La sola idea de fichar a Neymar me da una pereza infinita. Acabo de leer los muy sólidos argumentos favorables de Ramón Álvarez de Mon, ese hombre cargado de sentido común, pero es que yo veo en flash-forward a la chavalería merengue tocada con esos cascos frenopático makokis que gasta la criatura y pido el frasco de las sales. El Madrid es también una dignidad estética, aunque haya muchas vías para cumplir con ella. Una cosa es el quiqui samurái de Gareth y otra el toque Afflelou de Alves: lo que va de Sean Connery a Austin Powers, no sé si me explico.
No piensen que frivolizo, todos sabemos que Fabio Coentrao es un buen lateral izquierdo porque lo hemos visto jugar con la selección portuguesa y en aquellas memorables semifinales de la Décima contra el Bayern, y solo por eso; pero entre el madridismo tiene un público bien ganado por esa facha afterpunk intachable, que apela también a los Rod Stewart y Ronnie Wood jóvenes de los Faces. Tampoco hay que perder de vista el aplomo oriental de Arbeloa, como de visir Iznogud; o el impecable trimming hipster de la barba de Carvajal; o el aire Don Draper de Cristiano en sus mejores momentos, sin duda mi favorito. No se olvide que Brummel fundó el dandismo vistiéndose de negro, no de árbol de Navidad. ¡El Madrid instituyó un dandismo deportivo total white imposible de confundir con una troupe en paños menores!
Pero creo que lo de Neymar no lo veo por algo más que razones de etiqueta, aunque Saint-Simon escribiera que hay que morir por el protocolo si es preciso. Tiro de memoria y recuerdo mi desazón aquella remota temporada en que se abrieron las fronteras del fútbol español y Cruyff fichó por el Barça. Es verdad que la clase imperial de Günter Netzer actuó de lenitivo durante un tiempo, pero Cruyff era el mejor y el Madrid es el nicho natural de la excelencia. Cuando años después Maradona atracó en Barcelona no tuve ni frío ni calor. Puede que Diego también fuera el mejor, pero su brillo se consumía en él como esas carreras espasmódicas que prodigaba, arranco y freno, arranco y freno para no llegar a ningún sitio, como el gánster desconfiado del cuento de Woody Allen que para no dar la espalda a nadie se desplazaba como una peonza, girando sobre sí mismo. No es casualidad que Maradona nunca hiciera nada relevante en el fútbol de clubs, que es el genuino. Lo recordamos siempre vestido de albiceleste porque fue campeón del mundo y porque las selecciones son reuniones circunstanciales de jugadores destacados, no propiamente equipos. Maradona siempre jugó solo, y en su perfil de futbolista atormentado cuenta mucho la frustración de quien habría querido las cosas de otra manera. Siempre admiró a Ricardo Bochini, eterno 10 de Independiente que forjó su gloria asistiendo exquisitamente a sus colegas. Diego se lo impuso a Bilardo en la selección del 86, pero estaba mayor y a Bilardo los exquisitos le daban urticaria y no le dio bola. Cuando lo sacó a cinco minutos del final del partido contra Bélgica, Maradona lo recibió, según cuenta la leyenda (print the legend, nos enseñó El hombre que mató a Liberty Valance), con una leve reverencia diciéndole “dibuje, maestro”, porque a buen seguro se habría cambiado por él. Años atrás, a Bochini le preguntaron por Cruyff y lo zanjó con un seco control orientado: “Era bueno, pero corría mucho”, sentenció el Bocha.
Maradona fue una estrella. Bochini y Cruyff fueron héroes. El héroe galvaniza al grupo, muta en corriente eléctrica que activa a los otros y les hace crecer hasta ocupar un espacio que es más amplio que la simple suma del volumen que cada uno de ellos desplaza, como nos han explicado las últimas semanas en La Galerna William James, el tío Jack, Número Dos y Número Tres. La estrella despliega su manto de luz cegadora y a su alrededor no queda sino niebla. No hace falta decir en qué categoría cuadran Di Stéfano, Raúl, Zidane, Modric y tantos otros que han honrado la blanca y radiante, aunque la hayan vestido en tallas diferentes. Nada más lejos de la solemnidad del héroe que la máscara cómica del superhéroe. Al primero, la camiseta nunca le viene grande; al segundo le queda tan holgada que se transforma en capa que todo lo tapa.
Las apariencias a veces engañan, pero muchas otras son sintomáticas. Definitivamente, el fichaje de Neymar no me gusta y no es por razones estéticas. En el Madrid unos son más que otros, pero nadie es más que el club. El Madrid tiene alergia al polvo, y las estrellas lo ponen todo perdido.
Número Uno
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