Una fría mañana de invierno un niño se dispone a subir a un tren.
Me resulta tremendamente difícil escribir sobre aquello que amo, confinar en palabras el idioma enmarañado y abstracto del sentimiento. Nunca me he atrevido a diseccionar con gelidez analítica, por ejemplo, la tortilla de patatas de mi madre, “Los Soprano”, el “Cosmo’s Factory”, “Los hermanos Karamazov”, el mar al atardecer o “El Padrino”. Escribir es un proceso tiránicamente racional por lo que trasladar emociones al papel supone, en cierto sentido, desnaturalizarlas; y cuanto mayores o más significativas son estas emociones, más se aleja, inevitablemente, lo escrito de lo sentido. Es como pretender representar el agua caliente con un trozo de hielo. Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo, afirmó Wittgenstein en su célebre Tractatus: una frase propia de alguien que no ha visto a su equipo empatar una final de Champions en el descuento. El filósofo austriaco, que tuvo el mal gusto de fallecer 63 años antes del milagro de Lisboa, no pudo sentir esa impetuosa cascada emocional y comprobar que hay un vasto mundo interior que escapa a las fronteras del lenguaje; escribir sobre el Real Madrid para mí supone adentrarme en ese mundo e intentar asir lo inasible, con el mismo presentimiento de derrota e impotencia que tiene un portero que ve cómo se aproxima meteóricamente un balonazo de Bale que ha superado la barrera. No puedo ambicionar capturar la esencia de mis sentimientos madridistas y expresarla con toda su luz, tan solo puedo plasmar un reflejo pálido. El portero jamás podrá atajar ese balón que se colará irremisiblemente por la escuadra, pero puede ejecutar una digna, elegante e inútil palomita.
Si algo me enseñó “Anatomía de un asesinato”, la obra maestra de Otto Preminger, además de que Jimmy Stewart podía ser un tipo verdaderamente irónico y astuto (muy alejado de sus honorables personajes caprianos de inocencia angelical), es que no existe un término científico con mayor valor literario que el de anatomía. Cualquier sintagma encabezado por “anatomía de” tiene potencial de gran título. Hagan la prueba, acompañen esos dos vocablos con todas las expresiones que se les ocurran: anatomía de un recuerdo, anatomía de una despedida, anatomía de un ayer… ¡Incluso anatomía de una anatomía no suena tan mal como sería deseable! Tomando menos riesgos que un lateral de un equipo de Caparrós, decidí desde antes de escribir una sola línea que el título de este análisis sobre mi madridismo sería anatomía de algo. Inesperadamente, esta elección me condujo a un primer ejercicio de introspección. ¿Anatomía de qué? Responder a esta pregunta suponía condensar en muy pocas palabras la naturaleza fundamental y distintiva de mis emociones respecto al Real Madrid. Dicho de otro modo, ni siquiera había empezado y ya debía contestar la pregunta esencial:
¿Qué es el Real Madrid para mí?
Mi primera idea fue escoger “Anatomía de un sentimiento”. Me parecía un título poderoso, muy estético, pero pronto caí en la cuenta de que presentaba un serio inconveniente: no era cierto. El Real Madrid para mí no es un sentimiento sino multitud de ellos, me ha hecho experimentar prácticamente todo el espectro emocional: miedo, sorpresa, ira, alegría, tristeza, etc. Sintetizar toda esta gama anímica en un sentimiento unitario supondría deformar la verdad.
Más tarde se me ocurrió “Anatomía de una pasión”; lamentablemente, tras meditarlo comprendí que pecaba de impreciso. Es evidente que el Real Madrid me apasiona, mas no es solo algo que me apasiona. Además, la mayor parte del tiempo vivo mi madridismo de una manera serena y no como un incesante estallido de emociones efervescentes. Tras varias y arduas horas en busca del matiz adecuado, acepté mi rendición: debía recurrir a la palabra que siempre quise evitar, una palabra que con el uso se desgasta como los tobillos de Robben, la palabra más hermosa y manida de la lengua castellana. Amor, claro.
