga fase en que estaba mustio como un poeta del romanticismo antes de arrojarse al Sena (iba a escribir el Manzanares, pero ligar poesía y Manzanares es un oxímoron tan violento que la frase se me descoyunta), y está claro que la flacidez y el abatimiento difícilmente pueden despertar un animus fellationis digno de tal nombre. El madridismo, que ahora parece recobrar tímidamente un optimismo vacilante, lleva mucho tiempo en un estado de continua epilepsia que, más que con arrebatos lúbricos, cursa con accesos de rabia acompañada de espumarajos tuiteros, de tal manera que se diría que la obligación de todo madridista que se precie en estos días es la de estar permanentemente cabreado, y ya se sabe que cuando el enfado entra por la puerta, las ganas de retozar saltan por la ventana.
La ira, efectivamente, se ha impuesto como nota distintiva del madridismo comme il faut (el francés le viene al pelo a este artículo) y ello me lleva a un penúltimo apunte sobre el animus fellationis. Es tal el estado de excitación colérica que impera en el madridismo que, como señalaba José María Faerna en estas páginas, hemos llegado a la divertida situación en que a uno lo llaman happy con la indisimulada intención de que el destinatario del calificativo se considere insultado. La lógica de los que así actúan viene a ser la siguiente: el Real Madrid es una ruina deportiva y va camino de disolverse en la más absoluta de las irrelevancias, así que si usted, que se declara madridista, no ruge ferozmente con los ojos inyectados en sangre, es porque es tonto (monguer o merma, dicen ellos haciendo uso de ese seguidismo acrítico y tribal de los tópicos de moda que es tan propio de la adolescencia). O, sin que esto signifique que uno deje de ser un mermao, porque está comprado por Florentino. Uno de los objetivos favoritos de tales ataques somos cuantos hacemos o colaboramos con La Galerna. (Por lo que a mí respecta, y ya que estamos en ello, me declaro feliz -perdón, happy-, reconozco mi imbecilidad, merma o monguería y, si no cumplo el requisito de estar comprado por Florentino, declaro que tan desafortunada circunstancia no obedece precisamente a la falta de voluntad por mi parte.) El caso es que, como en el comer y en el insultar todo es empezar, a la vista de que las citadas imputaciones no hacen mella, alguno ya intenta elevar el tiro acusándonos de padecer un indisimulado animus fellationis hacia el Real Madrid por el hecho de intentar una crítica constructiva al club y no ir armados de antorchas y horcas a la caza de la bruja florentiniana.
No pretenden estas líneas sacar del error a los militantes del madridismo colérico. Líbreme Dios. Uno, que está versado en todas las escuelas filosóficas que en el mundo han sido, desde la alumbrada por Paquirrín hasta la encabezada por el Follonero, sin olvidar la muy notable fundada por Cristina Pedroche, tiene muy presentes las enseñanzas de Fito y Andrés Calamaro cuando cantaban aquello de que "el que tenga un amor, que lo cuide, y que mantenga la ilusión"; así que si hay tantos madridistas enamorados de su propia vesania, quién soy yo para quitarles la ilusión. Hasta los inquisidores y los amigos de las etiquetas tienen su corazoncito, y yo soy un enamorado del amor; mermao, sí, pero también tierno como un osito de peluche. Mi intención es, simplemente, no faltar a mi deber como investigador. Porque el intachable rigor científico e intelectual que informa este tratado me obliga a dejar constancia de que quien esto escribe, por el hecho de hacerlo aquí, aparece catalogado en algunos sesudos estudios como militante del animus fellationis. Constatado queda.
Pero yo no sé por qué les cuento todo esto en un día como hoy, con los tres goles de Cristiano a los alemanes aún calientes, con nuestro equipo en semifinales de la Champions y con el Barcelona sintiendo que la inquietante sombra del ciprés madridista se cierne sobre ellos como esas nubes de color panzaburro que acortan el día y adelantan la noche. Yo no sé por qué les cuento todo esto cuando hoy incluso el madridismo más colérico tiene que esconder la guadaña y conformarse con un tímido “sí, pero”. Yo no sé por qué les cuento todo esto precisamente hoy, cuando Zidane, ese rostro anguloso en que rompe el madridismo para resonar tanto más fuerte cuanto más lacónico, en lugar de recitarle el poema de Maradona al mundo entero y a esos madridistas que ahora le descalifican con el mismo entusiasmo con que lo ensalzaban apenas dos meses atrás, se subirá las solapas del abrigo, esconderá en ellas el cuello y se marchará a casa con la satisfacción callada del deber cumplido. Porque nadie como él sabe que el madridismo consiste en apretar los dientes y dejar que los pies hablen en el campo. Porque nadie como él sabe que en el Real Madrid, ganar es otro día en la oficina, y que el Real Madrid sólo sabe hacerlo con la boca cerrada. Que sean otros los que la ocupen en menesteres más prosaicos.
O tal vez sea precisamente esto lo que me ha motivado a escribir este artículo. El saber que el Real Madrid no conoce más animus que el ansia insobornable de victoria, y que ése no precisa de amplias tragaderas. El saber que, si por ventura ganamos la Undécima y –quién sabe- incluso la Liga, el animus fellationis hacia nuestros rivales no decrecerá mientras nuestro club –a pesar de sus errores- siga resistiéndose a ciertos ejercicios no precisamente espirituales en los despachos y en las redacciones. El saber también que, si por desgracia no se consigue ninguno de los objetivos, la ira del madridismo atrabiliario volverá a inundarlo todo con su inagotable bilis y con sus modales de patán tabernario.
Y el saber que, pase lo que pase, en La Galerna seguiremos defendiendo, modesta pero orgullosamente, al club más glorioso del mundo. Y con mucho ánimo.
Y ahora, querido lector y querida Violante, "contad si son catorce, y está hecho".
Excelente. Eso es señorio.......
John Falstaff, se puede decir más alto pero no más claro.
John Falstaff, presidente del mundo happy y pedante.
John Falstaff, usted me representa.
#FinDelComunicado
Hechi
Buenas tardes John, ya le echaba en falta que llevamos un tiempo sin echarnos unas risas como
Dios manda, solamente comentarle que la "Pepsi-Cola" , no es en la boca, es en otro sitio, que no es
menester citar. ¡Enhorabuena!.
Saludos blancos, castellanos y comuneros
Que forma más elegante de expresar lo que muchos pensamos. Gracias!
Espléndido comentario, Ericks. No sólo parece que ha tenido la paciencia de leer el artículo, sino que además ha pemetrado su sentido último. Doble mérito, pues. Cuenta usted con mi agradecimiento y mi reconocimiento.
Diosa Maracaná, si usted me lo pide yo estoy dispuesto a presidir hasta la mesa.
Y a usted, Comunero, qué puedo decirle: que tendrá usted razón. A decir verdad, yo el whisky siempre lo he tomado sin cola.
Gracias John por estas palabras contundentes y reales. Gracias
Delicioso, querido amigo. Y tremendamente divertido. Siempre un placer disfrutar de tu talento.
Magni animi , victor modus . Written Euge !
HALA MADRID!
Muchas gracias, caballeros. Es un privilegio combatir a su lado en esta cruzada. Levanten conmigo la copa por la hermandad madridista, que por algo lo de levantar copas se nos da tan bien a los madridistas (con la excepción, quizás, de Sergio Ramos).