Al igual que el lejano, salvaje y fascinante Oeste era para los colonos norteamericanos una tierra de promisión y de redención, la Copa de Europa es para el Madrid una especie de Caná. Los más viles y abyectos bandidos, la gente más ruin, los balas perdidas, los fracasados y los arruinados de las Trece Colonias, del sur, de México: todos hallaban en las vastas tierras del Oeste una esperanza. Acaso una ficción. Un lugar donde empezar de nuevo, donde hacerse ricos, donde ser alguien. Puede sonar incluso atrevido o insensato, pero en la Historia moderna del Real Madrid, sólo hay dos tipos de Copas de Europa: la obsesión (la Séptima, la Décima) y la salvación (Octava, Novena).
Salvar el año con una Copa de Europa. Habrase visto semejante tontería. Ya. Bueno. Este es el juego que nos ha tocado jugar.
Hay clubes que llegan a este título, el mejor y más grande que se puede ganar, por el camino de la excelencia. De la virtud. Suelen ganar la liga doméstica, suelen convencer. La Copa de Europa se les aparece como la fruta madura, el final de un proceso lógico de dominio. Hay otros clubes, en cambio, que llegan al cielo a martillazos, caso del Chelsea de Di Matteo, del último Milan campeón en 2007: culminación victoriosa de la carrera de un grupo de futbolistas veteranos y ganadores a quienes acompaña la providencia.
En cambio el Madrid se ha acostumbrado a ganar las Copas de Europa por una vía dramática que, no obstante, es la más sabrosa: se recordará siempre mucho más el gol de Ramos en Lisboa que el 3-0 augusto al Valencia en París, porque el sabor de la sangre es inolvidable. En esta temporada 2015-2016 han confluido circunstancias que, de un modo u otro, han llevado al equipo al punto en el que ahora se encuentra: la Copa de Europa es el flotador lanzado en medio del mar para que el náufrago se agarre y sobreviva.
No es esta una Copa de Europa que empezó el otro día en Roma, una al estilo de la ganada en el 98 o la del 2014. Aquellas fueron la consecuencia de un esfuerzo cósmico, de toda una nación en armas, de un pueblo caminando hacia su paraíso, volcando en la ilusión de la victoria todo su afán y toda su energía individual y colectiva. La de 2016 me recuerda a la del año 2000. Un Madrid campeón hace menos de dos años, fracturado, con el vestuario bajo sospecha; entrenador nuevo en enero, hombre de la casa, carne de tu carne; sin apenas posibilidades de éxito en Liga, con un centrocampista dominador cuyo fútbol no es de este mundo y con la amenaza latente de una Némesis que lo ha ganado todo y quiere repetirlo. Un equipo que no necesita ganar la Orejona para cumplir con una misión generacional, sino con algo más prosaico y por ello, a lo mejor, más realizable: justificarse a sí mismo como colectivo de futbolistas multipremiados y celebérrimos, cuya hoja de servicios tiene más bronces y platas que oros olímpicos.
No obstante, trazar paralelismos es siempre arriesgado. Castillos en el aire, y a mí me gusta ser pragmático. Ni el contexto ni la situación, ni los jugadores, son los mismos. Pero sí hay cierto aire similar en el ambiente. Comenzó una nueva campaña en Roma, mini-temporada que durará como mucho 6 partidos más. Dos eliminatorias y una final en Milán que pueden enterrar en el olvido cuanto denuesto público se ha dirigido al Madrid, a sus jugadores, a su presidente, a todos sus estamentos. Porque la Copa de Europa es la California de la fiebre del oro. El tesoro escondido es la Historia, principio y final de este club.
El camino a la undécima lo abrirá Mateo en el centro del campo 😉