Aunque hiera de gravedad a mi impostada originalidad, me resulta imposible escribir sobre el Real Madrid sin mencionar el amor, una imposibilidad que tiene una explicación tan sencilla que enrojecería al mismísimo Guillermo de Ockham: eso es exactamente lo que es para mí el Real Madrid, es la única respuesta posible a la pregunta que formulaba tres párrafos atrás. El amor abarca todo el abanico de sentimientos que he enumerado antes y añade de forma tácita dos componentes primordiales, el primero orientado al pasado y el segundo al presente y el futuro: memoria y compromiso. Vivir y recordar son dos conceptos separados por límites difusos, es más, se podría decir que cada persona vive dos vidas: la que vive y la que recuerda. Todo amor se asienta sobre un catálogo de buenos recuerdos; la memoria no determina el amor, pero es el esqueleto imprescindible que le confiere consistencia. Sin memoria puede existir el deseo, el enamoramiento y formas germinales de amor, no el amor en sí mismo. La volea de Zidane en una mágica y primaveral noche escocesa, el insólito taconazo de Guti en Riazor, el angustioso empate contra el Zaragoza en el frenesí del tamudazo, la galopada infinita de un galés que culminó en uno de los goles más impresionantes de la historia del futbol… son los huesos que vertebran mi madridismo. He obviado los malos recuerdos porque, pese a ser inevitables, no son necesarios para el amor.
En cuanto al compromiso, un individuo más listo y (aún más) cursi que yo llamado Robert Sternberg ya lo nombró como uno de los tres elementos básicos del amor ideal junto con la pasión y la intimidad. Compromiso es estar incluso cuando sientes el impulso visceral de no estar. Para mí madridismo no es solo regodearse en el júbilo de las grandes victorias, bañarse en las fuentes urbanas y en el alcohol que riega las celebraciones. También es ver los cuatro últimos partidos de una Liga que ya ha ganado el Barça, presenciar un soporífero encuentro contra el Getafe tras haber sido eliminado tres o cuatro días antes en octavos de Champions, permanecer sentado delante del televisor hasta el pitido final independientemente de la goleada que nos estén infligiendo, etc. Ser madridista ha entrañado un enorme compromiso. En los últimos trece años me he perdido únicamente tres partidos oficiales del Real Madrid (que grabé y visioné posteriormente): el primero fue un encuentro de Liga contra el Betis el 17 de febrero de 2007 que se saldó con un paupérrimo empate a cero y que no pude presenciar por encontrarme de viaje en Londres –lo que no fue óbice para instigar a mis amigos a emprender una surrealista e infructuosa búsqueda por las inmediaciones de Trafalgar Square de un bar que televisase el partido–; el segundo fue el 23 de octubre de 2013, un Real Madrid-Juventus de la fase de grupos de Champions que ganamos dos a uno (doblete de Cristiano) y que me pilló en la Sala Riviera en un concierto del grupo Volbeat; el último tuvo lugar hace pocos meses estando yo en Amsterdam, exactamente el 18 de abril, un partido contra el Málaga que, pese al buen resultado (tres a uno, goles de Ramos, James y Cristiano), es de infausto recuerdo ya que al poco de empezar la segunda parte sobrevino la fatídica y, a la postre, determinante lesión de Modric.
Madridismo es ver los cuatro últimos partidos de una Liga que ya ha ganado el Barça
Parémonos un momento y recapitulemos: emociones, sentimientos, pasión, compromiso y memoria. Es evidente que es una de esas extrañas ocasiones en las que estoy hablando de amor y no quiero decir sexo. “Anatomía de un amor” parece por tanto el título lógico; no obstante, no termina de satisfacerme. El concepto de amor es torrencial y polisémico, es capaz de expresar con la misma suficiencia lo que sentimos hacia nuestra madre, nuestra pareja, una canción de Bruce Springsteen o los pimientos del piquillo. La tipología del amor es tan variada y extensa como los goles de Cristiano. Es preciso que acote el término. Acometer esta tarea de concreción me lleva a tener que arrostrar otra compleja pregunta: ¿Qué es lo que caracteriza a mi amor por el Real Madrid y lo diferencia de todos mis demás amores?
Todo nexo humano es intrínsecamente frágil, ningún vínculo interpersonal descansa en la certidumbre. Firmamos un contrato biológico por el mero hecho de nacer que nos condena a lo efímero. Las relaciones que no destruye la vida las termina destruyendo la muerte; y la vida ya es de por sí un filtro implacable. Incluso la amistad más fuerte puede quebrarse por un malentendido, el matrimonio más sólido por una traición; ni siquiera el amor de unos padres hacia su hijo (o viceversa) es irrompible, debe conformarse con ser casi irrompible. Nadie es seguro. Nada importa realmente, como susurraba dulcemente Freddie Mercury en su rapsodia bohemia… En fin, voy a dejar ya el dramatismo, me estoy poniendo más tétrico que Xavi en un campo de tierra.
La cuestión es que cualquier unión entre dos individuos está supeditada a ciertas condiciones que se establecen de manera implícita; cuanto más importante es la relación, menos numerosas y más laxas son dichas condiciones. Ahí reside precisamente la singularidad de mi amor hacia el Real Madrid: no está sometido a ningún requisito, es absolutamente incondicional. Da igual a quien fichen o a quien vendan, quien presida el club, quien lo entrene, las derrotas que coseche, la división en la que juegue, lo siniestro que sea el escenario deportivo e institucional: seguiré fielmente al Madrid hasta el fin de mis días. Desgraciadamente, nunca podré tener el convencimiento categórico de que uno de mis seres queridos estará mañana (tomorrow never knows, sentenciaron enigmáticamente Lennon y McCartney); sin embargo, mientras exista un mañana para mí en él estará indefectiblemente el Real Madrid. No es el amor de mi vida, pero es un amor para toda la vida. De ningún modo puedo equiparlo en importancia a aquello que es verdaderamente trascendente (la salud, la familia, los amigos, la felicidad, el trabajo, etc.), pero tiene su importancia. ¿Cómo no iba a tenerla? Representa una de las poquísimas certezas, quizá la única, que tengo en mi vida.
Mientras exista un mañana, para mí en él estará indefectiblemente el Real Madrid
Más allá de condiciones y certezas, para mí el Real Madrid por encima de todo significa los dos hombres de mi vida: mi padre y mi hermano. Uno siempre será un gigante, aunque lo superé en altura ya hace más de tres lustros; el otro a mis ojos siempre será un niño, aunque en su cabello ya se entrevé alguna cana. Para muchos el fútbol es un asunto eminentemente social que sobre todo se disfruta en compañía de amigos o en la algarabía de los bares; en mi caso siempre lo he vivido como algo privado y familiar –pese a la cordial indiferencia de mi hermana (cuya flamante carrera como seguidora merengue duró apenas dos temporadas, revelándose estériles todos mis denodados esfuerzos) y la hostil oposición de mi madre (cuyo odio hacia el balompié sólo es comparable con el de Relaño hacia Florentino)–. Son raros como el peinado del Cholo los partidos del Madrid que no veo en casa de mis padres y me negaré a verlos en otro lugar mientras las circunstancias me lo permitan. He pasado (literalmente) más de mil horas con mi padre y mi hermano viendo los encuentros de nuestro equipo. Este triángulo virtuoso se rompió hace poco porque mi hermano tuvo que emigrar a otro país por motivos laborales. Aunque lo echo de menos no existe rastro de amargura porque tuvimos la más hermosa y perfecta de las despedidas futbolísticas. Sí, me refiero de nuevo a Lisboa.
Tras una década de decepciones y agónicas cuasi remontadas en Champions, la tarde de un 24 de mayo nos dispusimos a ver juntos uno de nuestros últimos partidos. Fue un sueño y como tal los recuerdos son borrosos e inconexos. Recuerdo más de una hora de sufrimiento indecible; recuerdo el prodigioso cabezazo que inmediatamente precedió al estruendo; recuerdo un segundo cabezazo que nos llevó al éxtasis; recuerdo las lágrimas y los abrazos; recuerdo la etílica celebración con mi hermano hasta el amanecer, preguntándonos incrédulos si lo que acabábamos de vivir había ocurrido o había sido un espejismo; recuerdo lo poco que recordaba cuando desperté la mañana siguiente. Pocos días antes de su partida, le dije a mi hermano que podía marcharse tranquilo, habíamos extraído del fútbol lo máximo que nos podía dar, ya nada quedaba inconcluso: con la Décima habíamos cerrado un precioso círculo después de toda una vida viendo juntos al Madrid.
Mi madridismo es una herencia paterna. No lo escogí. Lo adquirí antes de tener capacidad de elección, antes de poder entender lo que es un fuera de juego. Ocurrió exactamente el 3 de enero de 1993, día que mi padre me llevo por primera vez al fútbol. Fue un Real Madrid Osasuna en el Bernabéu (tres a cero, los dos primeros goles de Hierro, el segundo tras preciosa jugada de Martín Vázquez, y el último de Butragueño). Aquel recién estrenado año de principios de los noventa supuso un gran hito iniciático en mi vida: no solo era la primera vez que iba a acudir a un campo de fútbol, también era mi primer viaje a solas con mi padre, mi primer viaje a Madrid y, no menos importante, mi primer viaje en tren. Para un chiquillo murciano ir a Madrid era como ir a Plutón. Pensar que iba a pisar esos lugares que tantas veces había visto en la tele como la Puerta del Sol o la Plaza Mayor me parecía algo tan alucinante como inverosímil. Contaba solo ocho años, mi memoria infantil de aquellos días está cubierta por una niebla aún más densa que la de los festejos nocturnos de la Décima. Conservo, no obstante, un puñado de recuerdos impolutos. Aunque probablemente se trate más de una construcción mental que de una copia fidedigna de la realidad (el recuerdo siempre se construye), puedo rememorar perfectamente la llegada a la estación donde íbamos a coger uno de esos entrañables Talgos supersónicos que cubrían el trayecto Murcia-Madrid en sólo ocho horas, así como la emoción incontenible de la primera hora de viaje y la honda desesperación de las casi siete restantes. Recuerdo pasear por Serrano (este hecho tan trivial cristalizó en mi memoria porque inmediatamente asocié la calle con el jamón serrano). También recuerdo que mi padre me llevó a comer tortitas al celebérrimo bar “California 47” de Goya. Recuerdo haber probado por primera vez el bocadillo de calamares y que juzgué el pan demasiado gordo y el calamar muy escaso. Recuerdo muy vagamente deambular por Sol y pensar que el afamado reloj estaba muy sobrevalorado (casi tanto como la espaldinha de Ronaldinho).
No recuerdo absolutamente nada de la llegada al estadio. Lo que recuerdo con claridad luminiscente es el brutal impacto que me produjo la visión del terreno de juego, me pareció de una inmensidad demencial; habiendo visto únicamente el fútbol por la televisión tal vez esperaba unas dimensiones semejantes a las de un campo de fútbol sala, aquella pradera colosal me dejó muy aturdido. Recuerdo perfectamente cómo fueron los dos goles de Hierro y olvidé completamente el de Butragueño –hasta hace un par de años que revisé hemeroteca pensaba que el partido terminó dos a cero –. Recuerdo el manto glacial que cubría las gradas en la noche madrileña y el haber tenido los pies al borde de la congelación. Recuerdo un helicóptero que sobrevoló varias veces el estadio y mi temor silente a que cayese encima de nosotros. Todas esas vivencias inocularon en mí el virus de esta bendita enfermedad crónica. No fui consciente de ello, el amor fue anterior al pensamiento.
Empecé a manifestar los primeros síntomas pocos meses más tarde con el monumental berrinche que me pillé cuando el Madrid perdió su segunda Liga consecutiva en Tenerife. Un año más tarde viví el final de Liga en casa de un vecino y amigo de mi edad y su madre tuvo que darme una tila cuando, en el enésimo golpe de fortuna del Barça de Cruyff, Djukic falló el penalti; aquel mismo verano el Madrid le arrebató al equipo blaugrana un apuesto danés que se convirtió en mi primer gran ídolo futbolístico.
Y en este punto dejo de desembrollar la madeja de mis primeras experiencias con el fútbol. Lo sustancial es que el madridismo germinó en mí exclusivamente gracias a mi padre y terminó por constituir un elemento muy notable de nuestra relación. Las relaciones entre padres e hijos están sujetas a ciertas particularidades que las hacen muy delicadas e inestables: la distancia generacional, su carácter asimétrico, la tremenda falta de perspectiva que suele otorgar la cercanía, etc. Y para ellas no existe veneno más mortífero que el de la incomunicación; lo contrario del amor no es el odio sino la indiferencia. Llevo varias líneas teorizando sobre el sentimiento, el amor, la certeza y otras abstracciones de papel mojado. Ahora, sin embargo, voy a exponer una verdad tajantemente práctica: el Real Madrid nos ha hecho compartir toneladas de horas, ha posibilitado que entre nosotros se estableciera un canal comunicativo enorme. Pase lo que pase, siempre tendremos algo de qué hablar, ya sea de un rutilante fichaje o de la conveniencia de jugar con laterales ofensivos. ¿Hubiera sido yo madridista sin la influencia de mi padre? ¿Sería nuestra relación tan buena si no mediara en ella el Real Madrid? Probablemente ambas respuestas sean afirmativas, pero es algo que nunca podré saber con seguridad. Mi padre y el Madrid para mí están asociados de manera indisoluble. Tanto es así que me asalta el peor de los escalofríos cuando pienso que tal vez un día (lejanísimo, espero) tendré que ver los partidos y vivir mi madridismo en un mundo en el que él no esté.
Creo que sólo hay una palabra que he escrito casi tantas veces como “amor” (está visto que pertenezco a ese machadiano coro de grillos que cantan a la luna) y es “madridismo”. No puedo ser un cobarde y terminar este escrito sin antes posicionarme en ciertas polémicas. Sé que en este párrafo me voy a ganar muchas antipatías, ya que varias de mis opiniones y formas de ver el fútbol son ampliamente consideradas insólitas, incluso excéntricas. Si tuviera que resumir mi madridismo en pocas palabras diría que es una batalla contra el dogma. Aborrezco cualquier tipo de corsé mental que te exhorta a pensar de una manera determinada. Para muchos ser madridista implica rendir pleitesía a las ideas de “señorío” y “valores”, palabras que me resultan urticantes y repulsivas, no las considero más que un salvoconducto para que los rivales te tomen por imbécil. Al contrario que la mayoría, me hace mucha más ilusión el fichaje de una estrella extranjera que el ascenso hollywoodense de un canterano. Nunca profesé especial amor por Raúl (aunque disfruté como el que más el aguanís y el inolvidable regate a Cañizares en París) y en sus últimos años lo critiqué despiadadamente. Tampoco fui nunca casillista (al que tendré gratitud eterna por lo de Glasgow) y, para incredulidad de los que me escuchaban, ya hablaba de su bajo rendimiento antes del advenimiento de Mourinho. En realidad, únicamente he sentido debilidad por tres jugadores españoles: por el Hierro intratable que en Ámsterdam espantaba atacantes juventinos como moscas; el Guti crepuscular y genial de la Liga de Schuster y el Isco de talento bruto y desbordante. Soy español, hecho incontrovertible que ni me enorgullece ni me avergüenza, pero no soy de la selección española, futbolísticamente mi única patria es el Real Madrid; me resulta metafísicamente imposible (lo he intentado) alegrarme por triunfos que también pertenecen a jugadores del Barça; muchos amigos míos se escandalizaron cuando les confesé que el iniestazo de Sudáfrica me provocó un disgusto (atemperado por la felicidad que sí le proporcionó a mi padre); aclaro que no odio al Barça ni les deseo nada malo a sus jugadores, pero a nivel estrictamente futbolístico mi alegría es incompatible con, por ejemplo, la alegría de Piqué. Del Bosque para mí siempre estuvo dotado de más suerte que talento, un hombre resentido cuya mayor virtud fue saber siempre estar en el momento y lugar adecuados. Cristiano Ronaldo, que estadística en mano es el mejor jugador de la historia del Real Madrid junto con Di Stefano, nunca me encandiló con su juego. No rehúyo los ismos en el fútbol (sí lo hago más en la vida), y en los últimos años he sido Robbenista, Ozilista, Marcelista, Modricista, Varanista y, sobre todo, Higuainista (hasta esas naves que ardían más allá de Orión). En cuanto al gran ismo futbolístico de nuestro tiempo, el Mourinhismo, no me sitúo enteramente a favor ni en contra –aunque me repugna profundamente la superioridad moral desde la que siempre pretende hablar el antimourinhismo mediático –: me gustaba su negativa a poner la otra mejilla, su insumisión a la todopoderosa prensa, el orden deportivo basado en la meritocracia que quería imponer, el juego veloz y solidario que imprimía al equipo; no me gustaba su tendencia al victimismo y el planteamiento de algunos partidos (especialmente la vuelta contra el Bayern en la que, a mi juicio, cayó en una cobardía que nos privó de la final de Champions). No voy a seguir poniendo ejemplos, creo ya he abierto lo suficiente el melón de la incorrección política y me he ganado la animadversión de no pocos seguidores del Real Madrid. Algunos incluso querrán quitarme el carnet de madridista, pero me es indiferente: yo deseo pertenecer sólo a un club que acepte como socio a un tipo como yo. Equivocado o no, lo vivo y lo siento a mi manera. Mi madridismo es mío… y nada más.
Una fría mañana de invierno un niño se dispone a subir a un tren con su padre sin saber que va a embarcarse en un viaje que durará toda la vida. Está a punto de sumergirse en un amor que le acompañará el resto de su existencia.
Un amor que nacerá del amor a su padre.
Me ha encantado, yo nunca he sabido como entender mi amor por el Real Madrid pero al leerlo a Ud. ya hice mi propia anatomía y créamelo también es incondicional
Gracias
Muchas gracias, Anna, por tus bonitas palabras. Cada uno lo vivimos a nuestra manera, pero el amor es el mismo. Un saludo
También aguantar estoicamente una goleada en la grada y más si es del eterno rival es madridismo de verdad, siempre en las buenas y en las malas, muy buen artículo.
Aqui cada vez aparecen especies mas raras. Ahora un madridista anti Espana.
Bueno pero como su oficio es la psicologia clinica solucion tiene.
¿Qué es lo que no entiende de que uno pueda ser madridista y nada más? ¿Acaso los madridistas de (pongamos) Chile han de ir forzosamente también con la Selección Española de fútbol?
Y, desde luego, si uno es madridista y español, es de lo más lógico, vistos los últimos años, que no se sea de La Roja.
La "Hysteria" es también muy madridista.
Buenas tardes la verdad es que usted ha definido como nadie el amor que siento por el club, e INCONDICIONAL, es la palabra que andaba buscando y que no he encontrado hasta ahora, si mañana por esos azares de la vida, bajásemos a segunda división, no dude usted que allí estaría en el BERNABEU, -tengo dos abonos- con alguno de mis hijos, primero apoyando y seguramente más tarde maldiciendo. No dejaría de acudir, al bar, los partidos mayormente fuera de casa, con la mujer y mis hijos, y las banderas del Madrid y Castilla, en esa especie de comunión familiar que se establece alrededor de un partido de futbol y donde el oficiante es el Madrid. Siento lo mismo que usted con respecto a la selección española, ( aunque por otros motivos) indiferencia es la palabra exacta, si ganan bien y si pierden bien también. Al revés que usted si siento especial antipatía por el Barcelona, pero sin comparación con la animadversión que siento contra el Atlético Aviación. Es increíble al leer su artículo, -que dejará huella-lo reflejado que me he sentido, los recuerdos que me ha traído, las emociones compartidas, las situaciones familiares parecidas. Comparto su cultura de no aceptar bajo ningún concepto ni dogmas, ni pensamientos políticamente correctos. EN definitiva que me lo he pasado "bomba" leyendo su artículo, me ha alegrado usted el día y me ha hecho rejuvenecer con recuerdos y sensaciones pérdidas. Impaciente estoy esperando su siguiente artículo.
Saludos blancos y comuneros. ¡Hala Madrid !
Creo que algunos sienten por el Madrid lo que yo siento por Dios...
Fascinante. Aunque no comparto del todo algunas ideas, las sensaciones y las emociones descritas son difícilmente superables.